El gran amor de Maximiliano

Otto Schober / La Línea del Tiempo

El gran amor de Maximiliano de Habsburgo, emperador de México, no fue su esposa Carlota, sino María Amalia de Braganza, hija única del difunto don Pedro, emperador de Brasil y de su segunda esposa, María Amelia de Leuchtemberg.

La conoció cuando visitó Lisboa a mediados de 1852, Maximiliano la describe en su diario personal como una “princesa distinguida, cumplida como no se ven muchas”. Bajo el cielo de Portugal nació el idilio y el archiduque se le declaró. La joven correspondió a su amor.

Ambos deciden desposarse secretamente. La madre de ella estaba en el secreto y dio su consentimiento. A su retorno a Viena, un feliz Maximiliano obtiene de su hermano, el emperador Francisco José y de su madre, la archiduquesa Sofía, la autorización para casarse con María Amalia, pues consideraban que “si este matrimonio no es muy brillante a los ojos de la familia imperial, al menos María Amalia era una princesa auténtica”, esto, porque el primer intento de casamiento de Maximiliano con la condesa Paula Von Linden no fue del agrado de la corte, por considerar a Paula en una categoría inferior.

La fecha de la boda se fijó para el siguiente año, pero el día de la boda nunca llegó. María Amelia enfermó de tuberculosis y fue enviada a la isla de Madeira a pasar el invierno y a tratar de restablecerse.

Murió el 14 de febrero de 1853. Años después, Maximiliano la seguía llorando. En 1859, visitando Funchal, en la isla de Madeira, escribió en su diario que María Amalia era una “criatura perfecta que dejó este mundo ingrato, como un ángel puro de luz, para volver al cielo, su verdadera patria”.

Luego visitó la casa donde ella había muerto, el lugar “donde el ángel amargamente llorado dejó la Tierra y permaneció por largo tiempo abismado en pensamientos de tristeza y de duelo”.

Maximiliano nunca la olvidó y la tuvo presente en los últimos momentos de su existencia, según lo afirmó en correspondencia que mantuvo con su madre en junio de 1867 y a punto de ser ejecutado, donde escribe: “…un amigo le llevará, querida mamá, junto con estas líneas, el anillo que usé diariamente, con un rizo del cabello de la bienaventurada Amalia de Braganza, como recuerdo para usted”.

(Tras las huellas de un desconocido de Konrad Ratz)

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