Eduardo Ibarra Aguirre
Por primera vez el Estado mexicano pidió perdón a una de las múltiples víctimas de su violencia endémica, en acatamiento de una parte de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dictada en octubre de 2010 a favor de Valentina Rosendo Cantú. Lo hizo sin la torpe maniobra de enviar a un funcionario de tercer nivel de la Secretaría de Gobernación, como en el caso de Rosendo Radilla Pacheco.
Alejandro Poiré Romero, novel titular de Gobernación, fue el encargado de expresar en acto público realizado en el capitalino Museo Memoria y Tolerancia: “Señora Valentina, a usted, a su hija, les extiendo la más sincera de las disculpas por los hechos ocurridos hace casi una década. (…) El Estado mexicano reconoce su responsabilidad. Deseamos que para usted, para la pequeña Yeni, para todos sus familiares, este acto se traduzca en una mínima restitución de justicia que contribuya a la reconstrucción de su proyecto de vida”.
Más de nueve años después de que Rosendo Cantú fue torturada y violada frente a su hija de tres meses, por elementos del 41 batallón de infantería del Ejército en la comunidad de Caxitepec, en La Montaña, Guerrero, la indígena tlapaneca de ahora 27 años de edad, recibe apenas una parte de lo que en derecho le corresponde.
El simbolismo que encierra la conducta asumida el viernes 16 por el gobierno de Felipe Calderón, como representante del Estado mexicano, es significativa como para que se pierda en el caudal informativo diario o para regatearle alcances por los actores oficiales en juego, sobre todo si no se pierde de vista que únicamente es una parte, destacada por cierto, de la sentencia de la CIDH y que tardó 14 meses en aplicarla el penalizado. También porque representa uno de los miles de hechos graves de violencia de genero en los que están involucrados elementos del Ejército, la Marina, la Policía Federal y agentes estatales.
En cumplimentación de las sentencias emitidas por la Interamericana en los casos de Valentina Rosendo e Inés Fernández, también violada y torturada por soldados, aquellos fueron asumidos por tribunales civiles abandonando así los siniestros territorios de la justicia castrense, y ahora la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas, tiene la obligación de investigar y castigar a los responsables de la violación sexual de las indígenas guerrerenses.
Mas los pendientes de la fiscalía dependiente de la Procuraduría General de la República, formada en 2003 con otra denominación que ya cambió dos veces más, son desgraciadamente abundantes.
Entre los casos emblemáticos destacan la violación de 14 mujeres en San Salvador Atenco y Texcoco, estado de México, en 2006; las 14 bailarinas agredidas sexualmente, también por militares, en Castaños, Coahuila, en ese mismo año; el feminicidio en el predio conocido como Campo Algodonero, y el del cerro del Cristo Negro, ambos en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Justamente porque el camino es largo y sinuoso, las organizaciones civiles en defensa y promoción de los derechos humanos –en los casos de Inés y de Valentina destacó el Centro Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan–, precisan valorar lo conseguido tras años de puja por darle vida al derecho humanitario y divulgar el éxito de las valientes y tenaces tlapanecas, porque como bien dicen “no basta con poner el huevo sino hay que saber cacarearlo”.
Más aún, en medio del desastre que padece México con el quinquenio de la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado, ahora denominada lucha, las sentencias de la CIDH en los casos Radilla, Valentina e Inés son una luz en el largo túnel saturado de oscuridad.
Por primera vez el Estado mexicano pidió perdón a una de las múltiples víctimas de su violencia endémica, en acatamiento de una parte de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dictada en octubre de 2010 a favor de Valentina Rosendo Cantú. Lo hizo sin la torpe maniobra de enviar a un funcionario de tercer nivel de la Secretaría de Gobernación, como en el caso de Rosendo Radilla Pacheco.
Alejandro Poiré Romero, novel titular de Gobernación, fue el encargado de expresar en acto público realizado en el capitalino Museo Memoria y Tolerancia: “Señora Valentina, a usted, a su hija, les extiendo la más sincera de las disculpas por los hechos ocurridos hace casi una década. (…) El Estado mexicano reconoce su responsabilidad. Deseamos que para usted, para la pequeña Yeni, para todos sus familiares, este acto se traduzca en una mínima restitución de justicia que contribuya a la reconstrucción de su proyecto de vida”.
Más de nueve años después de que Rosendo Cantú fue torturada y violada frente a su hija de tres meses, por elementos del 41 batallón de infantería del Ejército en la comunidad de Caxitepec, en La Montaña, Guerrero, la indígena tlapaneca de ahora 27 años de edad, recibe apenas una parte de lo que en derecho le corresponde.
El simbolismo que encierra la conducta asumida el viernes 16 por el gobierno de Felipe Calderón, como representante del Estado mexicano, es significativa como para que se pierda en el caudal informativo diario o para regatearle alcances por los actores oficiales en juego, sobre todo si no se pierde de vista que únicamente es una parte, destacada por cierto, de la sentencia de la CIDH y que tardó 14 meses en aplicarla el penalizado. También porque representa uno de los miles de hechos graves de violencia de genero en los que están involucrados elementos del Ejército, la Marina, la Policía Federal y agentes estatales.
En cumplimentación de las sentencias emitidas por la Interamericana en los casos de Valentina Rosendo e Inés Fernández, también violada y torturada por soldados, aquellos fueron asumidos por tribunales civiles abandonando así los siniestros territorios de la justicia castrense, y ahora la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas, tiene la obligación de investigar y castigar a los responsables de la violación sexual de las indígenas guerrerenses.
Mas los pendientes de la fiscalía dependiente de la Procuraduría General de la República, formada en 2003 con otra denominación que ya cambió dos veces más, son desgraciadamente abundantes.
Entre los casos emblemáticos destacan la violación de 14 mujeres en San Salvador Atenco y Texcoco, estado de México, en 2006; las 14 bailarinas agredidas sexualmente, también por militares, en Castaños, Coahuila, en ese mismo año; el feminicidio en el predio conocido como Campo Algodonero, y el del cerro del Cristo Negro, ambos en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Justamente porque el camino es largo y sinuoso, las organizaciones civiles en defensa y promoción de los derechos humanos –en los casos de Inés y de Valentina destacó el Centro Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan–, precisan valorar lo conseguido tras años de puja por darle vida al derecho humanitario y divulgar el éxito de las valientes y tenaces tlapanecas, porque como bien dicen “no basta con poner el huevo sino hay que saber cacarearlo”.
Más aún, en medio del desastre que padece México con el quinquenio de la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado, ahora denominada lucha, las sentencias de la CIDH en los casos Radilla, Valentina e Inés son una luz en el largo túnel saturado de oscuridad.
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