Carta a Felipe Calderón

Epigmenio Ibarra

Se ha lanzado usted, aprovechando la ventaja estratégica que le da su posición como jefe de Estado, a una campaña intensiva para desprestigiar a quienes, haciendo uso de nuestro derecho, por amor a México, por nuestros hijos, con nuestros hijos, criticamos su estrategia de combate al narco.

Nos ha tachado de calumniadores. Ha sugerido que somos faltos de entendederas, que obedecemos a propósitos político-electorales inconfesables. Que nos mueven sólo el odio y el resentimiento. Le hace falta, señor Calderón, verse al espejo.

Todo su discurso parte de la tesis de que no hay otro camino para enfrentar al crimen y de que usted ha ido el único que ha tenido el coraje y la decisión de seguirlo.

Se presenta usted ahora diciéndose víctima de las injurias de un pequeño grupo, como el “salvador de la patria”, el cruzado dispuesto, por el bien de la nación, a enfrentarse al sacrificio, al juicio de la historia. Pero usted, señor Calderón, no pone la sangre; los muertos son otros, son de otros.

Gastando miles de millones de pesos del erario, aprovechándose de la reverencia atávica de los medios frente al poder, ha logrado establecer, al menos entre seguidores, gente atenazada por el miedo e incautos, la falsa disyuntiva: o se está de acuerdo con su estrategia o se está contra México y con los criminales.

Lo cierto, señor Calderón, es que ha procedido, por decir lo menos, irresponsablemente.

Lo cierto, señor Calderón, es que, al incitar al linchamiento, ha puesto en peligro la vida de cientos, quizá miles de ciudadanos. Ya jugó a sembrar el encono y la discordia en 2006; ahora, literalmente, juega con fuego.

Lo cierto también es que ha promovido la acción de esos golpeadores que abundan en su gabinete y en su partido y ha puesto a los aparatos de inteligencia operativa en las redes sociales y a los mecanismos de guerra sucia propagandística a actuar con virulencia contra sus opositores.

No hablo, créame, por los firmantes de la petición a la CPI de La Haya para que lo procese por su responsabilidad, en tanto comandante en jefe y artífice de la estrategia de combate contra el narco, por los crímenes de guerra que aquí se han cometido.

Nosotros, los 23 mil, contra los cuales amenaza usted con proceder legalmente, estamos listos para hacerle frente. Ni somos calumniadores ni nos hacemos para atrás. En los tribunales, si usted quiere, nos veremos las caras.

Hablo, señor Calderón, de otros; de los mas valiosos y también los mas vulnerables; de los defensores de derechos humanos, de los activistas por la paz que en las regiones mas peligrosas del país, luchando todos los días, se ven atrapados entre dos fuegos.

Cada vez que usted sale en la televisión —y sale muchas veces— incitando al linchamiento de sus críticos pone una diana en el pecho de uno de estos luchadores sociales.

Cada vez que se atreve usted a sugerir —y también lo hace con mucha frecuencia— que quien se opone a la guerra está por la negociación con los criminales, o de plano trabaja para ellos, firma una sentencia de muerte.

Ya de por sí el crimen organizado anda tras ellos. Ya de por sí usted y su gobierno se han mostrado incapaces de ofrecer protección a quienes, como Nepomuceno Morales, se la solicitaron personalmente.

Sus acusaciones a críticos, defensores de derechos humanos, activistas por la paz, es tomado por funcionarios, soldados y policías agobiados por el combate, marcados por la pérdida de sus compañeros y la amenaza constante contra sus vidas y las de sus familiares como instrucción de hacerse a un lado o, peor aún, como una orden para desbrozar el camino.

Otro tanto sucede con esos a los que la justicia por propia mano les parece la única solución y andan buscando, como los criminales, dar lecciones, con muertes ejemplares, a sus enemigos.

Habla usted mucho de la guerra y la conoce poco. Dudo, que mas allá de su identificación propagandística con las víctimas, sepa usted lo que se siente estar bajo fuego, o lo que la tensión, el peligro y el miedo provocan en cualquier ser humano.

Yo he vivido de cerca el horror de la guerra. He visto también como la opinión de un líder, un juicio a la ligera de un comandante pueden costarle la vida a un ciudadano cualquiera.

He sido testigo de cómo la propaganda, los dogmas de fe del poder autoritario, hacen ver a quienes lo sirven, enemigos a granel y los mueven a considerar como necesaria y urgente la muerte de esos que se consideran un obstáculo.

Lo he visto a usted, señor Calderón, en cuarteles y desfiles; jamás con los soldados en el terreno, con esos que manda a matar y a morir. Tampoco lo he visto, fuera de sus zonas de confort, reunirse, siquiera, con las víctimas.

Desató usted la guerra. Una guerra en la que hay siempre mas muertos y heridos, y que antes que traer paz y seguridad —ahí están los hechos— ha exacerbado la violencia.

Deténgase, se lo exijo, guarde, al menos, frente a esta patria herida, respetuoso silencio.

No siga ya alimentando con sangre inocente, víctima de su retórica incendiaria, de su intolerancia frente a la crítica, de sus ambiciones políticas a la guerra que es, lo dice César Vallejo, un monstruo grande y pisa fuerte.

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