Elección 2012: el qué y el cómo

Pascal Beltrán del Río

La democracia mexicana se parece cada vez más a la justicia del país: un conjunto de formalismos que opaca el fondo.

La reforma electoral de 2007 pretendió conjurar los escenarios de desigualdad, confrontación y duda que aparecieron en el proceso comicial del año anterior y que condujeron al país al borde de la violencia, si hemos de creer en las palabras de uno de sus protagonistas (Andrés Manuel López Obrador, quien aún nos debe la explicación de quiénes hubieran salido heridos o muertos, y a manos de quiénes, en caso de que él no hubiera ordenado instalar el plantón de Reforma como supuesta válvula de escape).

Sin embargo, pese a sus buenos propósitos, la reforma sólo logró incrementar las posibilidades de un nuevo choque de trenes, una repetición de la historia de 2006, acaso esta vez como farsa.

Lo hizo mediante el establecimiento de reglas y controles barrocos, sujetos a infinita discusión sobre su significado; el reemplazo de los antiguos jueces por parte de personas a las que nadie parece respetar, y la perniciosa spotización que suplanta la libertad de los ciudadanos de opinar y discutir sobre el palmarés y las propuestas de los candidatos.

Después de esa cirugía, la democracia mexicana se parece cada vez más a la justicia del país: un conjunto de formalismos que opaca el fondo.

Llevamos meses discutiendo si los aspirantes presidenciales se apegan a lo dispuesto por la reforma de 2007 —que, dicen por ahí, acortó la duración de las campañas— y cuando creemos que ya encontramos la respuesta, las autoridades electorales salen con que lo entendimos todo mal.

El problema es que se debate algo que debería ser obvio y normal en un proceso electoral: si los (pre)candidatos tienen derecho a hacer proselitismo. Y, al perder tanto tiempo con el continente, se deja de lado algo igualmente importante: el contenido.

¿Cuántas propuestas concretas ha escuchado usted, estimado lector, para hacer frente a la incesante violencia que asuela muchas regiones de la República? ¿Qué ideas tienen estos (pre)candidatos para crear empleos, impulsar la economía e insertar a México en la globalización, como ya lo han hecho, con éxito, otros países menos favorecidos que el nuestro?

A cambio de soluciones para sacar adelante a México, lo que tenemos es una descalificación sistemática del adversario con base en supuestas violaciones a las reglas del juego votadas en 2007, la magnificación de lo anecdótico, la receta diaria de eslóganes y acusaciones…

Nadie en la clase política parece tener la más mínima conciencia de que llegamos a este estado de estancamiento nacional justamente por la incapacidad de los partidos para acordar las decisiones que inevitablemente se tendrán que tomar cuando México ya no pueda echar mano de las salidas fáciles con que ha contado hasta ahora.

(Existe la discusión bizantina sobre si los partidos han podido llegar a consensos en las últimas cinco Legislaturas o no. Hay quienes echan mano de estadísticas para decir que sí, pero olvidan que no ha sido en torno de las reformas fundamentales que están en la base del éxito económico en el contexto global: competitividad, innovación, desarrollo del mercado interno, vigencia del Estado de derecho, educación científica, fortalecimiento institucional, etcétera.)

Seguimos escuchando por parte de candidatos y partidos el reflejo del tlatoanismo: que un solo hombre (o mujer) y una sola visión de México y el mundo deben prevalecer para sacar a esta sociedad del barranco en que la metieron. Nos dicen que si el país está en este estado de descomposición y aletargamiento es por la culpa de otros, como si ellos mismos no fueran parte del Congreso, como si no gobernaran estados y municipios donde hacen de las suyas todo el tiempo.

La verdad es otra: ninguno de los cinco mexicanos que aspiran a la Presidencia podrá, por sí mismo, desatar el cambio que México requiere y que seguramente será doloroso.

Últimamente, a raíz de los tropiezos públicos de Enrique Peña Nieto, se ha insistido en que estamos frente a una elección abierta. Coincido, pero también pienso que se apuesta demasiado a lo que sucederá si gana uno u otro candidato. Si no existe el compromiso de sacar adelante un conjunto de reformas —con el apoyo de dos o más de las principales fuerzas políticas— lo más seguro es que no sucederá nada, porque el próximo Presidente no podrá hacer mucho más que los tres anteriores: enviar el presupuesto al Congreso, negociar el resultado y aplicar el gasto, es decir, administrar el día a día.

Por eso creo que los ciudadanos tienen un papel muy importante que jugar en esta elección: forzar a los candidatos a pronunciarse de forma concretísima sobre los problemas que nos aquejan.

Sé que hay ciudadanos que ya han tomado su decisión, aun sin escuchar propuesta alguna, porque tienen fe en que su candidato puede, por sí mismo, despertar al país de sus pesadillas. Sin embargo, hay un grupo importante de votantes independientes, más proclive a decidir con base en lo que escucha y lee sobre la trayectoria e ideas de los distintos aspirantes, y que finalmente deposita su sufragio a favor de quien más lo emociona o en contra de quien le genera temor.

Ese grupo —que suele decidir el resultado de las elecciones— tendrá que volverse más exigente con los aspirantes presidenciales por las circunstancias que vive el país. Dejar que los candidatos se limiten a expresar optimismo o denuesto es hacerle un pobre favor a México.

Y para eso hay que preguntar y preguntar y preguntar. ¿Cómo le van a hacer los candidatos, si ganan la elección, para sacar a México de su presente estado de violencia y estancamiento económico? ¿Cómo van a crear los empleos que son el único antídoto contra la pobreza? ¿Cómo van a abatir la lacerante desigualdad? ¿Cómo van a ampliar los derechos de los mexicanos y asegurar también que todo mundo cumpla con sus obligaciones? ¿Cómo van a aumentar la recaudación, para que el Estado tenga los recursos para hacer frente a los problemas y saque provecho de las oportunidades?

Si el grupo de electores independientes que decide las elecciones en México no obliga a los aspirantes presidenciales a responder esas preguntas, seguramente éstos nos recetarán todos los días sus generalidades, apoyadas por los más de 20 millones de spots que los partidos tienen legalmente derecho de transmitir en las etapas de precampaña y campaña (y a los que hay que sumar otros tantos de las autoridades electorales).

El derecho de los ciudadanos de opinar libremente en esta campaña electoral fue seriamente lesionado por la reforma electoral de 2007 (ningún particular puede contratar anuncios como lo pueden hacer los partidos). Sin embargo, hay alternativas: los medios pueden y deben servir de intermediarios a los ciudadanos que no estén dispuestos a comprar la retórica de los candidatos.

Es tiempo de exigir propuestas viables y compromisos concretos y calendarizados para que México supere sus problemas. Y para ello no es necesario inventar el agua tibia. Hay fórmulas probadas a nivel internacional para superar la pobreza, terminar con la violencia criminal, cerrar la brecha de la desigualdad, desatar el crecimiento.

¿Queremos creer ciegamente en las promesas de los candidatos o queremos apostar por la educación, la competitividad, la innovación, el imperio de la ley y las obligaciones y derechos ciudadanos? ¿Queremos seguir siendo el país de las componendas en lo oscurito o el de los pactos públicos para la gobernabilidad y el progreso?

Es cosa de decidir, pero no hay mucho tiempo. El momento es ahora, en estos escasos seis meses antes de la elección del 1 de julio. Repetir lo mismo de los últimos 15 años es postergar el futuro.

Editorialmente, Excélsior estará a favor de hacer las preguntas precisas a los candidatos a fin de no que se oculten tras la retórica, que no echen mano del discurso obvio, que no se salgan por la puerta fácil. Queremos que se comprometan con soluciones que no signifiquen más de lo mismo. Y estaremos al servicio de los lectores dispuestos a exigir que los candidatos digan claramente el qué y también el cómo.

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