Jenaro Villamil
No ha amainado la fiebre posmortem, el trending topic, la alucinante ola de alabanzas ni las hagiografías en prensa y en televisión en torno a Steve Jobs, el magnate sirio-norteamericano que ha despertado con su deceso una nueva burbuja mediática sobre las nuevas tecnologías, y por eso vale la pena un análisis que desmitifique este exceso.
Hay algo de exceso religioso, superlativos históricos, mezclados con telemarketing en las expresiones de admiración hacia Steve Jobs. Se le compara lo mismo con Edison que con Einstein y se le considera un artista digno de ser equiparado con Leonardo da Vinci. El propio Jobs alentó esto al decir que sus productos son una mezcla de arte y tecnología. “Son tan apetentes que dan ganas de chuparlos”, afirmó. Y hasta dotes de adivino al predecir su muerte antes de cumplir los 40 años.
En la desmesura, se reprodujo de forma acrítica el comunicado de Apple, la empresa que llevó Jobs a la bonanza bursátil, donde afirma que gracias a los gadgets creados por el empresario “el mundo es más feliz”. Los medios europeos y norteamericanos comparan la conmoción ante su muerte con la generada ante el magnicidio de John F. Kennedy.
El tono mesiánico en torno a Jobs seguirá unos meses más. La cacería de “nuevos mesías” en Sillicon Valey y en otras de las grandes compañías-templos que pretenden apoderarse de internet (Google, Facebook, Amazon, Siri, Spotify, etcétera) para encontrar al “sucesor del creador de Apple” sólo es similar a lo que ocurre ante la muerte de un profeta.
En estricto sentido, Steve Jobs no fue un inventor ni un científico visionario. Fue un mercadólogo con gran intuición empresarial que incursionó exitosamente en cinco mercados: la informática con el Macintosh, la música digital con el iPod, el cine de animación con Pixar, la world wiide web con NeXT. Estaba empeñado en consolidar su sexto gran mercado: el de los kioskos digitales con el iPad, cuando el cáncer lo venció.
Otro empresario, César Alierta, presidente de Telefónica, escribió en El País, que Jobs “supo encontrar el punto de unión entre la informática y las telecomunicaciones. Asoció un ordenador a un dispositivo móvil, a un teléfono, y sobre esa palanca, con clara anticipación al mercado, generó un mundo conectado”.
Ese talento empresarial lo combinó con fórmulas modernas de marketing como el “diseño emocional” de sus productos y la accesibilidad de sus innovaciones para el gran público consumidor.
En realidad, Jobs estaba más cerca de Walt Disney que de Da Vinci y fue tan visionario como Steven Spiellberg, pero muy distante de la genialidad de Einstein. Fue el Warren Buffet de su generación y tuvo la precaución de apoderarse de 313 patentes que registró y fueron desarrolladas por su empresa.
Jobs Performance
Su mejor performance era él mismo: dejó el traje de los yuppies para vestirse como hippie posmoderno: pantalones de mezclilla, jersey negro, barba recortada, sonrisa de predicador, palabras sencillas expresadas como si fueran las Tablas de Moisés.
Se creó la leyenda de una empresa que surgió en un garage, dejó correr el rumor de que tuvo un romance con la cantante Joan Baez, ícono de la rebelión setentera, pero siempre vivió como un empresario celoso de su vida privada con Laurence Powell, con quien tuvo tres hijos, y fue tan tradicionalista como cualquier ejecutivo que cuida el índice bursátil de su empresa. Dejó un patrimonio empresarial valuado en 8 mil 300 millones de dólares. Y nunca se interesó en obras filantrópicas.
Su proselitismo, digno de las nuevas religiones empresariales, estaba perfectamente calculado. No en balde eligió como símbolo de su “marca” al mismo que remite al pecado original y al placer. Y no lo hizo a la manera lúdica de Los Beatles sino con un cálculo mercadológico digno de Coca-Cola o de McDonalds.
Sus clientes-seguidores eran como los personajes animados de Toy Story, el gran acierto como empresario de animación en la empresa Pixar que firmó acuerdos precisamente con Disney Company para producir películas animadas, con mucho advertainment para vincular sus productos con la Arcadia perdida de la infancia.
Antonio Orejudo, columnista del periódico catalán Público, dio en el clavo con el siguiente perfil del empresario:
“Jobs no era ni un intelectual ni un Mesías. Tampoco un existencialista, aunque vistiese de negro, y aunque debió sentir una enorme náusea cuando le diagnosticaron cáncer a los 50´s, Steve Jobs era un empresario capitalista. Posiblemente el más astuto de los últimos tiempos. Pero un empresario, al fin y al cabo, cuyo afán no fue mejorar el mundo sino hacer más rentables sus productos (…).
“El gran acierto de Steve Jobs fue la canalización con fines comerciales de ese impulso religioso, latente pero huérfano, que flota en el imaginario de las sociedades laicas desarrolladas.
“Steve Jobs convirtió a su empresa en una secta religiosa, y la compra de sus productos –no siempre tan perfectos- en una especie de comunión colectiva. Apple tiene adeptos, que nunca cuestionan las verdades reveladas por su líder en aquellas milagrosas apariciones que recogían fielmente los medios y demás evangelistas. Medios y evangelistas que estos días lloran la muerte del Maestro”.
La Web-Religiosidad
El carácter religioso del capitalismo norteamericano no es ninguna novedad. Max Weber, el gran sociólogo alemán del siglo XX, plasmó en su Etica Protestante y el Espíritu del Capitalismo las claves para entender la herencia calvinista y luterana que cruzó el Atlántico para florecer en la “tierra prometida”, la de los “sueños hechos realidad” que es Estados Unidos.
La cultura de la expiación del pecado a partir del business y el mercado como gran liturgia alcanzó su máxima expresión en Estados Unidos. En esta tierra no hay impulso a filósofos sino a inventores. Los hombres exitosos no son quienes plasman grandes ideas sino quienes saben venderlas y transformarlas en mercado.
La generación de la nueva era digital, de la convergencia tecnológica y de la interconexión ha creado su propia religiosidad. Los medios están en busca del “sucesor” de Steve Jobs como gran predicador y, mejor aún, como empresario exitoso.
Han señalado a Mark Zuckerberg, el genio informático de Facebook, que a sus 27 años popularizó esta web 2.0, pero nunca imaginó que se convirtiera en una plataforma no sólo para exhibir la vida privada sino para armar revoluciones o revueltas, como en el mundo árabe.
Otros mencionan a Larry Page y Sergey Brin, los creadores de Google, una empresa voraz que inició como un buscador y ahora es un depredador en la red de todas aquellas iniciativas que le sirvan para expandir su propia religión. Y también se menciona a Jeff Bezos, creador de Amazon, competidor avanzado del iPad de Apple.
En fin, la web-religiosidad está hoy de moda. Y la muerte de Steve Jobs ha demostrado que las religiones empresariales han llegado a la web 2.0.
No ha amainado la fiebre posmortem, el trending topic, la alucinante ola de alabanzas ni las hagiografías en prensa y en televisión en torno a Steve Jobs, el magnate sirio-norteamericano que ha despertado con su deceso una nueva burbuja mediática sobre las nuevas tecnologías, y por eso vale la pena un análisis que desmitifique este exceso.
Hay algo de exceso religioso, superlativos históricos, mezclados con telemarketing en las expresiones de admiración hacia Steve Jobs. Se le compara lo mismo con Edison que con Einstein y se le considera un artista digno de ser equiparado con Leonardo da Vinci. El propio Jobs alentó esto al decir que sus productos son una mezcla de arte y tecnología. “Son tan apetentes que dan ganas de chuparlos”, afirmó. Y hasta dotes de adivino al predecir su muerte antes de cumplir los 40 años.
En la desmesura, se reprodujo de forma acrítica el comunicado de Apple, la empresa que llevó Jobs a la bonanza bursátil, donde afirma que gracias a los gadgets creados por el empresario “el mundo es más feliz”. Los medios europeos y norteamericanos comparan la conmoción ante su muerte con la generada ante el magnicidio de John F. Kennedy.
El tono mesiánico en torno a Jobs seguirá unos meses más. La cacería de “nuevos mesías” en Sillicon Valey y en otras de las grandes compañías-templos que pretenden apoderarse de internet (Google, Facebook, Amazon, Siri, Spotify, etcétera) para encontrar al “sucesor del creador de Apple” sólo es similar a lo que ocurre ante la muerte de un profeta.
En estricto sentido, Steve Jobs no fue un inventor ni un científico visionario. Fue un mercadólogo con gran intuición empresarial que incursionó exitosamente en cinco mercados: la informática con el Macintosh, la música digital con el iPod, el cine de animación con Pixar, la world wiide web con NeXT. Estaba empeñado en consolidar su sexto gran mercado: el de los kioskos digitales con el iPad, cuando el cáncer lo venció.
Otro empresario, César Alierta, presidente de Telefónica, escribió en El País, que Jobs “supo encontrar el punto de unión entre la informática y las telecomunicaciones. Asoció un ordenador a un dispositivo móvil, a un teléfono, y sobre esa palanca, con clara anticipación al mercado, generó un mundo conectado”.
Ese talento empresarial lo combinó con fórmulas modernas de marketing como el “diseño emocional” de sus productos y la accesibilidad de sus innovaciones para el gran público consumidor.
En realidad, Jobs estaba más cerca de Walt Disney que de Da Vinci y fue tan visionario como Steven Spiellberg, pero muy distante de la genialidad de Einstein. Fue el Warren Buffet de su generación y tuvo la precaución de apoderarse de 313 patentes que registró y fueron desarrolladas por su empresa.
Jobs Performance
Su mejor performance era él mismo: dejó el traje de los yuppies para vestirse como hippie posmoderno: pantalones de mezclilla, jersey negro, barba recortada, sonrisa de predicador, palabras sencillas expresadas como si fueran las Tablas de Moisés.
Se creó la leyenda de una empresa que surgió en un garage, dejó correr el rumor de que tuvo un romance con la cantante Joan Baez, ícono de la rebelión setentera, pero siempre vivió como un empresario celoso de su vida privada con Laurence Powell, con quien tuvo tres hijos, y fue tan tradicionalista como cualquier ejecutivo que cuida el índice bursátil de su empresa. Dejó un patrimonio empresarial valuado en 8 mil 300 millones de dólares. Y nunca se interesó en obras filantrópicas.
Su proselitismo, digno de las nuevas religiones empresariales, estaba perfectamente calculado. No en balde eligió como símbolo de su “marca” al mismo que remite al pecado original y al placer. Y no lo hizo a la manera lúdica de Los Beatles sino con un cálculo mercadológico digno de Coca-Cola o de McDonalds.
Sus clientes-seguidores eran como los personajes animados de Toy Story, el gran acierto como empresario de animación en la empresa Pixar que firmó acuerdos precisamente con Disney Company para producir películas animadas, con mucho advertainment para vincular sus productos con la Arcadia perdida de la infancia.
Antonio Orejudo, columnista del periódico catalán Público, dio en el clavo con el siguiente perfil del empresario:
“Jobs no era ni un intelectual ni un Mesías. Tampoco un existencialista, aunque vistiese de negro, y aunque debió sentir una enorme náusea cuando le diagnosticaron cáncer a los 50´s, Steve Jobs era un empresario capitalista. Posiblemente el más astuto de los últimos tiempos. Pero un empresario, al fin y al cabo, cuyo afán no fue mejorar el mundo sino hacer más rentables sus productos (…).
“El gran acierto de Steve Jobs fue la canalización con fines comerciales de ese impulso religioso, latente pero huérfano, que flota en el imaginario de las sociedades laicas desarrolladas.
“Steve Jobs convirtió a su empresa en una secta religiosa, y la compra de sus productos –no siempre tan perfectos- en una especie de comunión colectiva. Apple tiene adeptos, que nunca cuestionan las verdades reveladas por su líder en aquellas milagrosas apariciones que recogían fielmente los medios y demás evangelistas. Medios y evangelistas que estos días lloran la muerte del Maestro”.
La Web-Religiosidad
El carácter religioso del capitalismo norteamericano no es ninguna novedad. Max Weber, el gran sociólogo alemán del siglo XX, plasmó en su Etica Protestante y el Espíritu del Capitalismo las claves para entender la herencia calvinista y luterana que cruzó el Atlántico para florecer en la “tierra prometida”, la de los “sueños hechos realidad” que es Estados Unidos.
La cultura de la expiación del pecado a partir del business y el mercado como gran liturgia alcanzó su máxima expresión en Estados Unidos. En esta tierra no hay impulso a filósofos sino a inventores. Los hombres exitosos no son quienes plasman grandes ideas sino quienes saben venderlas y transformarlas en mercado.
La generación de la nueva era digital, de la convergencia tecnológica y de la interconexión ha creado su propia religiosidad. Los medios están en busca del “sucesor” de Steve Jobs como gran predicador y, mejor aún, como empresario exitoso.
Han señalado a Mark Zuckerberg, el genio informático de Facebook, que a sus 27 años popularizó esta web 2.0, pero nunca imaginó que se convirtiera en una plataforma no sólo para exhibir la vida privada sino para armar revoluciones o revueltas, como en el mundo árabe.
Otros mencionan a Larry Page y Sergey Brin, los creadores de Google, una empresa voraz que inició como un buscador y ahora es un depredador en la red de todas aquellas iniciativas que le sirvan para expandir su propia religión. Y también se menciona a Jeff Bezos, creador de Amazon, competidor avanzado del iPad de Apple.
En fin, la web-religiosidad está hoy de moda. Y la muerte de Steve Jobs ha demostrado que las religiones empresariales han llegado a la web 2.0.
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