Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Es momento de que la palabra y el compromiso adquirido recuperen su valor ético, reafirmen la civilidad y el comportamiento honesto, porque México no será Colombia, pues no tiene un movimiento armado revolucionario desde hace más de diez lustros, como en esa nación, pero sí puede convertirse en el vertedero de todo lo que no quiere ser aceptado en Estados Unidos.
Es momento de que quienes aspiran a la Presidencia de la República busquen la reconciliación nacional, desmientan al actual titular del Ejecutivo en funciones, cuyo principal empeño ha sido y es confrontar a los mexicanos en el discurso y en los hechos, en la idea absurda de legitimarse a través de una guerra que no era de él, pero que hizo suya sin ningún argumento que pueda ser atendible, porque otros métodos para combatir a la delincuencia organizada siempre estuvieron a mano, pero se trataba de privilegiar el compromiso diplomático adquirido con la Casa Blanca, por sobre el mandato constitucional que aceptó al asumir el cargo.
Reitero, es momento de desacreditar, con el valor que les confiere su aspiración a dirigir esta aterida nación, las políticas públicas que criminalizan a las víctimas, que favorecen la desaparición, la trata, la muerte y las fosas clandestinas, que dividen al país en mexicanos buenos y malos, que lo transforman en una sociedad de delatores y confrontan para debilitar ante las necesidades que de los recursos no renovables que poseen los mexicanos tiene Estados Unidos.
Si no se ponen de acuerdo entre ellos -me refiero a los aspirantes a suceder a Felipe Calderón en ese terrible cargo- para llamar a la reconciliación nacional, para verse como contendientes y no como enemigos; si no establecen reglas del juego electoral que unan con criterio y capacidad de crítica, porque no se trata de crear una masa amorfa que todo lo apruebe, el neopanismo habrá ganado la partida e impondrá un gobierno ajeno a los mexicanos, sin necesidad de haber ido a buscarlo a Miramar.
Es el momento de unir criterios y voluntades para conceptuar la transición, proponerla e instrumentarla; para ello se necesita, además de la reconciliación nacional, de una buena dosis de humildad como la que caracterizó a Adolfo Suárez cuando comprendió cuál era su papel una vez que el Caudillo murió y fue enterrado, una vez que hubo convencido a Santiago Carrillo y a Juan Carlos. No creo que los mexicanos necesiten de otra guerra civil para llegar a esa conclusión.
Dado el nivel intelectual y el sesgo doctrinario que tienen los aspirantes del PAN, esta importante, trascendente responsabilidad recae en Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto. ¿Sabrán qué tan importante es que ellos coincidan y lleguen a acuerdos? Eso espero, pues de otra manera resultaría incongruente la pregunta de Manlio Fabio Beltrones al declinar: “Unidad, ¿para qué?”
Es momento de que la palabra y el compromiso adquirido recuperen su valor ético, reafirmen la civilidad y el comportamiento honesto, porque México no será Colombia, pues no tiene un movimiento armado revolucionario desde hace más de diez lustros, como en esa nación, pero sí puede convertirse en el vertedero de todo lo que no quiere ser aceptado en Estados Unidos.
Es momento de que quienes aspiran a la Presidencia de la República busquen la reconciliación nacional, desmientan al actual titular del Ejecutivo en funciones, cuyo principal empeño ha sido y es confrontar a los mexicanos en el discurso y en los hechos, en la idea absurda de legitimarse a través de una guerra que no era de él, pero que hizo suya sin ningún argumento que pueda ser atendible, porque otros métodos para combatir a la delincuencia organizada siempre estuvieron a mano, pero se trataba de privilegiar el compromiso diplomático adquirido con la Casa Blanca, por sobre el mandato constitucional que aceptó al asumir el cargo.
Reitero, es momento de desacreditar, con el valor que les confiere su aspiración a dirigir esta aterida nación, las políticas públicas que criminalizan a las víctimas, que favorecen la desaparición, la trata, la muerte y las fosas clandestinas, que dividen al país en mexicanos buenos y malos, que lo transforman en una sociedad de delatores y confrontan para debilitar ante las necesidades que de los recursos no renovables que poseen los mexicanos tiene Estados Unidos.
Si no se ponen de acuerdo entre ellos -me refiero a los aspirantes a suceder a Felipe Calderón en ese terrible cargo- para llamar a la reconciliación nacional, para verse como contendientes y no como enemigos; si no establecen reglas del juego electoral que unan con criterio y capacidad de crítica, porque no se trata de crear una masa amorfa que todo lo apruebe, el neopanismo habrá ganado la partida e impondrá un gobierno ajeno a los mexicanos, sin necesidad de haber ido a buscarlo a Miramar.
Es el momento de unir criterios y voluntades para conceptuar la transición, proponerla e instrumentarla; para ello se necesita, además de la reconciliación nacional, de una buena dosis de humildad como la que caracterizó a Adolfo Suárez cuando comprendió cuál era su papel una vez que el Caudillo murió y fue enterrado, una vez que hubo convencido a Santiago Carrillo y a Juan Carlos. No creo que los mexicanos necesiten de otra guerra civil para llegar a esa conclusión.
Dado el nivel intelectual y el sesgo doctrinario que tienen los aspirantes del PAN, esta importante, trascendente responsabilidad recae en Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto. ¿Sabrán qué tan importante es que ellos coincidan y lleguen a acuerdos? Eso espero, pues de otra manera resultaría incongruente la pregunta de Manlio Fabio Beltrones al declinar: “Unidad, ¿para qué?”
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