Chilpancingo, la violencia de Estado


Eduardo Nava Hernández / Cambio de Michoacán

Las imágenes y videos que desde la tarde del 12 de diciembre se difundieron de la cacería y asesinato de jóvenes normalistas en Chilpancingo, y los que más adelante se han ido conociendo, recuerdan trágicamente las escenas del 2 de octubre de 1968, las del 10 de junio de 1971, las del 20 de abril de 2006 en el Puerto Lázaro Cárdenas, las del 4 de mayo de ese mismo año en San Salvador Atenco y un largo etcétera. Fuerzas estatales —con uniforme o sin él— agreden con armas de fuego a grupos sociales desarmados que se manifiestan reivindicando un derecho o una demanda particular, y producen la muerte de algunos de sus miembros.

En este caso, policías federales, preventivos estatales y ministeriales participaron en un operativo para despejar el bloqueo que los alumnos de la normal rural de Ayotzinapa habían establecido sobre la carretera México-Acapulco para exigir una audiencia inmediata con el gobernador de Guerrero, y produjeron la muerte a dos de ellos: Gabriel Echavarría de Jesús y José Alexis Herrera Pino. Hay al menos 24 heridos más, entre ellos uno de gravedad, José David Espíritu, y quince alumnos desaparecidos. Alrededor de 50 fueron aprehendidos por y torturados por la policía, a uno de ellos hasta hacerlo declararse culpable de haber disparado un AK47.

A través de la actual profusión de los medios testimoniales como la fotografía instantánea y el video, podemos conocer de inmediato que tanto la Policía Federal como la ministerial llevaban armas largas al operativo del 12 de diciembre, y que elementos de ambas dispararon contra los estudiantes. Sabemos también que la PF fue la primera en enfrentar la protesta estudiantil y que lo hizo con exceso de violencia, golpeando y pateando a normalistas que ya habían sido sometidos en el piso. Podemos ver cómo sus elementos accionan sus armas de fuego largas, aun si no hayan sido sus balas las que privaron de la vida a los normalistas. Pero también se han exhibido pruebas gráficas de que fueron los agentes del gobierno local quienes dirigieron sus armas letales contra los manifestantes con el trágico saldo referido.

Chilpancingo ha vuelto a mostrar la permanencia de la violencia de Estado como método y estilo de gobierno. Una forma de violencia que nos remite mentalmente cuarenta o cincuenta años a tras, pero que en realidad nunca ha dejado de estar presente: en Guerrero (Aguas Blancas 1995 y El Charco 1997), Oaxaca (2006) Chiapas, Michoacán, el Estado de México y muchas otras entidades del país. Una inercia atávica de demasiados gobernantes y meros agentes de la ley: usar la fuerza y todos los recursos de que dispone el Estado para someter a quienes de alguna forma se resisten a sus designios, llegando incluso, como en este caso, a disponer de la vida de ciudadanos sin duda inermes, por más que estuvieran en una actitud de desafío. Ramón Arriola, subsecretario de Seguridad de Guerrero y operador directo de la represión contra los normalistas declaró a los periodistas mientras aún yacían a unos metros los cuerpos de los dos estudiantes asesinados: “El gobernador me ordenó limpiar, y la carretera está limpia”.

Las expresiones de esa violencia oficial son múltiples y tienen diversos grados. Pero todas ellas, incluido el asesinato, forman parte de la realidad mexicana actual. Dos son sus principales nutrientes: la criminalización de la vida civil y la impunidad.

La primera, la criminalización de las expresiones de la sociedad civil, ha alcanzado, como en el periodo de la “guerra sucia” de los setenta, su máxima expresión en estos cinco años de gobierno de Felipe Calderón, en que las policías, el Ejército y hasta la Marina han sido sacados a la calle bajo la lógica del real o supuesto combate al narcotráfico y la delincuencia organizada. Ello ha implicado utilizar en casi todo el territorio mexicano fuerzas regulares contra la población civil, convirtiendo al país en escenario de múltiples y cotidianas violaciones a los derechos humanos que van de los cateos y detenciones extrajudiciales a los ajusticiamientos, pasando por la desaparición forzada, la violación y la práctica sistemática de la tortura. De las ya más de 60 mil muertes que han resultado en este periodo, sólo en un mínimo porcentaje existen averiguaciones previas e investigaciones judiciales —lo que por omisión constituye una grave responsabilidad de las autoridades encargadas de la procuración de justicia y justifica plenamente la acusación por crímenes de lesa humanidad al gobierno de Felipe Calderón ante la Corte Penal Internacional de La Haya, además de equiparar la situación de México con la de un país en guerra—, y muchas de ellas constituyen sin duda ejecuciones a cargo de los cuerpos represivos del Estado.

Este ambiente de violencia en el que el propio Estado ha perdido parcialmente el control de sus recursos de fuerza ha permitido que la misma se vuelva contra las simples expresiones de inconformidad o lucha social, en las personas de los mismos defensores de derechos humanos o civiles, y meros familiares de víctimas: Marisela Escobedo, Nepomuceno Moreno, Pedro Leyva, José Trinidad de la Cruz, entre otros, son los casos testimoniales, mientras Felipe Calderón termina por confesar su fracaso al lamentar “profundamente” que ninguno de los tres órdenes de gobierno haya podido en este periodo evitar la “escalada de agresión y violencia contra activistas, periodistas y, también, candidatos y autoridades constitucionales” (La Jornada, 10 de diciembre).

La impunidad frente a los abusos de poder ha sido también prohijada ampliamente por el gobierno de quien, en campaña en 2006, se comprometió públicamente a castigar a un Mario Marín y a investigar a fondo la violencia desatada en Oaxaca por el gobernador Ulises Ruiz contra el movimiento popular. A lo largo de estos cinco años, como en un Estado de excepción, las fuerzas armadas han podido hasta ahora actuar libérrimamente frente a la población civil, bajo la justificación de actuar en operativos contra la delincuencia organizada, y disfrutando de un virtual fuero frente a los órganos ordinarios de justicia en los delitos y violaciones cometidos contra la población civil.

La represión se desbordó en Chilpancingo contra los normalistas de Ayotzinapa, como puede desbordarse en cualquier otro lugar y momento contra otros sectores de la población, como efecto de ese ambiente de violencia y del divorcio entre los órganos del Estado y la sociedad civil. Ese riesgo sólo se puede desactivar ciñendo estrictamente la actuación de los cuerpos policiacos, los cuerpos represivos y los gobernantes mismos a la legalidad y el respeto a los derechos ciudadanos. Y eso empieza por castigar de manera inequívoca y ejemplar a todos los responsables de la agresión contra los estudiantes de Ayotzinapa tanto en el gobierno local como en el federal.

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