Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Si el ser humano generalmente se niega a aceptar su paso al frente en el proceso de decadencia, los dedicados a la política, a los asuntos del poder, se niegan a reconocer cuando pasaron de moda, cuando dejaron de ejercer ese influjo, esa seducción sobre la sociedad, para cautivarla y tenerla sujeta a los designios de su voluntad.
Tenemos ejemplos terribles de la ceguera de quienes aspiran a seguir mangoneando. Por ejemplo, ¿quién confía hoy en Joaquín Gamboa Pascoe? Ya no convence ni a sus hijos, ya no digamos a sus nietos. Permanece al frente de la CTM porque el Congreso del Trabajo es un cascarón, porque el movimiento obrero es inexistente, y quien más poder tiene en el ámbito sindical es la maestra de todos los precandidatos.
Para ser decadente no se requiere ser mayor. La disminución de las capacidades físicas nada tiene que ver con la reducción o inexistencia del coeficiente intelectual. La decadencia, por lo regular, va acompañada de cierta dosis de estupidez combinada a partes iguales con el regreso de la ingenuidad a la manera de comportarse de quien dejó de ser parte activa, vital, trascendente y determinante en los quehaceres públicos. La primera de sus manifestaciones es negarse a ver la realidad, apreciarla, considerarla, asumirla. Quieren, los decadentes, regresar al pasado, al modelo político en el que podían hacer las cosas sin imaginación, sin esfuerzo, nada más impulsados por la inercia.
Hoy, lo que está en decadencia es el presidencialismo mexicano, el conceptuado como producto de la Constitución de 1917, dotado de poderes metaconstitucionales por Plutarco Elías Calles, pero sobre todo por Lázaro Cárdenas del Río. Pensar en restaurarlo, recuperarlo para poner orden en esta nación, y además hacerlo, será profundizar y acelerar más esa decadencia que pone en manos de los poderes fácticos anidados en Estados Unidos, el destino de todos los mexicanos.
Reformar, cambiar, hacer nuevo el modelo político no es fácil, porque para ello se requiere transformar la manera de ser del mexicano, acostumbrado a obedecer al tlatoani, lo que en los tiempos que corren no es garantía de orden y progreso, sino de ese retroceso que convierte a los países en “ballenas francas”, tierras a las que cualquiera puede saquear sin consecuencia alguna, porque es inexistente un gobierno respaldado por la sociedad, como ocurrió con Cuba cuando gobernaba Fulgencio Batista, o con Polonia entre las dos guerras y hasta que cayó el muro de Berlín.
Quien haya visitado una fábrica quebrada, una universidad mediatizada, una escuela cuya dirección vaya al buen tún tún, o una cárcel en la que manden los reos, podrá percibir de qué trata este texto y hacia dónde conduce el regreso del presidencialismo absolutista, con aspiraciones de resucitar lo que está muerto y enterrado, aunque no sustituido, para desgracia de los mexicanos.
Si el ser humano generalmente se niega a aceptar su paso al frente en el proceso de decadencia, los dedicados a la política, a los asuntos del poder, se niegan a reconocer cuando pasaron de moda, cuando dejaron de ejercer ese influjo, esa seducción sobre la sociedad, para cautivarla y tenerla sujeta a los designios de su voluntad.
Tenemos ejemplos terribles de la ceguera de quienes aspiran a seguir mangoneando. Por ejemplo, ¿quién confía hoy en Joaquín Gamboa Pascoe? Ya no convence ni a sus hijos, ya no digamos a sus nietos. Permanece al frente de la CTM porque el Congreso del Trabajo es un cascarón, porque el movimiento obrero es inexistente, y quien más poder tiene en el ámbito sindical es la maestra de todos los precandidatos.
Para ser decadente no se requiere ser mayor. La disminución de las capacidades físicas nada tiene que ver con la reducción o inexistencia del coeficiente intelectual. La decadencia, por lo regular, va acompañada de cierta dosis de estupidez combinada a partes iguales con el regreso de la ingenuidad a la manera de comportarse de quien dejó de ser parte activa, vital, trascendente y determinante en los quehaceres públicos. La primera de sus manifestaciones es negarse a ver la realidad, apreciarla, considerarla, asumirla. Quieren, los decadentes, regresar al pasado, al modelo político en el que podían hacer las cosas sin imaginación, sin esfuerzo, nada más impulsados por la inercia.
Hoy, lo que está en decadencia es el presidencialismo mexicano, el conceptuado como producto de la Constitución de 1917, dotado de poderes metaconstitucionales por Plutarco Elías Calles, pero sobre todo por Lázaro Cárdenas del Río. Pensar en restaurarlo, recuperarlo para poner orden en esta nación, y además hacerlo, será profundizar y acelerar más esa decadencia que pone en manos de los poderes fácticos anidados en Estados Unidos, el destino de todos los mexicanos.
Reformar, cambiar, hacer nuevo el modelo político no es fácil, porque para ello se requiere transformar la manera de ser del mexicano, acostumbrado a obedecer al tlatoani, lo que en los tiempos que corren no es garantía de orden y progreso, sino de ese retroceso que convierte a los países en “ballenas francas”, tierras a las que cualquiera puede saquear sin consecuencia alguna, porque es inexistente un gobierno respaldado por la sociedad, como ocurrió con Cuba cuando gobernaba Fulgencio Batista, o con Polonia entre las dos guerras y hasta que cayó el muro de Berlín.
Quien haya visitado una fábrica quebrada, una universidad mediatizada, una escuela cuya dirección vaya al buen tún tún, o una cárcel en la que manden los reos, podrá percibir de qué trata este texto y hacia dónde conduce el regreso del presidencialismo absolutista, con aspiraciones de resucitar lo que está muerto y enterrado, aunque no sustituido, para desgracia de los mexicanos.
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