Carmen Aristegui
La complejidad de la problemática nacional ha generado fenómenos contradictorios y a cual más interesantes. El primero, procedente de la clase política, que intenta adelgazar el discurso, endulzarlo y, por momentos, infantilizarlo.
Andrés Manuel López Obrador, rodeado ahora de algunos empresarios que antes lo detestaban y combatían, ha comprado la idea de que debe cambiar su discurso para poder competir en la contienda presidencial. Los negativos de su imagen lo han llevado a simplificar y a trasmutar un discurso de confrontación y crítica ácida a un tono conciliador, casi pastoral y, por momentos, cursi, como la propuesta de construir una “República del Amor”. Seguramente el cambio le traerá réditos electorales, pero reducirá el espectro del ejercicio crítico, tan necesario an el debate nacional.
Las campañas electorales, ya se sabe, buscan posicionar candidatos con frases cortas, efectistas, que toquen alguna fibra sensible del electorado, pero no por ello debemos aceptarlas como sustituto de los debates. “No voten por el guapo”, dice Ernesto Cordero, como si fuera casi una elaboración ideológica, en clara alusión al candidato único tricolor.
Peña Nieto, por su parte, carga con un compendio de frases hechas y lugares comunes que suenan a viejo PRI.
En el extremo de la reducción discursiva está el Gobierno federal. Ha lanzado una campaña de comunicación basada, no en una rendición de cuentas, en una exposición de motivos o, por lo menos, en una frase bien hecha, sino en la manifestación más básica que se les ocurrió: un silbidito.
Un silbidito con el que se pretende dejar en la mente una imagen suave, amable y contagiosa. “Tu buena vibra se contagia”, dice el eslogan oficial.
Tranquilos todos. Aquí no pasa nada. Calma y sílbense una tonada. El lenguaje oficial reducido, hoy, a su mínima expresión.
A contrapelo de estos intentos de la comunicación social, se da otro fenómeno que corre a cargo de la sociedad: el paso adelante. Veintitrés mil firmas suscribieron, al momento de ser presentado en La Haya, el documento redactado por el joven abogado Netzaí Sandoval, cuyo propósito es llamar la atención del fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, para que analice la actual situación en México.
No es estrictamente una demanda, sino la solicitud de que esta Corte analice –con 470 casos expuestos como referencias– los crímenes que han sido cometidos en nuestro país, que han quedado impunes y en los que han participado tanto autoridades como criminales. Los saldos espeluznantes están a la vista: los 50 mil muertos en lo que va del sexenio, miles de desapariciones, torturas, extorsiones, secuestros, etcétera.
Independientemente de las valoraciones jurídicas que se puedan tener sobre el contenido del documento y la viabilidad de que ha Corte Penal lo analice y lo traduzca en eventuales causas penales, a esas miles de personas les asiste, por supuesto, el derecho a recurrir ante cuanto tribunal nacional o internacional les parezca para promover acciones que permitan que la barbarie, que hemos vivido en estos años, sea procesada por las instancias de justicia existentes.
La respuesta presidencial fue intolerante, torpe y preocupante. Amenazar con acciones legales a quienes acuden a tribunales para intentar procesar sus demandas es, por decir lo menos, un despropósito. El juicio al gobierno de Felipe Calderón será inevitable. No necesariamente se dará en tribunales, pero algunos ya exploran esa vía. Además del documento en La Haya, ha empezado a circular el libro de Julio Scherer Ibarra, “El Dolor de los Inocentes” (Grijalbo.)
Ahí se lee: “... las autoridades han hablado en innumerables ocasiones de ‘daños colaterales’, pero nunca han afrontado la pregunta más urgente: ¿quién debe responder por las muertes de esos inocentes?”.
Scherer: “aborda los fundamentos jurídicos y políticos del Estado como garante de la seguridad y el orden para establecer hasta dónde han fallado las directivas del combate al narcotráfico. Al optar por un enfrentamiento bélico, más allá de las atribuciones reales que la Constitución le brinda al Ejecutivo... y en deprimento de otras posibles soluciones como la suspensión de garantías en ciertas partes del territorio nacional, la violencia se exacerbó y terminó con las vidas de miles de inocentes. ¿Habrá manera de llamar a cuentas a aquellos que han engendrado tanto dolor?”.
La pregunta está abierta. Con la tensión del juego electoral y en el marco de un fin de sexenio que ya comenzó.
La complejidad de la problemática nacional ha generado fenómenos contradictorios y a cual más interesantes. El primero, procedente de la clase política, que intenta adelgazar el discurso, endulzarlo y, por momentos, infantilizarlo.
Andrés Manuel López Obrador, rodeado ahora de algunos empresarios que antes lo detestaban y combatían, ha comprado la idea de que debe cambiar su discurso para poder competir en la contienda presidencial. Los negativos de su imagen lo han llevado a simplificar y a trasmutar un discurso de confrontación y crítica ácida a un tono conciliador, casi pastoral y, por momentos, cursi, como la propuesta de construir una “República del Amor”. Seguramente el cambio le traerá réditos electorales, pero reducirá el espectro del ejercicio crítico, tan necesario an el debate nacional.
Las campañas electorales, ya se sabe, buscan posicionar candidatos con frases cortas, efectistas, que toquen alguna fibra sensible del electorado, pero no por ello debemos aceptarlas como sustituto de los debates. “No voten por el guapo”, dice Ernesto Cordero, como si fuera casi una elaboración ideológica, en clara alusión al candidato único tricolor.
Peña Nieto, por su parte, carga con un compendio de frases hechas y lugares comunes que suenan a viejo PRI.
En el extremo de la reducción discursiva está el Gobierno federal. Ha lanzado una campaña de comunicación basada, no en una rendición de cuentas, en una exposición de motivos o, por lo menos, en una frase bien hecha, sino en la manifestación más básica que se les ocurrió: un silbidito.
Un silbidito con el que se pretende dejar en la mente una imagen suave, amable y contagiosa. “Tu buena vibra se contagia”, dice el eslogan oficial.
Tranquilos todos. Aquí no pasa nada. Calma y sílbense una tonada. El lenguaje oficial reducido, hoy, a su mínima expresión.
A contrapelo de estos intentos de la comunicación social, se da otro fenómeno que corre a cargo de la sociedad: el paso adelante. Veintitrés mil firmas suscribieron, al momento de ser presentado en La Haya, el documento redactado por el joven abogado Netzaí Sandoval, cuyo propósito es llamar la atención del fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, para que analice la actual situación en México.
No es estrictamente una demanda, sino la solicitud de que esta Corte analice –con 470 casos expuestos como referencias– los crímenes que han sido cometidos en nuestro país, que han quedado impunes y en los que han participado tanto autoridades como criminales. Los saldos espeluznantes están a la vista: los 50 mil muertos en lo que va del sexenio, miles de desapariciones, torturas, extorsiones, secuestros, etcétera.
Independientemente de las valoraciones jurídicas que se puedan tener sobre el contenido del documento y la viabilidad de que ha Corte Penal lo analice y lo traduzca en eventuales causas penales, a esas miles de personas les asiste, por supuesto, el derecho a recurrir ante cuanto tribunal nacional o internacional les parezca para promover acciones que permitan que la barbarie, que hemos vivido en estos años, sea procesada por las instancias de justicia existentes.
La respuesta presidencial fue intolerante, torpe y preocupante. Amenazar con acciones legales a quienes acuden a tribunales para intentar procesar sus demandas es, por decir lo menos, un despropósito. El juicio al gobierno de Felipe Calderón será inevitable. No necesariamente se dará en tribunales, pero algunos ya exploran esa vía. Además del documento en La Haya, ha empezado a circular el libro de Julio Scherer Ibarra, “El Dolor de los Inocentes” (Grijalbo.)
Ahí se lee: “... las autoridades han hablado en innumerables ocasiones de ‘daños colaterales’, pero nunca han afrontado la pregunta más urgente: ¿quién debe responder por las muertes de esos inocentes?”.
Scherer: “aborda los fundamentos jurídicos y políticos del Estado como garante de la seguridad y el orden para establecer hasta dónde han fallado las directivas del combate al narcotráfico. Al optar por un enfrentamiento bélico, más allá de las atribuciones reales que la Constitución le brinda al Ejecutivo... y en deprimento de otras posibles soluciones como la suspensión de garantías en ciertas partes del territorio nacional, la violencia se exacerbó y terminó con las vidas de miles de inocentes. ¿Habrá manera de llamar a cuentas a aquellos que han engendrado tanto dolor?”.
La pregunta está abierta. Con la tensión del juego electoral y en el marco de un fin de sexenio que ya comenzó.
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