John M. Ackerman
Los mexicanos nos distinguimos por ser los latinoamericanos más desilusionados con nuestro sistema político. De acuerdo con el nuevo estudio de Latinobarómetro 2011 (www.latinobarometro.com), dado a conocer la semana pasada, solamente 23% de la población se encuentra “satisfecha con el funcionamiento de la democracia”, mientras que 73% de los encuestados están “insatisfechos”. La nuestra es la tasa de insatisfacción más grande de toda la región. Asimismo, de acuerdo con el mismo estudio, en México únicamente 31% de los encuestados expresa que tiene “mucha” o “algo” de confianza en el gobierno.
Estos alarmantes datos hablan muy bien de los mexicanos, quienes no tienen empacho en reconocer el mediocre desempeño de sus instituciones políticas. Mucho peor estaríamos si además de sufrir las consecuencias de la disfuncionalidad gubernamental también estuviéramos “satisfechos” con este fracaso y confiásemos ciegamente en nuestras autoridades. Los datos confirman la sana conciencia crítica de los mexicanos con respecto al desempeño gubernamental.
Esta actitud escéptica nos coloca en una situación más cercana a la cultura política de Europa que a la de los demás países de América Latina. Mientras en el “nuevo mundo” un promedio de 45% expresan “mucha” o “algo” de confianza hacia su gobierno, en el “viejo continente” el porcentaje de confianza es mucho más bajo y alcanza 29%. Lo que estimula la transformación institucional y el avance democrático no es la complacencia, y mucho menos la autocomplacencia, sino precisamente una sostenida insatisfacción ciudadana que lleve a la población a exigir más y mejores garantías a las autoridades.
Los mexicanos también tienen mucha claridad con respecto a las raíces de la crisis que actualmente aqueja al país. Señalan a la corrupción como el problema más importante, el 55% de la población la ubican como el principal asunto “que le falta a la democracia en el país”. Asimismo, la gran mayoría de la población (61%) afirma que “los que menos cumplen con la ley” en México son “los ricos”. Y solamente 22% de la población cree “que se gobierna en bien de todo el pueblo”, 2% menos que en 2010. Solamente Guatemala, El Salvador, Honduras, República Dominicana y Costa Rica tienen porcentajes menores en esta última medición.
Las condiciones están dadas para el surgimiento de un fuerte movimiento de indignación ciudadana a favor de una democracia más justa y verdadera. Sin embargo, también existe el riesgo de que este sano nivel de insatisfacción y desconfianza se convierta más bien en desilusión, depresión e inacción en lugar de abrir paso a mayores exigencias ciudadanas.
El mismo estudio de Latinobarómetro incluye datos importantes al respecto. Por ejemplo, la población mexicana tiene una de las tasas más bajas de creencia en la capacidad del Estado para resolver los problemas del país. Solamente un poco más que la tercera parte de los encuestados tienen la convicción de que “el Estado puede solucionar” los asuntos de la corrupción, la pobreza, la delincuencia, y el narcotráfico. Solamente Honduras y Guatemala tienen un nivel de pesimismo ciudadano más pronunciado. Este dato indica un notable “desempoderamiento” (disempowerment) o falta de sensación de “eficacia ciudadana” entre la población. Es decir, si bien los mexicanos son sumamente críticos del desempeño de las autoridades, creen que los problemas son simplemente imposibles de resolver. La razón principal por la falta de una explosión social más fuerte hoy en México, al estilo de España, Chile o Estados Unidos, no sería entonces una “apatía” generalizada, sino una depresión social profunda que inmoviliza a la sociedad.
La clase política, y en particular el candidato puntero en las encuestas Enrique Peña Nieto, le apuesta a mantener este pesimismo y depresión, ya que ello es lo único que hoy mantiene controlada a la sociedad. Sobre todo hoy que nos encontramos en la antesala de las elecciones más grandes de la historia en México, con la renovación simultánea, el 1 de julio de 2012, de la Presidencia de la República, el Senado de la República, la Cámara de Diputados, 7 gobernadores y 15 congresos locales, es sumamente importante para la mayor parte de los políticos que la participación social no se desborde, ni dentro ni fuera de las urnas.
Por mucho que públicamente reconozcan la importancia de la participación ciudadana, lo que realmente les conviene a los partidos es que la votación se circunscriba al voto corporativo. Asimismo, durante los procesos electorales los movimientos sociales son vistos como francas amenazas para las campañas políticas.
Pero esta estrategia de contención presenta riesgos mayúsculos. Tarde o temprano la indignación y la tradicional conciencia ciudadana de los mexicanos se asomarán de nuevo al escenario nacional, tal y como ha ocurrido en tantas otras ocasiones a lo largo del último siglo. Lo único que hace falta como chispa detonadora es que la sociedad vea con optimismo las posibilidades de un cambio real y así se sacuda de la depresión que hoy la tiene desmovilizada.
Si la política electoral no es capaz de abrir un cauce para estas inquietudes, necesariamente tendrán que manifestarse por otras vías. En este caso el periodo poselectoral y de transición entre gobiernos en 2012 podría llegar a ser uno de los más complicados de la historia reciente, marcados por una fuerte movilización social y debilitamiento institucional.
El gran reto para el sistema político, y en particular para la izquierda, es entonces dar cabida dentro del actual proceso electoral a la indignación ciudadana que hierve bajo la superficie, en lugar de esperar para cuando podría ser demasiado tarde. Solamente un acercamiento al enorme caudal de ciudadanos que repudian al sistema como tal, en lugar de una búsqueda fantasiosa del apoyo de una “clase media” sobredimensionada o del insignificante “voto moderado”, es lo que podría transformar los términos de la competencia electoral y abrir la puerta para la recuperación de la confianza en el sistema político y el desarrollo democrático en el país.
Los mexicanos nos distinguimos por ser los latinoamericanos más desilusionados con nuestro sistema político. De acuerdo con el nuevo estudio de Latinobarómetro 2011 (www.latinobarometro.com), dado a conocer la semana pasada, solamente 23% de la población se encuentra “satisfecha con el funcionamiento de la democracia”, mientras que 73% de los encuestados están “insatisfechos”. La nuestra es la tasa de insatisfacción más grande de toda la región. Asimismo, de acuerdo con el mismo estudio, en México únicamente 31% de los encuestados expresa que tiene “mucha” o “algo” de confianza en el gobierno.
Estos alarmantes datos hablan muy bien de los mexicanos, quienes no tienen empacho en reconocer el mediocre desempeño de sus instituciones políticas. Mucho peor estaríamos si además de sufrir las consecuencias de la disfuncionalidad gubernamental también estuviéramos “satisfechos” con este fracaso y confiásemos ciegamente en nuestras autoridades. Los datos confirman la sana conciencia crítica de los mexicanos con respecto al desempeño gubernamental.
Esta actitud escéptica nos coloca en una situación más cercana a la cultura política de Europa que a la de los demás países de América Latina. Mientras en el “nuevo mundo” un promedio de 45% expresan “mucha” o “algo” de confianza hacia su gobierno, en el “viejo continente” el porcentaje de confianza es mucho más bajo y alcanza 29%. Lo que estimula la transformación institucional y el avance democrático no es la complacencia, y mucho menos la autocomplacencia, sino precisamente una sostenida insatisfacción ciudadana que lleve a la población a exigir más y mejores garantías a las autoridades.
Los mexicanos también tienen mucha claridad con respecto a las raíces de la crisis que actualmente aqueja al país. Señalan a la corrupción como el problema más importante, el 55% de la población la ubican como el principal asunto “que le falta a la democracia en el país”. Asimismo, la gran mayoría de la población (61%) afirma que “los que menos cumplen con la ley” en México son “los ricos”. Y solamente 22% de la población cree “que se gobierna en bien de todo el pueblo”, 2% menos que en 2010. Solamente Guatemala, El Salvador, Honduras, República Dominicana y Costa Rica tienen porcentajes menores en esta última medición.
Las condiciones están dadas para el surgimiento de un fuerte movimiento de indignación ciudadana a favor de una democracia más justa y verdadera. Sin embargo, también existe el riesgo de que este sano nivel de insatisfacción y desconfianza se convierta más bien en desilusión, depresión e inacción en lugar de abrir paso a mayores exigencias ciudadanas.
El mismo estudio de Latinobarómetro incluye datos importantes al respecto. Por ejemplo, la población mexicana tiene una de las tasas más bajas de creencia en la capacidad del Estado para resolver los problemas del país. Solamente un poco más que la tercera parte de los encuestados tienen la convicción de que “el Estado puede solucionar” los asuntos de la corrupción, la pobreza, la delincuencia, y el narcotráfico. Solamente Honduras y Guatemala tienen un nivel de pesimismo ciudadano más pronunciado. Este dato indica un notable “desempoderamiento” (disempowerment) o falta de sensación de “eficacia ciudadana” entre la población. Es decir, si bien los mexicanos son sumamente críticos del desempeño de las autoridades, creen que los problemas son simplemente imposibles de resolver. La razón principal por la falta de una explosión social más fuerte hoy en México, al estilo de España, Chile o Estados Unidos, no sería entonces una “apatía” generalizada, sino una depresión social profunda que inmoviliza a la sociedad.
La clase política, y en particular el candidato puntero en las encuestas Enrique Peña Nieto, le apuesta a mantener este pesimismo y depresión, ya que ello es lo único que hoy mantiene controlada a la sociedad. Sobre todo hoy que nos encontramos en la antesala de las elecciones más grandes de la historia en México, con la renovación simultánea, el 1 de julio de 2012, de la Presidencia de la República, el Senado de la República, la Cámara de Diputados, 7 gobernadores y 15 congresos locales, es sumamente importante para la mayor parte de los políticos que la participación social no se desborde, ni dentro ni fuera de las urnas.
Por mucho que públicamente reconozcan la importancia de la participación ciudadana, lo que realmente les conviene a los partidos es que la votación se circunscriba al voto corporativo. Asimismo, durante los procesos electorales los movimientos sociales son vistos como francas amenazas para las campañas políticas.
Pero esta estrategia de contención presenta riesgos mayúsculos. Tarde o temprano la indignación y la tradicional conciencia ciudadana de los mexicanos se asomarán de nuevo al escenario nacional, tal y como ha ocurrido en tantas otras ocasiones a lo largo del último siglo. Lo único que hace falta como chispa detonadora es que la sociedad vea con optimismo las posibilidades de un cambio real y así se sacuda de la depresión que hoy la tiene desmovilizada.
Si la política electoral no es capaz de abrir un cauce para estas inquietudes, necesariamente tendrán que manifestarse por otras vías. En este caso el periodo poselectoral y de transición entre gobiernos en 2012 podría llegar a ser uno de los más complicados de la historia reciente, marcados por una fuerte movilización social y debilitamiento institucional.
El gran reto para el sistema político, y en particular para la izquierda, es entonces dar cabida dentro del actual proceso electoral a la indignación ciudadana que hierve bajo la superficie, en lugar de esperar para cuando podría ser demasiado tarde. Solamente un acercamiento al enorme caudal de ciudadanos que repudian al sistema como tal, en lugar de una búsqueda fantasiosa del apoyo de una “clase media” sobredimensionada o del insignificante “voto moderado”, es lo que podría transformar los términos de la competencia electoral y abrir la puerta para la recuperación de la confianza en el sistema político y el desarrollo democrático en el país.
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