Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Felipe Calderón carga desde hace mucho con mal fario: fallecen sus amigos y si fuese dueño del circo le crecerían los enanos.
Ofrece un diagnóstico acertado, comprensible de su percepción del mundo, como cuando en Cannes, ante los integrantes del G-20 que recibirá en Los Cabos en 2012, advirtió que no hay comercio justo, para de inmediato dejarse llevar por su experiencia como presidente de México y afirmar, sin el menor reparo, que para solucionar la crisis europea y ayudar a Grecia a salir del hoyo, sólo es necesario incrementar mensualmente el precio de la gasolina, sin siquiera darse cuenta que esa política lleva al país a convertirse en los Balcanes americanos.
Sonríe sin rubor alguno ante el resultado de los comicios en Michoacán, no desea percatarse de que lo ocurrido es producto de sus políticas de intimidación, propiciadas por la violencia represiva de las fuerzas del orden en contra de la delincuencia organizada, pero con la intención de sustituir la dinastía de los Cárdenas por la de los Calderón. Es la necesaria modificación de la ingeniería social la que determina decisiones, y con ella también el retroceso del mapeo ideológico que facilitaba los acuerdos y permitía la gobernabilidad. Es el comercio injusto de la política, del poder y las ideas, pues.
Y está el comercio injusto de armas, destinado a debilitar al país, que no al gobierno, pues éste ya está a las órdenes de intereses ajenos a los nacionales, por más cuadratura al círculo que quieran encontrar para la aceptación unánime, muda de sus políticas públicas, las que únicamente llevan al desconcierto y al desánimo, a la carencia de ideas y propuestas, a la inviabilidad de una transición cada día más lejana, más considerada una utopía porque ya lo único que está en disputa es el control de la hacienda pública y la posibilidad de nombrar o no a los integrantes del Congreso, del Poder Judicial y a los del Poder Ejecutivo.
Y el comercio injusto e ilegal de estupefacientes, iniciado en este país a petición del gobierno estadounidense durante la II Guerra Mundial, cuyo centro de producción se trasladó después y como consecuencia de la guerra de Vietnam a Colombia, para regresar a territorio mexicano con motivo del Acta Patriótica y la revisión de las estrategias de seguridad nacional de Estados Unidos.
Y el de seres humanos, el que debe terminar en fosas clandestinas, con los cráneos abiertos o la laringe destrozada; efectivamente, no hay comercio justo, Felipe Calderón tiene razón cuando lo señala ante el G-20, y pocos días después llega el informe de Human Rights Watch para hacer partícipe a la sociedad de que ese injusto comercio que domina al mundo tiene como escenario de primera al territorio mexicano, con su cauda de muertes, mentiras, conjeturas, conspiraciones y engaños para que la sociedad sea dócil, no se encrespe como en Grecia.
Felipe Calderón carga desde hace mucho con mal fario: fallecen sus amigos y si fuese dueño del circo le crecerían los enanos.
Ofrece un diagnóstico acertado, comprensible de su percepción del mundo, como cuando en Cannes, ante los integrantes del G-20 que recibirá en Los Cabos en 2012, advirtió que no hay comercio justo, para de inmediato dejarse llevar por su experiencia como presidente de México y afirmar, sin el menor reparo, que para solucionar la crisis europea y ayudar a Grecia a salir del hoyo, sólo es necesario incrementar mensualmente el precio de la gasolina, sin siquiera darse cuenta que esa política lleva al país a convertirse en los Balcanes americanos.
Sonríe sin rubor alguno ante el resultado de los comicios en Michoacán, no desea percatarse de que lo ocurrido es producto de sus políticas de intimidación, propiciadas por la violencia represiva de las fuerzas del orden en contra de la delincuencia organizada, pero con la intención de sustituir la dinastía de los Cárdenas por la de los Calderón. Es la necesaria modificación de la ingeniería social la que determina decisiones, y con ella también el retroceso del mapeo ideológico que facilitaba los acuerdos y permitía la gobernabilidad. Es el comercio injusto de la política, del poder y las ideas, pues.
Y está el comercio injusto de armas, destinado a debilitar al país, que no al gobierno, pues éste ya está a las órdenes de intereses ajenos a los nacionales, por más cuadratura al círculo que quieran encontrar para la aceptación unánime, muda de sus políticas públicas, las que únicamente llevan al desconcierto y al desánimo, a la carencia de ideas y propuestas, a la inviabilidad de una transición cada día más lejana, más considerada una utopía porque ya lo único que está en disputa es el control de la hacienda pública y la posibilidad de nombrar o no a los integrantes del Congreso, del Poder Judicial y a los del Poder Ejecutivo.
Y el comercio injusto e ilegal de estupefacientes, iniciado en este país a petición del gobierno estadounidense durante la II Guerra Mundial, cuyo centro de producción se trasladó después y como consecuencia de la guerra de Vietnam a Colombia, para regresar a territorio mexicano con motivo del Acta Patriótica y la revisión de las estrategias de seguridad nacional de Estados Unidos.
Y el de seres humanos, el que debe terminar en fosas clandestinas, con los cráneos abiertos o la laringe destrozada; efectivamente, no hay comercio justo, Felipe Calderón tiene razón cuando lo señala ante el G-20, y pocos días después llega el informe de Human Rights Watch para hacer partícipe a la sociedad de que ese injusto comercio que domina al mundo tiene como escenario de primera al territorio mexicano, con su cauda de muertes, mentiras, conjeturas, conspiraciones y engaños para que la sociedad sea dócil, no se encrespe como en Grecia.
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