Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Nadie puede decir que Felipe Calderón no ha pagado de más por haber desafiado a las estrellas y ganado la Presidencia. En cinco años perdió no sólo a dos de sus tres secretarios de Gobernación en trágicos accidentes, sino que ambos, Juan Camilo Mouriño y José Francisco Blake, eran sus amigos, casi camaradas. Para su infortunio, no ha sido lo único que ha golpeado su gestión.
La naturaleza también lo ha sacudido, con inundaciones devastadoras en el sureste del país cuando apenas alcanzaba la madurez su gobierno, y con la peor sequía en 100 años en la recta final de su mandato. Una extraña mutación del virus de la influenza desató la pandemia del A1H1, que detuvo en seco el aparato productivo, que aún no terminaba de equilibrarse cuando en Estados Unidos estalló la crisis del crédito y se licuó el sistema financiero.
La Presidencia de Calderón ha sido de intensos sobresaltos, donde el ritmo cardíaco lo ha marcado la guerra contra el narcotráfico, que casi suma 50 mil muertos –el total de soldados estadounidenses que murieron en la guerra de Vietnam–, que no fue producto de su mal fario sino de su propio diseño de gobierno. Pero la decisión de ir contra el crimen organizado le generó uno de los peores entornos de opinión política que se recuerdan en la historia reciente de los asuntos públicos mexicanos, con la peor suerte que ha tenido un Presidente mexicano en una generación.
José López Portillo tuvo una crisis financiera aguda, pero no producto de la fortuna, sino de yerros en la política económica de su antecesor, que se agravaron por decisiones económicas en la parte final de su gobierno. Miguel de la Madrid recibió un país muy lastimado, al que se le vertió alcohol por la crisis del petróleo en 1983 y que lo exhibió cuando se paralizó en el terremoto en la Ciudad de México en 1985. A Carlos Salinas, que se pensaba en el primer lugar de la historia de los presidentes mexicanos, le asesinaron a Luis Donaldo Colosio, quien no sólo era su delfín, sino que era un producto que él había inventado, lo había tallado y lo había hecho para proyectarse en él, cuando dejara de vivir en Los Pinos. Ernesto Zedillo tomó la economía nacional con pinzas del salinismo, y a los 19 días de asumir la Presidencia, le estalló la crisis económica que quebró el sistema de pagos nacional.
Pero nadie como Calderón tuvo tantos incidentes trágicos y difíciles durante su sexenio. De hecho, nadie como él sufrió tanto para poder llegar a la Presidencia y continuar ahí el dolor.
Calderón estuvo a punto de no ser Presidente. Los buenos oficios de priístas durante los tiempos de la calificación de la elección presidencial en el Tribunal Electoral, contribuyeron a sepultar las denuncias de fraude que levantó el candidato perdedor Andrés Manuel López Obrador. La forma como no se procesó el conflicto postelectoral lo llevó al punto de no poder tomar posesión por la rebelión de la izquierda que incluso planeaba –un sector–, llevar al extremo con bombas molotov en San Lázaro el día que tomara protesta. La prudencia de los líderes camarales del PRD, la no necedad de sabotear el acto de López Obrador, y una vez más el trabajo político del PRI en la Cámara, con Emilio Gamboa a la cabeza, lo ayudaron a transitar constitucionalmente hacia Los Pinos.
Empezó muy mal, y los leales a López Obrador, con su escudero Gerardo Fernández Noroña, acosaron sistemáticamente a Calderón durante meses, ya como Presidente, para hacerle la vida institucional imposible. Eran cosas de la política, que se tenían que resolver con paciencia, hasta que se agotaran los inconformes beligerantes, o con política. Como esto último no fue posible, amarrarse el hígado fue la solución. Lo demás, ni tenía solución política, ni era el hígado la forma existencial de soportarlo, sino el estómago y la cabeza.
Calderón es un político de tiempo completo. Pero además, es un político de verdad. Frío, sin escrúpulos, que ha sabido apretar el alma en los momentos más difíciles. En las inundaciones se puso las botas de hule antes que los gobernadores de los estados afectados. En las crisis naturales suspendió todo para ir directamente a los lugares siniestrados. Tomó la decisión de parar al país para evitar que la pandemia de la influenza costara vidas, y cuando murió Mouriño, su alter ego, su proyecto transexenal, lloró en privado y no mostró flaqueza en público.
Eso mismo hizo este viernes, cuando dio un mensaje a la nación para hablar sobre la tragedia donde murió su secretario de Gobernación. Aguantó la emoción y no se quebró. Eso, sin menoscabo de estar de acuerdo o no con él en su gobierno y su forma de conducir los asuntos públicos, se agradece. Confirma que puede ser muchas cosas pero frívolo, no.
Nadie puede decir que Felipe Calderón no ha pagado de más por haber desafiado a las estrellas y ganado la Presidencia. En cinco años perdió no sólo a dos de sus tres secretarios de Gobernación en trágicos accidentes, sino que ambos, Juan Camilo Mouriño y José Francisco Blake, eran sus amigos, casi camaradas. Para su infortunio, no ha sido lo único que ha golpeado su gestión.
La naturaleza también lo ha sacudido, con inundaciones devastadoras en el sureste del país cuando apenas alcanzaba la madurez su gobierno, y con la peor sequía en 100 años en la recta final de su mandato. Una extraña mutación del virus de la influenza desató la pandemia del A1H1, que detuvo en seco el aparato productivo, que aún no terminaba de equilibrarse cuando en Estados Unidos estalló la crisis del crédito y se licuó el sistema financiero.
La Presidencia de Calderón ha sido de intensos sobresaltos, donde el ritmo cardíaco lo ha marcado la guerra contra el narcotráfico, que casi suma 50 mil muertos –el total de soldados estadounidenses que murieron en la guerra de Vietnam–, que no fue producto de su mal fario sino de su propio diseño de gobierno. Pero la decisión de ir contra el crimen organizado le generó uno de los peores entornos de opinión política que se recuerdan en la historia reciente de los asuntos públicos mexicanos, con la peor suerte que ha tenido un Presidente mexicano en una generación.
José López Portillo tuvo una crisis financiera aguda, pero no producto de la fortuna, sino de yerros en la política económica de su antecesor, que se agravaron por decisiones económicas en la parte final de su gobierno. Miguel de la Madrid recibió un país muy lastimado, al que se le vertió alcohol por la crisis del petróleo en 1983 y que lo exhibió cuando se paralizó en el terremoto en la Ciudad de México en 1985. A Carlos Salinas, que se pensaba en el primer lugar de la historia de los presidentes mexicanos, le asesinaron a Luis Donaldo Colosio, quien no sólo era su delfín, sino que era un producto que él había inventado, lo había tallado y lo había hecho para proyectarse en él, cuando dejara de vivir en Los Pinos. Ernesto Zedillo tomó la economía nacional con pinzas del salinismo, y a los 19 días de asumir la Presidencia, le estalló la crisis económica que quebró el sistema de pagos nacional.
Pero nadie como Calderón tuvo tantos incidentes trágicos y difíciles durante su sexenio. De hecho, nadie como él sufrió tanto para poder llegar a la Presidencia y continuar ahí el dolor.
Calderón estuvo a punto de no ser Presidente. Los buenos oficios de priístas durante los tiempos de la calificación de la elección presidencial en el Tribunal Electoral, contribuyeron a sepultar las denuncias de fraude que levantó el candidato perdedor Andrés Manuel López Obrador. La forma como no se procesó el conflicto postelectoral lo llevó al punto de no poder tomar posesión por la rebelión de la izquierda que incluso planeaba –un sector–, llevar al extremo con bombas molotov en San Lázaro el día que tomara protesta. La prudencia de los líderes camarales del PRD, la no necedad de sabotear el acto de López Obrador, y una vez más el trabajo político del PRI en la Cámara, con Emilio Gamboa a la cabeza, lo ayudaron a transitar constitucionalmente hacia Los Pinos.
Empezó muy mal, y los leales a López Obrador, con su escudero Gerardo Fernández Noroña, acosaron sistemáticamente a Calderón durante meses, ya como Presidente, para hacerle la vida institucional imposible. Eran cosas de la política, que se tenían que resolver con paciencia, hasta que se agotaran los inconformes beligerantes, o con política. Como esto último no fue posible, amarrarse el hígado fue la solución. Lo demás, ni tenía solución política, ni era el hígado la forma existencial de soportarlo, sino el estómago y la cabeza.
Calderón es un político de tiempo completo. Pero además, es un político de verdad. Frío, sin escrúpulos, que ha sabido apretar el alma en los momentos más difíciles. En las inundaciones se puso las botas de hule antes que los gobernadores de los estados afectados. En las crisis naturales suspendió todo para ir directamente a los lugares siniestrados. Tomó la decisión de parar al país para evitar que la pandemia de la influenza costara vidas, y cuando murió Mouriño, su alter ego, su proyecto transexenal, lloró en privado y no mostró flaqueza en público.
Eso mismo hizo este viernes, cuando dio un mensaje a la nación para hablar sobre la tragedia donde murió su secretario de Gobernación. Aguantó la emoción y no se quebró. Eso, sin menoscabo de estar de acuerdo o no con él en su gobierno y su forma de conducir los asuntos públicos, se agradece. Confirma que puede ser muchas cosas pero frívolo, no.
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