Hechos insólitos de la colonia

Otto Schober / La Línea del Tiempo

El 7 de marzo de 1649, un portugués que esperaba la pena capital por haber asesinado al alguacil de Iztapalapa, decidió quitarse la vida antes de sufrir la muerte a manos de su verdugo. Al descubrir el cadáver, las ofendidas autoridades consideraron una burla el suicidio del portugués, debía morir, pero no por su propia mano.

Entonces determinaron no dejar impune su doble crimen -contra el alguacil y contra sí mismo- y luego de solicitar la autorización del arzobispo, dispusieron que el difunto sea ahorcado en la plaza mayor para que sirva de ejemplo.

Ante la sorpresa de todos, el cadáver del portugués fue montado en una mula y sostenido por un indio, dando la impresión de estar vivo. Una vez en la plaza mayor, bajaron el cuerpo y lo “ahorcaron frente al Real Palacio, en el sitio en que se elevaba la picota pública”.

La justicia colonial se había encargado de dejarlo completamente muerto. Don Francisco de Aguilar y Seijas, hombre virtuoso, sencillo, generoso, obispo de Michoacán y arzobispo de México, era acérrimo enemigo de las corridas de toros, de las peleas de gallos y muy particularmente de los juegos de Azar.

Su obra material comprendía la fundación del Colegio Seminario, un hospital para mujeres dementes y dos casas de recogimiento para mujeres -La Misericordia y La Magdalena-. Parecía un santo en la Tierra, sin embargo, tenía un grave defecto: no podía entablar ningún tipo de relación con las mujeres.

Se contaba que desde joven evitaba mirarlas al rostro; en su servidumbre jamás permitió ninguna mujer; en sus sermones criticaba duramente cuantos defectos creía hallar en la mujer; siendo arzobispo, se resistía a visitar a los virreyes para no tratar con sus esposas y lo que es más notable aún, bajo pena de excomunión, prohibió que ninguna mujer traspasara los dinteles de su palacio arzobispal.

A finales del Siglo XVIII, era común que en la Ciudad de México, la gente realizara sus necesidades fisiológicas en la calle. En 1790, el virrey Revillagigedo, expidió un bando para castigar este tipo de conducta.

Con la primer falta los hombres cumplían 24 horas de encarcelamiento; 48 horas por reincidir y las mismas horas si insistían en violar el bando del virrey aunque con una modalidad nada agradable: se les colgaba de cabeza hasta cumplir el castigo.

Las mujeres padecían penas más severas: tres días de cárcel en cualquiera de los casos, pero si cometían el delito por tercera vez, se le agregaban 25 azotes en dos tandas. Los castigos apenas eran suficientes para remediar el abuso de ensuciarse en las calles y plazuelas.

El enojo del virrey estaba justificado. Cuando llegó a la Ciudad de México en 1790, la capital estaba convertida en un chiquero, lo que pudo remediar con el tiempo. (Tomado del Anecdotario Insólito de la Historia Mexicana de Alejandro Rosas).

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