Ricardo Rocha / Detrás de la Noticia
México está reprobado. Una vez más, desde fuera, nos dicen que en el mundo, somos de lo peorcito. Ahora es la OCDE –encabezada por cierto por el mexicano José Ángel Gurría– la que nos restriega en la cara que no sólo somos de los países más desiguales, sino que la desigualdad social en esta nación se incrementa cada día. En otras palabras se ensancha todavía más la brecha entre los cada vez menos que tienen más y los cada vez más que tienen menos. El dato, consignado en la primera plana de ayer en “El Universal” es brutal: el ingreso promedio mensual de 10% de los hogares más ricos es de 228 mil 900 pesos, mientras que en el 10% de los hogares más pobres es de sólo 8 mil 700 pesos al mes.
Es verdad que en el mismo informe denominado paradójicamente “Divididos resistimos: ¿Por qué sigue aumentando la desigualdad?”, se consigna que la distribución del ingreso ciertamente empeoró en todo el mundo. Pero –además de que éste sería un lastimoso consuelo– en México el contraste es todavía más dramático: el promedio de desigualdad de la OCDE es de nueve veces; en tanto que en nuestro país el ingreso de los privilegiados es 26 veces mayor que el de los necesitados. Dicho de otra forma somos muchísimo más desiguales que los desiguales. Lo que, reconocido por la propia OCDE, plantea un escenario de explosividad social. En este punto recuérdense los no tan lejanos asaltos populares a trenes y camiones de transporte de granos.
Lo grave es que en esto de la condición económica no pasamos ninguna materia. Hace apenas unos días la Cepal nos aventó otro dato: junto con Honduras fuimos los únicos de América Latina que no abatimos sino que, por el contrario, aumentamos la pobreza.
A ver: ya sabíamos que de los 107 millones de mexicanos que ahora somos, conservadoramente más de la mitad –60 millones– son pobres. Y que de ellos, al menos 20 millones se encuentran en lo que los especialistas definen como pobreza extrema y que en cristiano se llama miseria. Compatriotas que habitan las zonas marginadas de ciudades y pueblos y que cotidianamente padecen otro eufemismo oficialista que se califica de “pobreza alimentaria” y que en realidad significa que los muerde el hambre todos los días.
Pero lo que nos “revela” la Cepal es que cada vez somos más pobres. Y también cada vez más ineptos. Porque somos los peor calificados para enfrentar nuestras crisis internas y externas. Exaspera que en los 20 años recientes lo mismo gobiernos priístas que panistas han seguido a ultranza un modelo neoliberal obsoleto y descompuesto en el que somos más fondistas que el Fondo y más banquistas que el Banco. Gobiernos de muy mala calidad, viejos en sus planteamientos, en los que nadie ha entendido que la pobreza no es sólo un asunto de conmiseración sino incluso de mercado: aunque suene cruel, no nos conviene que haya tantos pobres porque luego quién compra.
Y a propósito de estos temas, me topo con uno de los últimos libros del enorme escritor argentino y universal Ernesto Sábato, fallecido en abril pasado, a punto de los 100 años de edad. Se titula “La resistencia” y en su subtítulo anticipa “una reflexión contra la globalización, la clonación y la masificación”. Son en realidad cinco cartas que el físico experto en radiaciones nucleares –poco lo saben– metido luego a novelista y ensayista, dedica a sus lectores. Abundando: Sábato plantea que sólo los dones del espíritu nos pueden salvar del terremoto que amenaza la condición humana; es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida.
México está reprobado. Una vez más, desde fuera, nos dicen que en el mundo, somos de lo peorcito. Ahora es la OCDE –encabezada por cierto por el mexicano José Ángel Gurría– la que nos restriega en la cara que no sólo somos de los países más desiguales, sino que la desigualdad social en esta nación se incrementa cada día. En otras palabras se ensancha todavía más la brecha entre los cada vez menos que tienen más y los cada vez más que tienen menos. El dato, consignado en la primera plana de ayer en “El Universal” es brutal: el ingreso promedio mensual de 10% de los hogares más ricos es de 228 mil 900 pesos, mientras que en el 10% de los hogares más pobres es de sólo 8 mil 700 pesos al mes.
Es verdad que en el mismo informe denominado paradójicamente “Divididos resistimos: ¿Por qué sigue aumentando la desigualdad?”, se consigna que la distribución del ingreso ciertamente empeoró en todo el mundo. Pero –además de que éste sería un lastimoso consuelo– en México el contraste es todavía más dramático: el promedio de desigualdad de la OCDE es de nueve veces; en tanto que en nuestro país el ingreso de los privilegiados es 26 veces mayor que el de los necesitados. Dicho de otra forma somos muchísimo más desiguales que los desiguales. Lo que, reconocido por la propia OCDE, plantea un escenario de explosividad social. En este punto recuérdense los no tan lejanos asaltos populares a trenes y camiones de transporte de granos.
Lo grave es que en esto de la condición económica no pasamos ninguna materia. Hace apenas unos días la Cepal nos aventó otro dato: junto con Honduras fuimos los únicos de América Latina que no abatimos sino que, por el contrario, aumentamos la pobreza.
A ver: ya sabíamos que de los 107 millones de mexicanos que ahora somos, conservadoramente más de la mitad –60 millones– son pobres. Y que de ellos, al menos 20 millones se encuentran en lo que los especialistas definen como pobreza extrema y que en cristiano se llama miseria. Compatriotas que habitan las zonas marginadas de ciudades y pueblos y que cotidianamente padecen otro eufemismo oficialista que se califica de “pobreza alimentaria” y que en realidad significa que los muerde el hambre todos los días.
Pero lo que nos “revela” la Cepal es que cada vez somos más pobres. Y también cada vez más ineptos. Porque somos los peor calificados para enfrentar nuestras crisis internas y externas. Exaspera que en los 20 años recientes lo mismo gobiernos priístas que panistas han seguido a ultranza un modelo neoliberal obsoleto y descompuesto en el que somos más fondistas que el Fondo y más banquistas que el Banco. Gobiernos de muy mala calidad, viejos en sus planteamientos, en los que nadie ha entendido que la pobreza no es sólo un asunto de conmiseración sino incluso de mercado: aunque suene cruel, no nos conviene que haya tantos pobres porque luego quién compra.
Y a propósito de estos temas, me topo con uno de los últimos libros del enorme escritor argentino y universal Ernesto Sábato, fallecido en abril pasado, a punto de los 100 años de edad. Se titula “La resistencia” y en su subtítulo anticipa “una reflexión contra la globalización, la clonación y la masificación”. Son en realidad cinco cartas que el físico experto en radiaciones nucleares –poco lo saben– metido luego a novelista y ensayista, dedica a sus lectores. Abundando: Sábato plantea que sólo los dones del espíritu nos pueden salvar del terremoto que amenaza la condición humana; es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida.
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