Jorge Fernández Menéndez
Este fin de semana debe haber sido de los más difíciles en mucho tiempo para Enrique Peña, en términos políticos e incluso familiares. El jueves debió opacar la toma de posesión de Rubén Moreira en Coahuila (esa era la intención) anunciando que en las próximas horas su hermano Humberto dejaría la presidencia nacional del PRI. El viernes tuvo que observar que el relevo de Moreira en el partido tuviera mucha más rispidez de la esperada, sobre todo a la hora de definir quién se quedaría en la presidencia priista. Y finalmente tuvo que aceptar que no llegara uno de sus hombres más cercanos, como Miguel Osorio Chong, sino Pedro Joaquín Coldwell, un priista respetable, con experiencia y buen nombre, pero que se maneja con institucionalidad. Lo más difícil para Peña Nieto es que, verdad o mentira, fue visto como una designación que se le impuso y que le abría espacios en la dirigencia del partido a Manlio Fabio Beltrones y a otros grupos (incluido Pedro Joaquín) disgustados con los acuerdos que se habían realizado con el Verde y Nueva Alianza. Y éstos comenzaron a poner en duda la coalición que se había registrado apenas unos días atrás.
Le esperaba a Enrique una cita que tendría que haber sido mucho más agradable: la presentación de su libro en la Feria de Guadalajara. Pero las cosas también se complicaron en el punto que tendría que haber sido el más sencillo: la pregunta sobre cuáles eran sus libros preferidos. Sin duda Peña Nieto se equivocó y se hizo bolas, para decirlo suavemente, con la respuesta a una pregunta para la cual, evidentemente, no estaba preparado. Pero lo increíble, y lo que tendría que preocupar al candidato y a su equipo de campaña, es que esa respuesta no estuviera preparada desde mucho antes. Si un político va a la FIL de Guadalajara a presentar un libro le pueden preguntar muchas cosas, pero lo que seguro le preguntarán cuáles son sus libros preferidos.
En las primeras horas, la equivocación no tuvo demasiada repercusión en los medios, pero el tema creció como la espuma en las redes sociales hasta obligar a una respuesta de Enrique. Y cuando todo parecía volver a la normalidad, aparece un retweet de su hija Paulina, acusando de "pendejos" a toda "la prole" que criticaba a Enrique, por "envidia". Y tuvo que venir una nueva disculpa del candidato. Lo único en esas horas que lo debe haber consolado es que, en plena crítica, Ernesto Cordero también se equivocó del nombre de su autora preferida: a Laura Restrepo la bautizó como Isabel.
Hay muchas lecciones en un episodio que pudiera quedar simplemente para el anecdotario. Primero, volver a insistir en que nada está definido para nadie en 2012. Que en una campaña electoral un mal paso puede cambiar muchas cosas. Le ocurrió tanto a Labastida en 2000 como a López Obrador en 2006, cuando el "cállate, chachalaca", fue la cereza que coronó el pastel de múltiples errores. Antes, la soberbia le había costado la precandidatura a Arturo Montiel y esa misma soberbia llevó a que Madrazo fuera el candidato del PRI y el que tuviera la peor votación de la historia de ese partido, apenas 23 por ciento.
Segundo, que se puede entender que un candidato no tiene por qué saber de todo (la misma pregunta que le hicieron a Enrique Peña se la hice en su momento a Vicente Fox, y me dijo que su libro preferido era Como gané mi primer millón de dólares, de Og Mandino), pero sí tiene que estar preparado para todo: un candidato como Peña no puede ir a la Feria de Guadalajara sin estar preparado para decir cuáles son sus libros preferidos, como no puede ir a la Bolsa sin tener una opinión clara sobre cómo se deben manejar los mercados financieros.
Tercero. Sin duda le ha funcionado a Enrique tener una familia muy mediática, pero esa misma exposición de su familia a los medios se puede tornar (deberíamos decir que inevitablemente se va a tornar) en una carga con el paso del tiempo.
Siempre he pensado que la exposición mediática excesiva de los políticos, y más aún de sus familiares, se suele convertir más en un lastre que en un beneficio.
Un político priista con enorme experiencia me decía en días pasados que uno, por más poderoso que sea, no controla a su familia.
Y mucho menos, agreguemos nosotros, a hijos adolescentes, que por otra parte tienen todo el derecho de seguir siéndolo.
Esas lecciones están más que bien contadas en La silla del aguila, de Fuentes, y en el Siglo de caudillos, de Krauze. ¿Y, por qué no? También en Los arrebatos carnales, de mi amigo Francisco Martín Moreno.
Este fin de semana debe haber sido de los más difíciles en mucho tiempo para Enrique Peña, en términos políticos e incluso familiares. El jueves debió opacar la toma de posesión de Rubén Moreira en Coahuila (esa era la intención) anunciando que en las próximas horas su hermano Humberto dejaría la presidencia nacional del PRI. El viernes tuvo que observar que el relevo de Moreira en el partido tuviera mucha más rispidez de la esperada, sobre todo a la hora de definir quién se quedaría en la presidencia priista. Y finalmente tuvo que aceptar que no llegara uno de sus hombres más cercanos, como Miguel Osorio Chong, sino Pedro Joaquín Coldwell, un priista respetable, con experiencia y buen nombre, pero que se maneja con institucionalidad. Lo más difícil para Peña Nieto es que, verdad o mentira, fue visto como una designación que se le impuso y que le abría espacios en la dirigencia del partido a Manlio Fabio Beltrones y a otros grupos (incluido Pedro Joaquín) disgustados con los acuerdos que se habían realizado con el Verde y Nueva Alianza. Y éstos comenzaron a poner en duda la coalición que se había registrado apenas unos días atrás.
Le esperaba a Enrique una cita que tendría que haber sido mucho más agradable: la presentación de su libro en la Feria de Guadalajara. Pero las cosas también se complicaron en el punto que tendría que haber sido el más sencillo: la pregunta sobre cuáles eran sus libros preferidos. Sin duda Peña Nieto se equivocó y se hizo bolas, para decirlo suavemente, con la respuesta a una pregunta para la cual, evidentemente, no estaba preparado. Pero lo increíble, y lo que tendría que preocupar al candidato y a su equipo de campaña, es que esa respuesta no estuviera preparada desde mucho antes. Si un político va a la FIL de Guadalajara a presentar un libro le pueden preguntar muchas cosas, pero lo que seguro le preguntarán cuáles son sus libros preferidos.
En las primeras horas, la equivocación no tuvo demasiada repercusión en los medios, pero el tema creció como la espuma en las redes sociales hasta obligar a una respuesta de Enrique. Y cuando todo parecía volver a la normalidad, aparece un retweet de su hija Paulina, acusando de "pendejos" a toda "la prole" que criticaba a Enrique, por "envidia". Y tuvo que venir una nueva disculpa del candidato. Lo único en esas horas que lo debe haber consolado es que, en plena crítica, Ernesto Cordero también se equivocó del nombre de su autora preferida: a Laura Restrepo la bautizó como Isabel.
Hay muchas lecciones en un episodio que pudiera quedar simplemente para el anecdotario. Primero, volver a insistir en que nada está definido para nadie en 2012. Que en una campaña electoral un mal paso puede cambiar muchas cosas. Le ocurrió tanto a Labastida en 2000 como a López Obrador en 2006, cuando el "cállate, chachalaca", fue la cereza que coronó el pastel de múltiples errores. Antes, la soberbia le había costado la precandidatura a Arturo Montiel y esa misma soberbia llevó a que Madrazo fuera el candidato del PRI y el que tuviera la peor votación de la historia de ese partido, apenas 23 por ciento.
Segundo, que se puede entender que un candidato no tiene por qué saber de todo (la misma pregunta que le hicieron a Enrique Peña se la hice en su momento a Vicente Fox, y me dijo que su libro preferido era Como gané mi primer millón de dólares, de Og Mandino), pero sí tiene que estar preparado para todo: un candidato como Peña no puede ir a la Feria de Guadalajara sin estar preparado para decir cuáles son sus libros preferidos, como no puede ir a la Bolsa sin tener una opinión clara sobre cómo se deben manejar los mercados financieros.
Tercero. Sin duda le ha funcionado a Enrique tener una familia muy mediática, pero esa misma exposición de su familia a los medios se puede tornar (deberíamos decir que inevitablemente se va a tornar) en una carga con el paso del tiempo.
Siempre he pensado que la exposición mediática excesiva de los políticos, y más aún de sus familiares, se suele convertir más en un lastre que en un beneficio.
Un político priista con enorme experiencia me decía en días pasados que uno, por más poderoso que sea, no controla a su familia.
Y mucho menos, agreguemos nosotros, a hijos adolescentes, que por otra parte tienen todo el derecho de seguir siéndolo.
Esas lecciones están más que bien contadas en La silla del aguila, de Fuentes, y en el Siglo de caudillos, de Krauze. ¿Y, por qué no? También en Los arrebatos carnales, de mi amigo Francisco Martín Moreno.
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