Los mitos de la guerra de Calderón (Primera parte)

Epigmenio Ibarra

Como todas las cruzadas, la de Felipe Calderón Hinojosa también descansa en una serie de mitos. A la credulidad, al fanatismo, a la ignorancia apuestan quienes dirigen la guerra santa; la verdad y la razón son las primeras bajas en este tipo de confrontación.

El formidable aparato propagandístico gubernamental; la complicidad de los medios electrónicos, han convertido, luego de un bombardeo inclemente, estos mitos, en dogmas de fe para muchos millones de mexicanos.

El miedo y la zozobra generalizados, resultado de la violencia y la inseguridad, que las acciones emprendidas por Calderón y su gobierno desde hace más de cuatro años, en lugar de aminorar han acrecentado, terminan de hacer el trabajo de los propagandistas.

Muchos ciudadanos, sin creerse los dogmas que la propaganda establece, se pronuncian, atenazados por la angustia, por soluciones radicales e inmediatas y se suman a los crédulos apoyando, incondicionalmente, al que promete “mano dura”, al que mas sangre —de otros; de los malos— ofrece.

El primer mito que hay que desmontar es que es esta, realmente, una guerra contra el crimen organizado y contra el narcotráfico. La evidencia demuestra que esta cruzada sólo ha fortalecido a los cárteles, al tiempo que ha vulnerado, casi irremediablemente, nuestra soberanía.

Libran Calderón y su alto mando civil y militar una guerra por encargo. Amparados convenientemente en los principios de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos —que empata con su vocación autoritaria—, hacen a Washington el trabajo sucio.

Mentira que quieran los estadunidenses cerrar la frontera a la droga; sólo buscan administrar, a su conveniencia, el flujo de la misma. No serían tolerantes, como lo son, con el consumo de estupefacientes en su territorio ni laxos en el combate a sus cárteles locales y a las estructuras corruptas en sus policías —que allá también se cuecen habas— si pretendieran, realmente, acabar con el problema.

Mentira también que Washington quiera la desarticulación de los cárteles mexicanos de la droga. La violencia del crimen organizado, en nuestro territorio, conviene a sus intereses. Hace tiempo ya que hubieran cerrado su frontera, al trasiego de armas y dólares, si quisieran, efectivamente, debilitar al narco.

Alienta la violencia desenfrenada de capos y sicarios mexicanos la paranoia entre su población, lo que facilita a la clase política estadunidense el control de la misma.

De ahí, de esa estrategia que descansa en el miedo atávico a la amenaza externa, surgen los esfuerzos, primero mediáticos y ahora “conspirativos”, por ligar a capos y fundamentalistas islámicos.

La violencia en México, la sangre que se derrama a raudales sirve, por otro lado, para incrementar el costo de la droga en las calles de las ciudades al norte del Bravo.

De ese incremento exponencial sacan provecho las organizaciones criminales y los capos locales (los verdaderos dueños del negocio) y se beneficia, también, la economía norteamericana.

Por otro lado, el Pentágono, las agencias de seguridad del gobierno estadunidense ganan poder e influencia en Washington con la guerra en México, mientras sus contratistas hacen negocios multimillonarios vendiendo armas, municiones, pertrechos y tecnología a ambos bandos.

Y si no son los norteamericanos nuestros aliados menos los son de un hombre, como Felipe Calderón, del que se burlan continuamente montado operaciones como Rápido y Furioso o como el reciente complot iraní.

Esto, claro, mientras para consumo de los medios mexicanos —en su prensa nacional de esto no sale una palabra— le sueltan, de vez en cuando, para envanecerlo, andanadas de elogios.

El segundo mito a desmontar es el de que, ante la complicidad de los gobiernos del PRI y la inacción de Vicente Fox, no había otro camino que entrarle con “pantalones” y declarar la guerra al crimen organizado antes de que éste se apoderara por completo del país.

Mentira, además, que la solución a la violencia criminal sea la violencia del Estado y mentira que el despliegue masivo de tropas sea la modalidad adecuada para combatir a un enemigo elusivo, arraigado en el territorio y con tan amplia base social.

Lo que a Felipe Calderón le urgía eran acciones vistosas; rentables desde el punto de vista propagandístico, aunque comprometieran, como lo han hecho, las paz y la seguridad de millones de mexicanos.

La guerra santa vende. Los llamados histéricos a la unidad nacional también. Otro tanto sucede con los desfiles, con el despliegue de elementos de tropas y de medios.

Nada importa que la efectividad operativa de la tropa desplegada a ciegas y con procedimientos rutinarios, y por tanto previsibles, sea prácticamente nula.

Nada importa que el poder de fuego desplegado obligue a los cárteles (cuyas fuentes de aprovisionamiento logístico y financiero están intactas) a crecer en armas, hombres y agresividad, y menos todavía que la población civil quede entre dos fuegos.

De este hecho, de cómo la población civil está a merced de unos y otros, se desprende el tercer mito: el de que de un lado están los buenos y del otro los malos.

De esto escribiré la próxima semana.

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