El naufragio nacional

John M. Ackerman

La descomposición institucional y social que ha marcado el sexenio de Felipe Calderón se agrava minuto a minuto. El artero asesinato de tres jóvenes normalistas por la fuerza pública en Guerrero, los estudiantes ultimados en Guadalajara, las acusaciones penales en contra del padre Solalinde, el ataque a Norma Andrade, la desaparición de los ecologistas de Guerrero y la andanada de asesinatos y amagos a la prensa y a los defensores de derechos humanos en todo el país, configuran un escalofriante escenario de intolerancia y persecución que recuerdan las peores épocas del autoritario régimen de partido de Estado.

La situación prevaleciente rebasa la simple ausencia de un Estado de derecho. Refleja el total desmoronamiento de las mínimas reglas de convivencia y de negociación política y social. Desde el principio del actual sexenio ya se advertía que la verdadera causa de la violencia en el país no eran las disputas entre los narcotraficantes, sino la debilidad institucional que genera un clima de impunidad y corrupción en donde literalmente todo se vale. Hoy la responsabilidad de los gobernantes y de la clase política entera en la masacre nacional es más evidente que nunca.

Durante los periodos electorales los ánimos se caldean y los grupos caciquiles actúan sin rubor alguno. Hoy los sectores más retrógradas del PRI, como el figueroísmo en Guerrero, ya se frotan las manos al visualizar la posibilidad de reconquistar el poder y volver a repartir el botín entre sus amigos. Pero en esta pelea corren el riesgo de terminar descarnando a la patria a tal grado que lo único que lograrán será un simple saco de huesos para distribuir entre los ganadores.

El actual proceso electoral será particularmente difícil porque el próximo 1 de julio no solamente se renovarán los poderes federales sino también se celebrarán elecciones en 15 entidades federativas, incluyendo siete donde se elegirá un nuevo gobernador o jefe de gobierno. Como nunca antes se mezclarán las peleas brutales entre caciques locales típicas de los procesos electorales estatales con las luchas históricas entre los intereses fácticos y de clase que caracterizan las elecciones presidenciales. El resultado puede ser una bomba de tiempo sumamente peligrosa que ya empieza a manifestarse a lo largo y ancho del país.

La situación se agrava aún más cuando tomamos en cuenta que a nivel federal el barco ya se quedó sin timón. Si bien la ciudadanía de ninguna manera extrañará al rijoso y represor Javier Lozano, al ineficaz y controvertido Salvador Vega Casillas o al lisonjero y obsequioso operador Roberto Gil, el presidente de la República sin duda sentirá su ausencia, ya que son de los pocos miembros de su equipo que se mantuvieron cercanos a él desde el principio. Estas salidas junto con la renuncia de Ernesto Cordero y la muerte de Francisco Blake Mora dejan a Calderón totalmente carente de operadores políticos de primer nivel para llevar a buen puerto la nave nacional durante el último año de su sexenio. El naufragio nacional pareciera inevitable.

Pero las consecuencias de este naufragio serían desastrosas para la nación entera y los ciudadanos no lo podemos permitir. Frente al caos, sin duda surgirán voces que prometen “orden y paz” a toda costa. Así, por primera vez desde la pacificación de las fuerzas revolucionarias a principio del siglo XX, emergería el peligro real de la cancelación de las elecciones federales y la imposición de un golpe de Estado desde las cúpulas militares y con el respaldo de la jerarquía católica.

Tristemente, algunos líderes sociales, como nuestro distinguido y admirado colega de la revista Proceso Javier Sicilia, abonan a la posibilidad de este macabro desenlace al sostener que “no hay condiciones para la celebración de las elecciones”. Ante la estrepitosa caída de las preferencias electorales para el Partido Acción Nacional, la cancelación de las elecciones caería como anillo al dedo a Calderón quien inmediatamente aprovecharía para alargar su propio mandato y fortalecer aún más el poder de las fuerzas armadas y la Iglesia.

Ante este oscuro escenario, resulta alentador que finalmente la Cámara de Diputados haya nombrado a los tres consejeros electorales faltantes del Instituto Federal Electoral (IFE). Sin embargo, este nombramiento también nos retorna, para bien y para mal, unos 15 años atrás en la historia electoral del país. Para bien, porque el prestigio y el perfil profesional de los nuevos consejeros se asemejan al de los consejeros nombrados en 1996, quienes fueron los responsables de conducir la alternancia política del país. Para mal, porque en el nombramiento más reciente se violó olímpicamente el nuevo requerimiento constitucional de realizar “una amplia consulta a la sociedad” como parte del proceso de selección.

De nuevo se impuso la lógica partidista por encima de la participación ciudadana en la selección de los nuevos consejeros. Asimismo, tal y como ocurrió en los procesos de negociación en 2003 y 2008, el IFE de nuevo se queda carente de una visión verdaderamente progresista del derecho electoral y de la democracia ciudadana.

No es demasiado tarde para la acción ciudadana. El naufragio total todavía se puede evitar con una participación social masiva a favor de la paz y para rescatar nuestra dolida democracia.

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