Monterrey, el fracaso de las élites

Jorge Zepeda Patterson

Un día después del incendio de Casino Royal en Monterrey, varios cientos de estudiantes del TEC cancelaron su inscripción en esa casa de estudios. Casi la mitad de los estudiantes de esa institución proceden de otras ciudades, por lo cual resulta explicable que padres de familias de Sonora, Tamaulipas, Coahuila o Chihuahua prefieren enviar a los jóvenes a otros campus y sacarlos de Monterrey. Extraoficialmente una fuente del TEC me aseguró que la población estudiantil del ITEM en el campus regiomontano había descendido de casi 17 mil estudiantes a poco más de 12 mil en año y medio.

Lo que ha sucedido con el TEC de Monterrey, una institución que es buque insignia del éxito de la sociedad regiomontana, es revelador del drama que está viviendo esa comunidad y, por extensión, la peculiar cultura de la Sultana del Norte.

La reserva nacional de éxito empresarial y económico, la capital de los emprendedores, de la gente laboriosa y austera, está en crisis. Lo que durante varias décadas fue la locomotora industrial del país, vive una profunda pesadilla provocada por la inseguridad.

Los empresarios y sus familias se están exiliando para evitar los secuestros y las extorsiones, y las clases medias amanecen todos los días preguntándose por dónde circular para evitar los narcorretenes. La capacidad de las autoridades está desbordada y los escándalos las han despojado de legitimidad.

Y sin embargo, dentro de la tragedia que esto significa, la muerte de esa visión idílica de Monterey puede ser una oportunidad para refundar el sentido de comunidad, desde una perspectiva más sana.

Cuando uno viajaba a Monterrey encontraba que los regiomontanos transpiraban un sentimiento de orgullo ganado a pulso, aunque en algunos momentos rozaban en la soberbia. Era tal el éxito de sus empresarios, tal la capacidad de sus élites para generar riqueza, que podía advertirse una actitud de menosprecio hacia los que menos tienen. Con frecuencia escuché decirles que quien seguía siendo pobre lo era por flojo. Los logros de sus empresarios habían extendido entre la sociedad una falsa noción del mérito como único factor de promoción social. Como si la incapacidad del albañil o del obrero para avanzar en la pirámide social obedeciera a la holgazanería o la falta de voluntad, pese a trabajar 10 ó 12 horas diarias toda su vida.

La vida social y económica regiomontana parecía depender de una cultura cortesana en torno a los 15 o 20 apellidos significativos. Todo habitante de la ciudad definía su estrato social en función de los grados de distancia que lo separaban de estos apellidos o de sus empresas.

Ciertamente había surgido una importante práctica filantrópica entre éstas élites. En beneficio del TEC habría que reconocer el esfuerzo permanente de involucrar a sus estudiantes en el servicio social en las zonas pobres. Pero entrañaba un espíritu más cercano a la caridad cristiana y paternalista que a un sentido de pertenencia real a una misma comunidad. Con frecuencia escuché decir a miembros de la clase media alta que con sus plazas comerciales y su laboriosidad, los regiomontanos estaban más cerca del modo de vida de los Estados Unidos que del resto de México. Como si los amplios círculos de pobreza en torno a Monterrey, que no existen en Dallas o San Antonio, no formaran parte de la ciudad.

Me parece que todo esto está cambiando. La violencia en Monterrey no ha hecho distingos entre el rico y el pobre. Cada vez queda más claro que la solución no va a venir de esas élites empresariales sino de la comunidad misma. Los grandes capitanes del dinero han buscado resolver los riesgos que representa la inseguridad para ellos y sus familias. Pero no han podido mover a la sociedad como un todo para neutralizar al crimen organizado. Son las redes sociales, la solidaridad al interior de los barrios, la posibilidad de que los vecinos se presten ayuda uno al otro, hombro con hombro, lo único que puede rescatar a la ciudad.

En suma, toda tragedia entraña una oportunidad. El enorme espíritu de esa ciudad puede enriquecerse con un sentimiento renovado de compasión, empatía y solidaridad al margen de clase social o apellido. Tendrán que depender de algo más que de la habilidad para los negocios que tienen sus empresarios. Monterrey puede ser de nuevo un ejemplo para el resto del país, pero esta vez por el ingenio y la entereza de hombres y mujeres de a pie. Ha llegado el momento de la comunidad y no sólo de sus élites.

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