Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
¿Es la negociación con los cárteles de la droga la solución a la espiral de violencia? ¿Es tan claro que si el PAN de Felipe Calderón no, el PRI sí negociaría con los cárteles de la droga? ¿Es posible llegar a un pacto como dice el imaginario colectivo que quieren los priístas de llegar al poder, o como lo ha propuesto el ex presidente Vicente Fox? Posible sí, pero ¿qué tan probable?
Hay testimonios de que en el pasado, los arreglos entre autoridades y criminales eran un método de gobernabilidad. Un procurador en el gobierno de Carlos Salinas pidió consejos al entonces secretario de Gobernación y arquetipo de policía político, Fernando Gutiérrez Barrios, de cómo enfrentar a los delincuentes. Pacte con las bandas, le dijo al novel funcionario.
Cuando el joven procurador preguntó ingenuamente cómo, Gutiérrez Barrios le explicó que debía llamar a todos los comandantes policiales y enviar un mensaje a través de ellos: en aquellas colonias donde los niveles socioeconómicos fueran superiores o se encontraran los grupos con acceso a medios de comunicación, no debía haber delitos. A cambio, les permitiría operar en las colonias de estratos bajos y sin tribunas para expresarse, para evitar inestabilidad. El procurador no pudo procesar ese pacto y renunció semanas después.
El consejo de Gutiérrez Barrios no era ajeno a la época. En Washington, un alcalde decía que el noroeste de la capital, donde está concentrada la actividad política, diplomática y burocrática, no había un solo delito por el acuerdo implícito con los delincuentes, a quienes les habían entregado el sureste de la ciudad para ejercer sus actividades y vender droga, sin ser molestados por la policía. En Japón, las calles estaban limpias de delitos por un pacto con la Yakuza: ni crimen, ni robos, ni droga en territorio japonés, a cambio de manejar la prostitución y el juego.
Ese modelo permitía administrar a los criminales, algo común en varios países y por cuyos resultados, prominentes mexicanos anhelan restaurar como la solución para disminuir la violencia. Funcionó en ese entonces para tener baja criminalidad por una razón: las autoridades no pactaban con criminales, eran ellas mismas los criminales. Ahí radicaba la diferencia con gobiernos como el de Washington y el japonés, o las policías francesa y alemana que se mezclan con delincuentes, donde la autoridad nunca ha dejado de ser autoridad.
En México sí. La consecuencia fue el debilitamiento de las instituciones, que provocó que al menos el 10% de los municipios fueran dominados por criminales, cuyos jefes eran policías, autoridades municipales o estatales. Hubo gobernadores y comandantes policiales cesados o que terminaron en la cárcel. Otros más, gozan aún de libertad prestada. Para bien o para mal, el gobierno de Calderón cambió los incentivos de criminales y narcotraficantes.
En el pasado, el incentivo era no pelear entre ellos porque al desatar la violencia provocarían la respuesta del Estado en su contra. Pero desde diciembre de 2006, al pegarle a los cárteles en la esencia del negocio –distribución y comercialización-, el incentivo cambió, provocó la lucha por territorios y, para sobrevivir, entraron en guerras fraticidas para eliminar a sus adversarios.
Cambiar este incentivo no es un paso mecánico. Tampoco se pueden invertir los términos de la estrategia y el combate a los criminales a través del discurso o del solapamiento. De hecho, ningún aspirante a la Presidencia sugiere un cambio radical y negociar con criminales, porque eso ya no es posible. No obstante, hay voces que a veces forman consenso público, sobre un pacto con narcotraficantes.
Activistas como Javier Sicilia piden abiertamente un acuerdo con ellos. El padre Alejandro Solalinde exige el perdón para Los Zetas. En los medios hay quienes proponen esa solución. El problema en México no es sólo de los políticos, y al existir una cultura que de manera existencial viola las leyes, sus raíces son más profundas. Esta cultura es la que hay que exterminar, la que vive y transpira al margen de la ley, la que asume actitudes moralinas e hipócritas al acusar al prójimo, y donde una parte de sus políticos, que son expresión cotidiana, no son parte del problema sino el problema mismo.
¿Es la negociación con los cárteles de la droga la solución a la espiral de violencia? ¿Es tan claro que si el PAN de Felipe Calderón no, el PRI sí negociaría con los cárteles de la droga? ¿Es posible llegar a un pacto como dice el imaginario colectivo que quieren los priístas de llegar al poder, o como lo ha propuesto el ex presidente Vicente Fox? Posible sí, pero ¿qué tan probable?
Hay testimonios de que en el pasado, los arreglos entre autoridades y criminales eran un método de gobernabilidad. Un procurador en el gobierno de Carlos Salinas pidió consejos al entonces secretario de Gobernación y arquetipo de policía político, Fernando Gutiérrez Barrios, de cómo enfrentar a los delincuentes. Pacte con las bandas, le dijo al novel funcionario.
Cuando el joven procurador preguntó ingenuamente cómo, Gutiérrez Barrios le explicó que debía llamar a todos los comandantes policiales y enviar un mensaje a través de ellos: en aquellas colonias donde los niveles socioeconómicos fueran superiores o se encontraran los grupos con acceso a medios de comunicación, no debía haber delitos. A cambio, les permitiría operar en las colonias de estratos bajos y sin tribunas para expresarse, para evitar inestabilidad. El procurador no pudo procesar ese pacto y renunció semanas después.
El consejo de Gutiérrez Barrios no era ajeno a la época. En Washington, un alcalde decía que el noroeste de la capital, donde está concentrada la actividad política, diplomática y burocrática, no había un solo delito por el acuerdo implícito con los delincuentes, a quienes les habían entregado el sureste de la ciudad para ejercer sus actividades y vender droga, sin ser molestados por la policía. En Japón, las calles estaban limpias de delitos por un pacto con la Yakuza: ni crimen, ni robos, ni droga en territorio japonés, a cambio de manejar la prostitución y el juego.
Ese modelo permitía administrar a los criminales, algo común en varios países y por cuyos resultados, prominentes mexicanos anhelan restaurar como la solución para disminuir la violencia. Funcionó en ese entonces para tener baja criminalidad por una razón: las autoridades no pactaban con criminales, eran ellas mismas los criminales. Ahí radicaba la diferencia con gobiernos como el de Washington y el japonés, o las policías francesa y alemana que se mezclan con delincuentes, donde la autoridad nunca ha dejado de ser autoridad.
En México sí. La consecuencia fue el debilitamiento de las instituciones, que provocó que al menos el 10% de los municipios fueran dominados por criminales, cuyos jefes eran policías, autoridades municipales o estatales. Hubo gobernadores y comandantes policiales cesados o que terminaron en la cárcel. Otros más, gozan aún de libertad prestada. Para bien o para mal, el gobierno de Calderón cambió los incentivos de criminales y narcotraficantes.
En el pasado, el incentivo era no pelear entre ellos porque al desatar la violencia provocarían la respuesta del Estado en su contra. Pero desde diciembre de 2006, al pegarle a los cárteles en la esencia del negocio –distribución y comercialización-, el incentivo cambió, provocó la lucha por territorios y, para sobrevivir, entraron en guerras fraticidas para eliminar a sus adversarios.
Cambiar este incentivo no es un paso mecánico. Tampoco se pueden invertir los términos de la estrategia y el combate a los criminales a través del discurso o del solapamiento. De hecho, ningún aspirante a la Presidencia sugiere un cambio radical y negociar con criminales, porque eso ya no es posible. No obstante, hay voces que a veces forman consenso público, sobre un pacto con narcotraficantes.
Activistas como Javier Sicilia piden abiertamente un acuerdo con ellos. El padre Alejandro Solalinde exige el perdón para Los Zetas. En los medios hay quienes proponen esa solución. El problema en México no es sólo de los políticos, y al existir una cultura que de manera existencial viola las leyes, sus raíces son más profundas. Esta cultura es la que hay que exterminar, la que vive y transpira al margen de la ley, la que asume actitudes moralinas e hipócritas al acusar al prójimo, y donde una parte de sus políticos, que son expresión cotidiana, no son parte del problema sino el problema mismo.
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