Raymundo Riva Palacio
Dos semanas, dos tropezones. Demasiados, por lo seguido, para el puntero por la Presidencia de México. Enrique Peña Nieto tiene problemas serios. No es siquiera si es docto o barro inculto, informado o vacuo. Ya no se trata del individuo, sino del político que espera que en julio millones de mexicanos le den el mandato colectivo para que tome decisiones en nombre suyo y que olviden que hoy se preguntan: ¿realmente votaré por Peña Nieto?
Aunque las encuestas lo tienen en las nubes, faltan siete meses para la elección y aún no hay campañas. Si hoy que no está en competencia real, tiene merma en su imagen frente a sus contendientes, ¿qué se puede esperar cuando desplieguen las estrategias sus adversarios para mostrar las diferencias y empiece la verdadera guerra en las redes sociales en su contra?
Por errores atribuibles sólo a él, Peña Nieto se volvió material de caricaturas, chistes y desprecio. Se puso en unos días al nivel intelectual de Vicente Fox, con la diferencia que nadie, ni Fox mismo, se asumía más allá de ser un ranchero sin aspiraciones de político sofisticado. Fox no pretendió lo que no era, lo que lo hizo un hombre humilde en el sentido más positivo de la palabra.
No se rodeó de intelectuales, o invirtió en darle lustre a su gobierno estatal, ni tampoco tenía un equipo con mejor experiencia profesional. La peor analogía que podía conseguir a tanto tiempo de la elección presidencial, la consiguió.
Reforzó el imaginario colectivo de que es una figurita mediática al que durante años de coreografía y escenarios controlados le sirvieron para construir una imagen atractiva para los electores. Cayó en su propia trampa telegénica en una sociedad cuya cultura política está profundamente permeada por la televisión.
Es paradójico que los golpes más crueles que ha recibido Peña Nieto sobre su personalidad se hayan dado en las redes sociales, donde por los íconos y el universo en la mayoría de los usuarios, tienen en la televisión su principal punto de encuentro con los protagonistas de la vida pública.
La televisión es la principal arena de debate político, de la discusión de los temas de relevancia, y en el espacio público por excelencia. Las redes sociales complementan esa realidad, y alimentan y estimulan con su difusión viral y a veces masiva, la discusión y el denuesto.
En la contradicción más caprichosa que pueda tener hoy en día, Peña Nieto es víctima en el campo de batalla que escogió para luchar por la Presidencia.
Las pifias no son tan relevantes como la manera como se ha hundido en ellas. El elector subraya su error como el sujeto central de su debilidad como político, pero soslaya la muy sorprendente incapacidad en él y su equipo para evitar que la debacle efímera se vuelva lastre permanente.
Fox, de la mano del asesor texano Roger Allis, convirtió su necedad del “hoy, hoy, hoy”, producto de unas cuantas copas de vino de más en la sobremesa, en el grito de campaña que se volvió su marca. Peña Nieto tiene ejemplos pasados, pero no los ve.
Difícilmente se puede encontrar en la historia del mundo a un presidente más ignorante que Ronald Reagan, que presumía no haber leído jamás un libro, que confundía nombres y países, y que sólo parecía actuar en el papel de jefe de la Casa Blanca.
Pero tuvo la inteligencia para armar un equipo de excepción y dejarlo trabajar. Hoy, Reagan es calificado como el Presidente mejor comunicador en la historia de Estados Unidos, y uno de los mejores líderes que han tenido.
Reagan era un actor mediocre de Hollywood. Peña Nieto no es actor. Lo que tiene el primero y le falta al segundo es la humildad de Fox y despojarse de la soberbia.
Si se quita ese peso, gana en profesionalismo. Si da ese paso se fortalece como candidato y quizás evite que a la pregunta de si votarían por él en la elección, se le ponga un fin y que sus dos semanas de pesadilla se vuelvan días de prácticas para el año que viene.
Dos semanas, dos tropezones. Demasiados, por lo seguido, para el puntero por la Presidencia de México. Enrique Peña Nieto tiene problemas serios. No es siquiera si es docto o barro inculto, informado o vacuo. Ya no se trata del individuo, sino del político que espera que en julio millones de mexicanos le den el mandato colectivo para que tome decisiones en nombre suyo y que olviden que hoy se preguntan: ¿realmente votaré por Peña Nieto?
Aunque las encuestas lo tienen en las nubes, faltan siete meses para la elección y aún no hay campañas. Si hoy que no está en competencia real, tiene merma en su imagen frente a sus contendientes, ¿qué se puede esperar cuando desplieguen las estrategias sus adversarios para mostrar las diferencias y empiece la verdadera guerra en las redes sociales en su contra?
Por errores atribuibles sólo a él, Peña Nieto se volvió material de caricaturas, chistes y desprecio. Se puso en unos días al nivel intelectual de Vicente Fox, con la diferencia que nadie, ni Fox mismo, se asumía más allá de ser un ranchero sin aspiraciones de político sofisticado. Fox no pretendió lo que no era, lo que lo hizo un hombre humilde en el sentido más positivo de la palabra.
No se rodeó de intelectuales, o invirtió en darle lustre a su gobierno estatal, ni tampoco tenía un equipo con mejor experiencia profesional. La peor analogía que podía conseguir a tanto tiempo de la elección presidencial, la consiguió.
Reforzó el imaginario colectivo de que es una figurita mediática al que durante años de coreografía y escenarios controlados le sirvieron para construir una imagen atractiva para los electores. Cayó en su propia trampa telegénica en una sociedad cuya cultura política está profundamente permeada por la televisión.
Es paradójico que los golpes más crueles que ha recibido Peña Nieto sobre su personalidad se hayan dado en las redes sociales, donde por los íconos y el universo en la mayoría de los usuarios, tienen en la televisión su principal punto de encuentro con los protagonistas de la vida pública.
La televisión es la principal arena de debate político, de la discusión de los temas de relevancia, y en el espacio público por excelencia. Las redes sociales complementan esa realidad, y alimentan y estimulan con su difusión viral y a veces masiva, la discusión y el denuesto.
En la contradicción más caprichosa que pueda tener hoy en día, Peña Nieto es víctima en el campo de batalla que escogió para luchar por la Presidencia.
Las pifias no son tan relevantes como la manera como se ha hundido en ellas. El elector subraya su error como el sujeto central de su debilidad como político, pero soslaya la muy sorprendente incapacidad en él y su equipo para evitar que la debacle efímera se vuelva lastre permanente.
Fox, de la mano del asesor texano Roger Allis, convirtió su necedad del “hoy, hoy, hoy”, producto de unas cuantas copas de vino de más en la sobremesa, en el grito de campaña que se volvió su marca. Peña Nieto tiene ejemplos pasados, pero no los ve.
Difícilmente se puede encontrar en la historia del mundo a un presidente más ignorante que Ronald Reagan, que presumía no haber leído jamás un libro, que confundía nombres y países, y que sólo parecía actuar en el papel de jefe de la Casa Blanca.
Pero tuvo la inteligencia para armar un equipo de excepción y dejarlo trabajar. Hoy, Reagan es calificado como el Presidente mejor comunicador en la historia de Estados Unidos, y uno de los mejores líderes que han tenido.
Reagan era un actor mediocre de Hollywood. Peña Nieto no es actor. Lo que tiene el primero y le falta al segundo es la humildad de Fox y despojarse de la soberbia.
Si se quita ese peso, gana en profesionalismo. Si da ese paso se fortalece como candidato y quizás evite que a la pregunta de si votarían por él en la elección, se le ponga un fin y que sus dos semanas de pesadilla se vuelvan días de prácticas para el año que viene.
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