Luis Hernández Navarro
El amor ha entrado de lleno a las campañas presidenciales en México. Lo ha hecho de la mano de Andrés Manuel López Obrador y su propuesta de fundar una república amorosa, basada en tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. “La meta última de la política –asegura el candidato de las izquierdas electorales– es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad”.
El amor se ha convertido en un concepto político. Cerca de la tradición religiosa en la que amor refiere a la constitución de la comunidad, López Obrador considera que el bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos, y el amor un fundamento para elaborar un código del bien.
Javier Sicilia, el dirigente del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que dio a la movilización social opuesta a la estrategia de guerra contra el narcotráfico una visibilidad, dimensión, amplitud y trascendencia inusitadas, elaborando un discurso novedoso alrededor del dolor, el amor y la injusticia, rechaza este concepto.
En una charla reciente, señaló que Andrés Manuel López Obrador se confunde cuando habla de una República amorosa, porque no es posible pensar en el amor cuando se habla del poder. Y añadió: Uno es generoso o amoroso porque sí, no por imposición. No puede haber una república amorosa, sino justa, de paz, igualdad y fraternidad, acotó.
Ya antes Sicilia había criticado el amor abstracto de Felipe Calderón, al que considera, siguiendo a Albert Camus, peor que el odio. Según el poeta, “Encubierto en su amor abstracto y en su puritanismo –que sólo puede ver la maldad en el crimen no amparado por el Estado–, (el presidente) considera que los jóvenes que mueren a diario de manera inocente o culpable son necesarios para hacer posible el bien”.
La cuestión del amor como instrumento para la acción política eficaz y como un concepto que va más allá de los límites de la pareja se ha debatido en la izquierda desde hace años. Ernesto Che Guevara decía en El socialismo y el hombre en Cuba: Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad.
Más recientemente, los más criticados que leídos Antonio Negri y Michael Hardt han reivindicado el poder transformador del amor en la política. Retomando la visión de Baruch Spinoza de que el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. El filósofo holandés –dice Negri– considera que después que se ha comido y bebido es necesario amar, y que amar no es sólo simplemente amarse para reproducirse: es amarse para organizarse, para estar juntos, para inventar el lenguaje, para producir.
La obra de Negri y Hardt ha tenido eco en las filas del altermundismo. “Necesitamos –escriben– recuperar el sentido material y político del amor, un amor tan fuerte como la muerte (…) el amor sirve a nuestros proyectos políticos en común y para la construcción de una sociedad nueva. Sin este amor, no somos nada.”
Por supuesto, la propuesta de López Obrador sobre una república amorosa no está inspirada en estos autores. No hay ninguna evidencia de que así sea. Pero el tema es materia de debate en una parte de la nueva izquierda.
Con su república amorosa el aspirante presidencial de las izquierdas se ha reinventado electoralmente, después de que sus lemas Por el bien de México: primero los pobres y La mafia del poder se han agotado. Presentado por un sector de la derecha política y el mundo intelectual como responsable de un encono social que existe independientemente de él, AMLO decidió construirse la imagen de un político tolerante, que rehuye la confrontación. Además de aliarse con algunos representantes del mundo empresarial modificó el discurso con el que resistió al fraude electoral en su contra en 2006.
La iniciativa de la república amorosa surge del propio entorno y reflexión política del candidato. Sin embargo, tiene grandes similitudes con las campañas políticas no convencionales que, alrededor del amor, permitieron a Hugo Chávez ganar las elecciones presidenciales de Venezuela en 1998 y en 2006; a Daniel Ortega triunfar en 2006 y 2011; a Lula da Silva salir avante en Brasil en 2002, y a Ollanta Humala vencer en Perú en 2011.
En los comicios de 1998, Chávez rompió el discurso electoral prevaleciente en la historia venezolana y utilizó frases como: Yo estoy lleno de amor y necesitamos amor. Triunfó. En las elecciones de 2006 repitió la medicina dando a conocer su Mensaje de amor para el pueblo de mi Venezuela. La oposición lo acusó de usar recursos demagógico sólo para ganar votos, pero, a pesar de ello, volvió a ganar. Siempre, todo lo he hecho por amor –decía el entonces candidato.
Lo mismo sucedió con Daniel Ortega en Nicaragua. Después de perder las elecciones presidenciales de 1990, 1996 y 2001, triunfó en las de 2006 y 2011 con un mensaje pacifista y solidario, que apelaba al amor. Cambiando el leninismo por el lennonismo en 2006 utilizó la versión en español de la canción de John Lennon Give Peace a Chance.
En octubre de 2002, Lula adoptó para las presidenciales una estrategia bautizada como paz y amor, que evitó confrontaciones y radicalismos, y le permitió hacer a un lado las resistencias a su imagen de ex líder sindical.
En 2011, Ollanta Humala repitió con éxito la campaña del brasileño, asesorado por Luis Favre, y por Valdemar Garreta, ambos vinculados con el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. Hasta Mario Vargas Llosa terminó votando por él.
En un momento marcado por la violencia, la república amorosa busca desmarcarse del discurso político tradicional apelando al amor, a la honestidad y a la justicia. En los hechos, retoma el espacio simbólico y el lenguaje abierto por la lucha de Javier Sicilia. Si eso permitirá a López Obrador capitalizar electoralmente el hastío ciudadano ante la inseguridad, el desempleo y el desprestigio de la clase política, es algo que está por verse. Pero, por lo pronto, la política del amor es una de las novedades de la temporada.
El amor ha entrado de lleno a las campañas presidenciales en México. Lo ha hecho de la mano de Andrés Manuel López Obrador y su propuesta de fundar una república amorosa, basada en tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. “La meta última de la política –asegura el candidato de las izquierdas electorales– es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad”.
El amor se ha convertido en un concepto político. Cerca de la tradición religiosa en la que amor refiere a la constitución de la comunidad, López Obrador considera que el bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos, y el amor un fundamento para elaborar un código del bien.
Javier Sicilia, el dirigente del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que dio a la movilización social opuesta a la estrategia de guerra contra el narcotráfico una visibilidad, dimensión, amplitud y trascendencia inusitadas, elaborando un discurso novedoso alrededor del dolor, el amor y la injusticia, rechaza este concepto.
En una charla reciente, señaló que Andrés Manuel López Obrador se confunde cuando habla de una República amorosa, porque no es posible pensar en el amor cuando se habla del poder. Y añadió: Uno es generoso o amoroso porque sí, no por imposición. No puede haber una república amorosa, sino justa, de paz, igualdad y fraternidad, acotó.
Ya antes Sicilia había criticado el amor abstracto de Felipe Calderón, al que considera, siguiendo a Albert Camus, peor que el odio. Según el poeta, “Encubierto en su amor abstracto y en su puritanismo –que sólo puede ver la maldad en el crimen no amparado por el Estado–, (el presidente) considera que los jóvenes que mueren a diario de manera inocente o culpable son necesarios para hacer posible el bien”.
La cuestión del amor como instrumento para la acción política eficaz y como un concepto que va más allá de los límites de la pareja se ha debatido en la izquierda desde hace años. Ernesto Che Guevara decía en El socialismo y el hombre en Cuba: Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad.
Más recientemente, los más criticados que leídos Antonio Negri y Michael Hardt han reivindicado el poder transformador del amor en la política. Retomando la visión de Baruch Spinoza de que el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. El filósofo holandés –dice Negri– considera que después que se ha comido y bebido es necesario amar, y que amar no es sólo simplemente amarse para reproducirse: es amarse para organizarse, para estar juntos, para inventar el lenguaje, para producir.
La obra de Negri y Hardt ha tenido eco en las filas del altermundismo. “Necesitamos –escriben– recuperar el sentido material y político del amor, un amor tan fuerte como la muerte (…) el amor sirve a nuestros proyectos políticos en común y para la construcción de una sociedad nueva. Sin este amor, no somos nada.”
Por supuesto, la propuesta de López Obrador sobre una república amorosa no está inspirada en estos autores. No hay ninguna evidencia de que así sea. Pero el tema es materia de debate en una parte de la nueva izquierda.
Con su república amorosa el aspirante presidencial de las izquierdas se ha reinventado electoralmente, después de que sus lemas Por el bien de México: primero los pobres y La mafia del poder se han agotado. Presentado por un sector de la derecha política y el mundo intelectual como responsable de un encono social que existe independientemente de él, AMLO decidió construirse la imagen de un político tolerante, que rehuye la confrontación. Además de aliarse con algunos representantes del mundo empresarial modificó el discurso con el que resistió al fraude electoral en su contra en 2006.
La iniciativa de la república amorosa surge del propio entorno y reflexión política del candidato. Sin embargo, tiene grandes similitudes con las campañas políticas no convencionales que, alrededor del amor, permitieron a Hugo Chávez ganar las elecciones presidenciales de Venezuela en 1998 y en 2006; a Daniel Ortega triunfar en 2006 y 2011; a Lula da Silva salir avante en Brasil en 2002, y a Ollanta Humala vencer en Perú en 2011.
En los comicios de 1998, Chávez rompió el discurso electoral prevaleciente en la historia venezolana y utilizó frases como: Yo estoy lleno de amor y necesitamos amor. Triunfó. En las elecciones de 2006 repitió la medicina dando a conocer su Mensaje de amor para el pueblo de mi Venezuela. La oposición lo acusó de usar recursos demagógico sólo para ganar votos, pero, a pesar de ello, volvió a ganar. Siempre, todo lo he hecho por amor –decía el entonces candidato.
Lo mismo sucedió con Daniel Ortega en Nicaragua. Después de perder las elecciones presidenciales de 1990, 1996 y 2001, triunfó en las de 2006 y 2011 con un mensaje pacifista y solidario, que apelaba al amor. Cambiando el leninismo por el lennonismo en 2006 utilizó la versión en español de la canción de John Lennon Give Peace a Chance.
En octubre de 2002, Lula adoptó para las presidenciales una estrategia bautizada como paz y amor, que evitó confrontaciones y radicalismos, y le permitió hacer a un lado las resistencias a su imagen de ex líder sindical.
En 2011, Ollanta Humala repitió con éxito la campaña del brasileño, asesorado por Luis Favre, y por Valdemar Garreta, ambos vinculados con el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. Hasta Mario Vargas Llosa terminó votando por él.
En un momento marcado por la violencia, la república amorosa busca desmarcarse del discurso político tradicional apelando al amor, a la honestidad y a la justicia. En los hechos, retoma el espacio simbólico y el lenguaje abierto por la lucha de Javier Sicilia. Si eso permitirá a López Obrador capitalizar electoralmente el hastío ciudadano ante la inseguridad, el desempleo y el desprestigio de la clase política, es algo que está por verse. Pero, por lo pronto, la política del amor es una de las novedades de la temporada.
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