Pluris deben ir a ciudadanos

Carlos Ramírez / Indicador Político

A pesar de que en el Congreso hay politólogos, juristas y estudiosos de la historia del poder, la reforma política que se discute no es más que un esperpento que obedece a un nuevo reparto del poder y nada tiene que ver con la reorganización del sistema de gobierno.

Una de las ocurrencias con las que se pretende reformar el poder busca reducir en 50% el número de curules de representación proporcional pero sin un razonamiento político. Si bien esas curules son una prueba de la forma en que se ha pervertido el reparto del poder político, en realidad fueron creadas en la reforma política de 1977 como una forma de consolidar la teoría de la representación de las minorías.

Si el problema es que esas curules plurinominales aparecen como una carga por la ineficacia en la representación, entonces la solución no radica en disminuirlas y con ello reducir la representación de las minorías sino en reformular su existencia. Una salida sería dividir esas 200 curules en dos partes: Un 30% exclusivamente para los partidos con votaciones menores a 20% y un 70% para candidaturas ciudadanas que no representen a ningún partido y que sean elegidos a nivel distrital. Así los ciudadanos verdaderamente tendrían posibilidades de llegar al Congreso sin tener que pasar por el control autoritario y oligárquico de los partidos.

En el Senado también podría asumirse un modelo similar. La cámara alta surgió para una representación estatal, en tanto que los diputados --dijo Servando Teresa de Mier en la discusión de la Constitución de 1824-- “representan a la nación”. Pero las concesiones de Zedillo llevaron a la duplicación de senadores con dos electos directamente y los dos restantes para minorías de partidos. Si realmente quisiera darle representación a las minorías, entonces podría destinarse una de las cuatro senadurías por estados para ciudadanos sin partido.

Las iniciativas de reforma política conservan la estructura actual de los plurinominales, pero las reparte a las minorías partidistas no para ampliar la representación de esas minorías sino para ayudar a consolidar a las mayorías. Los grandes partidos destinan el reparto de las plurinominales a figuras con formación de poder para hacerse cargo de las comisiones, dejando que los liderazgos sociales ganen distritos por el control de masas pero no por capacidad política o intelectual. Así, el manejo del Congreso está en manos de los plurinominales que representan, así, una nueva oligarquía.

La representación de las minorías tenía históricamente otro sentido. De hecho, viene del voto particular del diputado Mariano Otero en la discusión de las reformas constitucionales de 1847 en el contexto de la invasión de los Estados Unidos y la recuperación del federalismo. La tesis de Otero debiera privilegiarse hoy en la reorganización del poder entre mayorías y minorías:

“La simple razón natural advierte que el sistema representativo es mejor en proporción que el cuerpo de representantes se parezca más a la Nación representada. La teoría de la representación de las minorías no es más que una consecuencia del sufragio universal: Porque nada importa que ninguno quede excluido del derecho de votar, si muchos quedan sin la representación, que es el objeto del sufragio”.

Por tanto, la reorganización del número de legisladores no tiene que ver con concesiones a las minorías partidistas que reciben un premio aún sin representar realmente a las minorías por su estructura dependiente de las alianzas con los partidos grandes. Por ello es que el modelo de representación de las minorías debería regresar al esquema en que los votos deben dirigirse a partidos y que las coaliciones sumen al final la totalidad de los votos, pero que cada partido tenga una representación real con votos y no con alianzas que los dejan en el furgón de cola y que no contabilizan los votos reales.

Si el sistema de partidos se ha movido para darle espacio y representación a las minorías agrupadas en partidos chicos, ese sistema se ha pervertido al sumar en los hechos a los chicos bajo el dominio de los grandes, dejando a un sector ciudadano que no cree en los partidos fuera del modelo de representación política. Se trata de ciudadanos que reniegan de los partidos y de estructuras partidistas organizadas --como lo criticó hace casi cien años Robert Michels como el primer teórico de los partidos políticos-- alrededor de una oligarquía dominante que decide candidaturas; la “ley de hierro de la oligarquía”, la llamó Michels.

La aprobación de las candidaturas ciudadanas quedó sin reglamentar, pero desde ahora se prevé que sea imposible de mantener la condición de ciudadanos por los requerimientos de organización para defender el voto. También se prevé que los partidos lancen el anzuelo de candidaturas a “ciudadanos” pero a la hora de las votaciones legislativas se perdería esa condición por la exigencia del voto en bloque partidista.

De ahí que las verdaderas candidaturas ciudadanas para los cuerpos legislativos estatales y federal puedan tener su espacio propio con un porcentaje de las diputaciones plurinominales, a fin de garantizar su característica de ciudadanos. Ello debería obligar a la autoridad electoral a proteger el respeto al voto sin que necesariamente cada candidato ciudadano tenga que destinar a un ejército de funcionarios electorales para cada casilla para evitar el fraude, lo que ha permitido que los maestros del SNTE sean un ejército electoral al servicio del mejor postor y no de la democracia.

La reforma política se ha realizado para afianzar el poder de las oligarquías que dominan el sistema político y no para reorganizar la distribución del poder.

La negociación de intereses del PRI, del PAN y del PRD ha producido una reforma cucha que nada más ha repartido áreas de poder entre los grupos dominantes, dejando fuera a los ciudadanos que seguirán siendo rehenes de los partidos y de sus oligarquías dirigentes.

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