Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Fue subsecretario de Gobernación cuando Jorge Carpizo, el encargado de despacho, provocó la peor crisis del gabinete de Carlos Salinas cuando renunció sin avisar y provocó una fuga de capitales de mil 800 millones de dólares. Fue ministro del interior de la rectoría de Juan Ramón de la Fuente del que fue negociador en jefe con el Consejo General de Huelga que metió a la UNAM en un largo paro al comenzar la década. Fue quien cerró la fractura que se abrió hace cinco años con el gobierno entrante de Felipe Calderón.
Son fotografías en la historia de José Narro que cuentan una parte de su biografía. Narro, rector de la UNAM, es un hombre bañado en institucionalidad, que puede ser tan duro como lo exijan las circunstancias, pero enormemente humano en el trato, que le abrió nuevos espacios a la institución y evitó que cayera en la polarización política, en cuyo vagón la había subido su antecesor De la Fuente.
Esta semana anunció que buscaría la reelección como rector de la UNAM. Sorpresa no fue. Lo malo hubiera sido no hacerlo, pues le habría ganado críticas de egoísmo e irresponsabilidad política. Parece un contrasentido que una decisión personal, se encuentre atada a una especie de obligación pública, pero Narro ya no es dueño de su destino, porque el destino lo obligó a jugar un papel en la política actual.
La sociedad no puede perder un rector que en medio de una fauna de políticos desprestigiados se ha convertido en la conciencia crítica, incómoda y molesta, pero necesaria en tiempos de confusión y crisis. Con su mano suave y su discurso enérgico, Narro ha elevado el valor político a la palabra que habla por la institución de educación superior más reconocida en el mundo de habla hispana.
Como conciencia crítica, se ha vuelto una voz beligerante en políticas públicas, pero cuidadoso de no romper con la presidencia. Se puede alegar que sólo dos rectores antes se encontraron en una situación similar, pero con resultados diferentes.
Javier Barros Sierra rompió con Gustavo Díaz Ordaz cuando encabezó la Marcha del Silencio durante las partes álgidas del Movimiento Estudiantil de 1968. Pablo González Casanova fue víctima de los porros a sueldo en el gobierno de Luis Echeverría, que ayudaron a destituirlo para buscar un rector menos progresista. José Narro, en tiempos de guerra, ha enfrentado al gobierno de Felipe Calderón desde el terreno de las ideas, no del dogmatismo.
Llegó a este momento tras una historia que ha corrido en dos rutas paralelas. Como médico, tuvo una carrera más administrativa que clínica, fue responsable de la Salud Pública en el Distrito Federal, secretario general en el IMSS y director de la Facultad de Medicina, la antesala de la Rectoría. Como político, siempre en la praxis, llegó de la mano de Carpizo a Gobernación, donde atestiguó el rompimiento del entonces mercurial secretario con el presidente Salinas, y su reenamoramiento. Con su amigo de 30 años, De la Fuente, llegó a la subsecretaría de Salud, en el gobierno de Ernesto Zedillo, encargado de los temas políticos.
Cuando Zedillo mandó a De la Fuente a la UNAM en medio de una huelga, Narro fue la mano política que actuó en tándem con el encanto mediático del rector para resolver el conflicto y recuperar el lustre que hizo de la Universidad la gran arena donde se dirimieron conflictos profundos entre actores políticos.
De la Fuente, un conservador convertido en liberal, terminó lleno de honores. Narro, su sucesor natural, fue votado rector por unanimidad de los 15 miembros de la Junta de Gobierno en noviembre de 2007. En su discurso inaugural, dijo de la UNAM: "Es una institución que junto con su comunidad siempre busca la manera de seguir sirviendo a las mejores causas del país y de la sociedad".
Pocos pensaban, dado el protagonismo de De la Fuente, que Narro lo lograra. El exrector se había convertido en un rockstar de la política, que enfrentó a Vicente Fox en las elecciones de 2006 y apoyaba a Andrés Manuel López Obrador. Cuando ganó la elección Calderón, dejó claro que políticamente estaba en el bando de quienes pensaban que había existido un fraude electoral. Lo políticamente correcto de De la Fuente, en tiempos de alta polarización política, le había dado una gran exposición mediática, que fue el entorno en el cual Narro llegó a la rectoría.
Totalmente distinto a De la Fuente, Narro no era material para revistas tipo GQ, ni un jet setter que fuera los fines de semana a velear en Valle de Bravo, o un eterno cazador de reflectores y gran publirrelacionista. Con una apariencia de buen abuelo, Narro operó de manera distinta: discreto, pero cuando se requirió, con mano dura. Si su antecesor era un subproducto de los medios, él lo era de la política de carne y hueso.
Una de sus primeras tareas fue recomponer la relación con el gobierno federal. Con una institución de más de un cuarto de millón de alumnos bajo su responsabilidad, un enfrentamiento con el gobierno federal, en la ruta que iba De la Fuente, sólo repercutiría en el presupuesto. Narro tomó un camino antagónico al de su antecesor: una posición clara en temas públicos sin bande- ras partidistas.
Eliminar la ideología y el partidismo del discurso le permitió restaurar la relación política con la presidencia, al tiempo de abrirse espacio para ejercer la crítica sobre el abandono de la educación pública, la falta de oportunidades para los que nada tienen salvo la expectativa de la violencia, y la alerta reiterada de una crisis social que pueda llevar a la ruptura del tejido nacional. Narro se convirtió en una voz que muchas veces no gustó, que irritó a secretarios de Estado destinatarios de sus mensajes, pero a quien siguen escuchando y tratando con respeto.
En los últimos meses lo han cortejado desde el PRI –donde fue militante- y del Estado de México, para invitarlo en un futuro gobierno federal. Del PRD lo han buscado como una figura ciudadana capaz de generar votos para la izquierda. Pero Narro no está en esa lógica. La UNAM estaba en su mañana, y eso es lo que ratificó al anunciar que irá por la reelección.
Fue subsecretario de Gobernación cuando Jorge Carpizo, el encargado de despacho, provocó la peor crisis del gabinete de Carlos Salinas cuando renunció sin avisar y provocó una fuga de capitales de mil 800 millones de dólares. Fue ministro del interior de la rectoría de Juan Ramón de la Fuente del que fue negociador en jefe con el Consejo General de Huelga que metió a la UNAM en un largo paro al comenzar la década. Fue quien cerró la fractura que se abrió hace cinco años con el gobierno entrante de Felipe Calderón.
Son fotografías en la historia de José Narro que cuentan una parte de su biografía. Narro, rector de la UNAM, es un hombre bañado en institucionalidad, que puede ser tan duro como lo exijan las circunstancias, pero enormemente humano en el trato, que le abrió nuevos espacios a la institución y evitó que cayera en la polarización política, en cuyo vagón la había subido su antecesor De la Fuente.
Esta semana anunció que buscaría la reelección como rector de la UNAM. Sorpresa no fue. Lo malo hubiera sido no hacerlo, pues le habría ganado críticas de egoísmo e irresponsabilidad política. Parece un contrasentido que una decisión personal, se encuentre atada a una especie de obligación pública, pero Narro ya no es dueño de su destino, porque el destino lo obligó a jugar un papel en la política actual.
La sociedad no puede perder un rector que en medio de una fauna de políticos desprestigiados se ha convertido en la conciencia crítica, incómoda y molesta, pero necesaria en tiempos de confusión y crisis. Con su mano suave y su discurso enérgico, Narro ha elevado el valor político a la palabra que habla por la institución de educación superior más reconocida en el mundo de habla hispana.
Como conciencia crítica, se ha vuelto una voz beligerante en políticas públicas, pero cuidadoso de no romper con la presidencia. Se puede alegar que sólo dos rectores antes se encontraron en una situación similar, pero con resultados diferentes.
Javier Barros Sierra rompió con Gustavo Díaz Ordaz cuando encabezó la Marcha del Silencio durante las partes álgidas del Movimiento Estudiantil de 1968. Pablo González Casanova fue víctima de los porros a sueldo en el gobierno de Luis Echeverría, que ayudaron a destituirlo para buscar un rector menos progresista. José Narro, en tiempos de guerra, ha enfrentado al gobierno de Felipe Calderón desde el terreno de las ideas, no del dogmatismo.
Llegó a este momento tras una historia que ha corrido en dos rutas paralelas. Como médico, tuvo una carrera más administrativa que clínica, fue responsable de la Salud Pública en el Distrito Federal, secretario general en el IMSS y director de la Facultad de Medicina, la antesala de la Rectoría. Como político, siempre en la praxis, llegó de la mano de Carpizo a Gobernación, donde atestiguó el rompimiento del entonces mercurial secretario con el presidente Salinas, y su reenamoramiento. Con su amigo de 30 años, De la Fuente, llegó a la subsecretaría de Salud, en el gobierno de Ernesto Zedillo, encargado de los temas políticos.
Cuando Zedillo mandó a De la Fuente a la UNAM en medio de una huelga, Narro fue la mano política que actuó en tándem con el encanto mediático del rector para resolver el conflicto y recuperar el lustre que hizo de la Universidad la gran arena donde se dirimieron conflictos profundos entre actores políticos.
De la Fuente, un conservador convertido en liberal, terminó lleno de honores. Narro, su sucesor natural, fue votado rector por unanimidad de los 15 miembros de la Junta de Gobierno en noviembre de 2007. En su discurso inaugural, dijo de la UNAM: "Es una institución que junto con su comunidad siempre busca la manera de seguir sirviendo a las mejores causas del país y de la sociedad".
Pocos pensaban, dado el protagonismo de De la Fuente, que Narro lo lograra. El exrector se había convertido en un rockstar de la política, que enfrentó a Vicente Fox en las elecciones de 2006 y apoyaba a Andrés Manuel López Obrador. Cuando ganó la elección Calderón, dejó claro que políticamente estaba en el bando de quienes pensaban que había existido un fraude electoral. Lo políticamente correcto de De la Fuente, en tiempos de alta polarización política, le había dado una gran exposición mediática, que fue el entorno en el cual Narro llegó a la rectoría.
Totalmente distinto a De la Fuente, Narro no era material para revistas tipo GQ, ni un jet setter que fuera los fines de semana a velear en Valle de Bravo, o un eterno cazador de reflectores y gran publirrelacionista. Con una apariencia de buen abuelo, Narro operó de manera distinta: discreto, pero cuando se requirió, con mano dura. Si su antecesor era un subproducto de los medios, él lo era de la política de carne y hueso.
Una de sus primeras tareas fue recomponer la relación con el gobierno federal. Con una institución de más de un cuarto de millón de alumnos bajo su responsabilidad, un enfrentamiento con el gobierno federal, en la ruta que iba De la Fuente, sólo repercutiría en el presupuesto. Narro tomó un camino antagónico al de su antecesor: una posición clara en temas públicos sin bande- ras partidistas.
Eliminar la ideología y el partidismo del discurso le permitió restaurar la relación política con la presidencia, al tiempo de abrirse espacio para ejercer la crítica sobre el abandono de la educación pública, la falta de oportunidades para los que nada tienen salvo la expectativa de la violencia, y la alerta reiterada de una crisis social que pueda llevar a la ruptura del tejido nacional. Narro se convirtió en una voz que muchas veces no gustó, que irritó a secretarios de Estado destinatarios de sus mensajes, pero a quien siguen escuchando y tratando con respeto.
En los últimos meses lo han cortejado desde el PRI –donde fue militante- y del Estado de México, para invitarlo en un futuro gobierno federal. Del PRD lo han buscado como una figura ciudadana capaz de generar votos para la izquierda. Pero Narro no está en esa lógica. La UNAM estaba en su mañana, y eso es lo que ratificó al anunciar que irá por la reelección.
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