José Carreño Figueras
Hace algunos meses, a principios de este año, las autoridades estadounidenses decidieron calladamente que ante la inminencia de la campaña presidencial en México, ningún aspirante mexicano debería ser recibido a un nivel mayor que el de subsecretario.
La idea no es ni era otra que evitar la interpretación de que el gobierno estadounidense preferiría a tal o cual posible aspirante a una candidatura presidencial en México. Y desde entonces, ningún aspirante ha sido recibido por funcionarios mayores que subsecretario. Esto no cuenta, por supuesto, para reuniones privadas.
La política ha estado en ejecución de tal forma que se afirma que uno de los presidenciables prefirió no viajar a Washington, donde estaba invitado por uno de los principales “think tanks”, que arriesgarse a no ser recibido por los funcionarios a los que deseaba ver y con los que deseaba ser visto.
Y no es que lo hagan por bonhomía o por respeto. Es conveniencia. Pese a lo que muchos piensen en México, a los Estados Unidos les conviene un país estable, con un gobierno fuerte y en control, con el que pueda negociar sobre parámetros conocidos y confiables.
El que no lo digan abiertamente no quiere decir que no tengan algún favorito, o alguien al que tal vez preferirían no ver en la silla presidencial mexicana. Pero eso no quiere decir que lo harán saber públicamente.
Y otra vez, es simple pragmatismo. ¿Para que cerrarse puertas o posibilidades de diálogo?
Muchos en el mundo en general y en México en particular solemos olvidar que los Estados Unidos son sobre todo un imperio comercial, y que los comerciantes gustan, necesitan de certidumbres, legal o política, social o cultural. En ese sentido, no les preocupa en términos reales si el próximo presidente de México se llama Enrique o Andrés Manuel, Ernesto ó Josefina, les interesa saber que van a tener reglas claras, sobre todo y particularmente ahora en lo económico.
La razón, en el caso de México, es simple. Se trata de un país con el que comparten tres mil kilómetros de frontera, que actualmente representa el 14 por ciento de su comercio exterior, es la principal fuente de migrantes -documentados o indocumentados- y su principal proveedor de drogas ilegales.
Y pese a lo que se quiera pensar, al gobierno estadounidense no le gusta la idea de un “río revuelto”, si no por otra razón que por los quebraderos de cabeza que les ocasionaría: desde los problemas en la frontera común hasta la inconveniencia económica de las dificultades de uno de sus mayores socios comerciales. Y esto, por supuesto, sin olvidar las implicaciones en términos de la considerable población mexicana o de origen mexicano en los EEUU.
Hace cinco años el entonces presidente George W. Bush afirmaba que México “ha sido y será un tema vital para futuros presidentes y es muy importante que trabajemos sobre una relación que tiene una base de beneficio mutuo, así como apertura y sinceridad cuando se trate de abordar temas difíciles”.
Esa política declarada no ha cambiado.
Hace algunos meses, a principios de este año, las autoridades estadounidenses decidieron calladamente que ante la inminencia de la campaña presidencial en México, ningún aspirante mexicano debería ser recibido a un nivel mayor que el de subsecretario.
La idea no es ni era otra que evitar la interpretación de que el gobierno estadounidense preferiría a tal o cual posible aspirante a una candidatura presidencial en México. Y desde entonces, ningún aspirante ha sido recibido por funcionarios mayores que subsecretario. Esto no cuenta, por supuesto, para reuniones privadas.
La política ha estado en ejecución de tal forma que se afirma que uno de los presidenciables prefirió no viajar a Washington, donde estaba invitado por uno de los principales “think tanks”, que arriesgarse a no ser recibido por los funcionarios a los que deseaba ver y con los que deseaba ser visto.
Y no es que lo hagan por bonhomía o por respeto. Es conveniencia. Pese a lo que muchos piensen en México, a los Estados Unidos les conviene un país estable, con un gobierno fuerte y en control, con el que pueda negociar sobre parámetros conocidos y confiables.
El que no lo digan abiertamente no quiere decir que no tengan algún favorito, o alguien al que tal vez preferirían no ver en la silla presidencial mexicana. Pero eso no quiere decir que lo harán saber públicamente.
Y otra vez, es simple pragmatismo. ¿Para que cerrarse puertas o posibilidades de diálogo?
Muchos en el mundo en general y en México en particular solemos olvidar que los Estados Unidos son sobre todo un imperio comercial, y que los comerciantes gustan, necesitan de certidumbres, legal o política, social o cultural. En ese sentido, no les preocupa en términos reales si el próximo presidente de México se llama Enrique o Andrés Manuel, Ernesto ó Josefina, les interesa saber que van a tener reglas claras, sobre todo y particularmente ahora en lo económico.
La razón, en el caso de México, es simple. Se trata de un país con el que comparten tres mil kilómetros de frontera, que actualmente representa el 14 por ciento de su comercio exterior, es la principal fuente de migrantes -documentados o indocumentados- y su principal proveedor de drogas ilegales.
Y pese a lo que se quiera pensar, al gobierno estadounidense no le gusta la idea de un “río revuelto”, si no por otra razón que por los quebraderos de cabeza que les ocasionaría: desde los problemas en la frontera común hasta la inconveniencia económica de las dificultades de uno de sus mayores socios comerciales. Y esto, por supuesto, sin olvidar las implicaciones en términos de la considerable población mexicana o de origen mexicano en los EEUU.
Hace cinco años el entonces presidente George W. Bush afirmaba que México “ha sido y será un tema vital para futuros presidentes y es muy importante que trabajemos sobre una relación que tiene una base de beneficio mutuo, así como apertura y sinceridad cuando se trate de abordar temas difíciles”.
Esa política declarada no ha cambiado.
Comentarios