Miguel Ángel Granados Chapa
Es una verdad sabida que en el nuevo sistema político mexicano, después de que desapareciera la Presidencia de la República como el órgano articulador de las decisiones de poder, los gobernadores adoptaron un papel crucial en ese proceso. Aun los pertenecientes al PAN ganaron con la nueva relación entre los estados y la Federación un importante margen de autonomía que, sin embargo, es poco perceptible comparado con el que benefició a los provenientes del PRI.
Eso les ha traído lenidad y respeto a los intereses entramados durante sus gobiernos. Claro que todavía no se llega al extremo de atraer al comité nacional del PRI a Ulises Ruiz o Mario Marín, pero no porque no hayan aprobado controles de confianza, sino porque sus sucesores están examinando con el rigor legal debido, en Oaxaca sobre todo, las cuentas de los Ejecutivos mencionados. Están en entredicho y haría el partido un mal negocio en asociarlos a su operación cotidiana si es que en un plazo previo ésta puede sufrir interrupciones por dificultades personales que afectan a Ruiz y a Marín.
Pero salvo ellos, el PRI ha mostrado contar con estándares de elegibilidad muy poco exigentes, si se trata de incorporar a la campaña presidencial a quienes han sido gobernadores. Si nos contentáramos con ver el fenómeno superficialmente, podría decirse que los nueve inspectores (no se les dio ese nombre pero actuarán como tales) fueron llamados por el líder nacional, Humberto Moreira en función de que los conoce (gobernaron simultáneamente sus entidades casi todos), participan de un estilo común, y no tienen tarea en el horizonte inmediato. Al PRI, sin embargo, no le faltan recursos al punto de que deba reclutar su personal de alto nivel entre quienes se hallen dispuestos a realizarlo pro bono, en aras de una causa, a modo de compensación por los impulsos que antes recibieron de su partido.
Los nombramientos obedecen a los intereses que los gobernadores gestionaron o generaron durante su sexenio. Al PRI no le interesa el desastroso estado en que los responsables o inspectores dejaron a sus entidades. Los premia porque salvo Jesús Aguilar Padilla en Sinaloa, ninguno de ellos perdió elecciones, y porque mantienen los vínculos con las fuentes de financiamiento local, que ellos auspiciaron, por las cuales fueron favorecidos y a las que es necesario recurrir de nuevo.
Sólo dos del sexteto por ahora escogido fueron elegidos en tiempos del antiguo régimen. Enrique Martínez y Martínez, de Coahuila y René Juárez, de Guerrero. Aquel eligió a su sucesor Humberto Moreira y luego lo llevó ante Enrique Peña Nieto, necesitado de un presidente del PRI sujeto enteramente a sus órdenes, que no debiera su cargo a la militancia, como Beatriz Paredes. Aunque a su vez René Juárez perdió la gubernatura de Guerrero ante un candidato del PRD fue suficientemente hábil como para conseguir el nombramiento de funcionario y la puesta en práctica de actitud que impedían saber que allí se produjo la alternancia.
Los cuatro restantes dejaron en sus entidades una estela de muerte, muy probablemente asociada a la corrupción, que se requiere cachaza, en el PRI y en cada uno de ellos, para retornar a la vida pública, aunque se haga en lugares distantes de lo que resultaron desastrados. Es difícil, salvo por el número de muertes ocurridas en sus entidades, establecer clara diferencia entre el mencionado Aguilar, de Sinaloa; José Reyes Baeza Terrazas, de Chihuahua; Ismael Hernández, de Durango, Eugenio Hernández, de Tamaulipas y Fidel Herrera, de Veracruz. En todos los casos durante su mandato, y en algunos de ellos inmediatamente después (lo que indica que las raíces estaban podridas) la delincuencia organizada ha llegado a los peores extremos. Lejos de ponerlos en cuestión por su deplorable desempeño, el PRI los acoge y los coloca de nuevo en circulación. Será que además de tareas de organización desempeñarán labores propagandísticas: Van a ser la imagen de cuerpo presente de lo que su partido ha hecho en sus entidades y de lo que hará en el país en cuanto retorne a Los Pinos.
Lo hicieron frecuentemente cuando dizque gobernaban, y sin capaces de repetir la excusa ahora en que terminaron sus responsabilidades formales: los gobiernos de los estados no tienen culpa de la matazón que en sus territorios se manifiesta porque combatir a la delincuencia organizada es función del gobierno federal. El argumento es endeble porque sólo se sabe si se trata de delincuencia organizada, al cabo de una averiguación que el gobierno local tiene que realizar por homicidio. No lo han hecho Aguilar, Baeza, los Hernández, Herrera, Juárez, durante los años en que se presume que ejercieron el poder ejecutivo. No podrán apartar de sí estigmas como, en Tamaulipas, el asesinato del candidato del PRI, ocurrido. En otro momento, en otro país, en otro partido, Eugenio Hernández sería repudiado por la gravedad de la ofensa que al dejar impunes a los asesinos contribuyó a inferir a sus compañeros.
Los ex gobernadores mencionados quedarán sujetos en sus andanzas regionales a la secretaría de operación política, a cargo de un antiguo colega de una mayoría de ellos, Miguel Ángel Osorio Chong. Durante su exento Hidalgo no llegó a padecer oleadas de asesinatos en las calles y caminos, como en Chihuahua, Sinaloa, y Veracruz. Pero el estado se pobló de zetas, que deambulan tranquilos que fueron capaces de sufragar el costo de un templo católico en Pachuca.
Los nuevos inspectores mostrarán lo que saben hacer.
Es una verdad sabida que en el nuevo sistema político mexicano, después de que desapareciera la Presidencia de la República como el órgano articulador de las decisiones de poder, los gobernadores adoptaron un papel crucial en ese proceso. Aun los pertenecientes al PAN ganaron con la nueva relación entre los estados y la Federación un importante margen de autonomía que, sin embargo, es poco perceptible comparado con el que benefició a los provenientes del PRI.
Eso les ha traído lenidad y respeto a los intereses entramados durante sus gobiernos. Claro que todavía no se llega al extremo de atraer al comité nacional del PRI a Ulises Ruiz o Mario Marín, pero no porque no hayan aprobado controles de confianza, sino porque sus sucesores están examinando con el rigor legal debido, en Oaxaca sobre todo, las cuentas de los Ejecutivos mencionados. Están en entredicho y haría el partido un mal negocio en asociarlos a su operación cotidiana si es que en un plazo previo ésta puede sufrir interrupciones por dificultades personales que afectan a Ruiz y a Marín.
Pero salvo ellos, el PRI ha mostrado contar con estándares de elegibilidad muy poco exigentes, si se trata de incorporar a la campaña presidencial a quienes han sido gobernadores. Si nos contentáramos con ver el fenómeno superficialmente, podría decirse que los nueve inspectores (no se les dio ese nombre pero actuarán como tales) fueron llamados por el líder nacional, Humberto Moreira en función de que los conoce (gobernaron simultáneamente sus entidades casi todos), participan de un estilo común, y no tienen tarea en el horizonte inmediato. Al PRI, sin embargo, no le faltan recursos al punto de que deba reclutar su personal de alto nivel entre quienes se hallen dispuestos a realizarlo pro bono, en aras de una causa, a modo de compensación por los impulsos que antes recibieron de su partido.
Los nombramientos obedecen a los intereses que los gobernadores gestionaron o generaron durante su sexenio. Al PRI no le interesa el desastroso estado en que los responsables o inspectores dejaron a sus entidades. Los premia porque salvo Jesús Aguilar Padilla en Sinaloa, ninguno de ellos perdió elecciones, y porque mantienen los vínculos con las fuentes de financiamiento local, que ellos auspiciaron, por las cuales fueron favorecidos y a las que es necesario recurrir de nuevo.
Sólo dos del sexteto por ahora escogido fueron elegidos en tiempos del antiguo régimen. Enrique Martínez y Martínez, de Coahuila y René Juárez, de Guerrero. Aquel eligió a su sucesor Humberto Moreira y luego lo llevó ante Enrique Peña Nieto, necesitado de un presidente del PRI sujeto enteramente a sus órdenes, que no debiera su cargo a la militancia, como Beatriz Paredes. Aunque a su vez René Juárez perdió la gubernatura de Guerrero ante un candidato del PRD fue suficientemente hábil como para conseguir el nombramiento de funcionario y la puesta en práctica de actitud que impedían saber que allí se produjo la alternancia.
Los cuatro restantes dejaron en sus entidades una estela de muerte, muy probablemente asociada a la corrupción, que se requiere cachaza, en el PRI y en cada uno de ellos, para retornar a la vida pública, aunque se haga en lugares distantes de lo que resultaron desastrados. Es difícil, salvo por el número de muertes ocurridas en sus entidades, establecer clara diferencia entre el mencionado Aguilar, de Sinaloa; José Reyes Baeza Terrazas, de Chihuahua; Ismael Hernández, de Durango, Eugenio Hernández, de Tamaulipas y Fidel Herrera, de Veracruz. En todos los casos durante su mandato, y en algunos de ellos inmediatamente después (lo que indica que las raíces estaban podridas) la delincuencia organizada ha llegado a los peores extremos. Lejos de ponerlos en cuestión por su deplorable desempeño, el PRI los acoge y los coloca de nuevo en circulación. Será que además de tareas de organización desempeñarán labores propagandísticas: Van a ser la imagen de cuerpo presente de lo que su partido ha hecho en sus entidades y de lo que hará en el país en cuanto retorne a Los Pinos.
Lo hicieron frecuentemente cuando dizque gobernaban, y sin capaces de repetir la excusa ahora en que terminaron sus responsabilidades formales: los gobiernos de los estados no tienen culpa de la matazón que en sus territorios se manifiesta porque combatir a la delincuencia organizada es función del gobierno federal. El argumento es endeble porque sólo se sabe si se trata de delincuencia organizada, al cabo de una averiguación que el gobierno local tiene que realizar por homicidio. No lo han hecho Aguilar, Baeza, los Hernández, Herrera, Juárez, durante los años en que se presume que ejercieron el poder ejecutivo. No podrán apartar de sí estigmas como, en Tamaulipas, el asesinato del candidato del PRI, ocurrido. En otro momento, en otro país, en otro partido, Eugenio Hernández sería repudiado por la gravedad de la ofensa que al dejar impunes a los asesinos contribuyó a inferir a sus compañeros.
Los ex gobernadores mencionados quedarán sujetos en sus andanzas regionales a la secretaría de operación política, a cargo de un antiguo colega de una mayoría de ellos, Miguel Ángel Osorio Chong. Durante su exento Hidalgo no llegó a padecer oleadas de asesinatos en las calles y caminos, como en Chihuahua, Sinaloa, y Veracruz. Pero el estado se pobló de zetas, que deambulan tranquilos que fueron capaces de sufragar el costo de un templo católico en Pachuca.
Los nuevos inspectores mostrarán lo que saben hacer.
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