José Gil Olmos
Después de siete mil kilómetros recorridos en las caravanas del norte y el sur, bien podría decirse que los integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad son privilegiados, porque bajaron a las profundidades del horror y vieron, escucharon y palparon la tragedia que el país sufre, y luego, sanos y salvos, ascendieron para traer un mensaje de esperanza revestido de una exigencia: la paz.
Desde Ciudad Juárez, Chihuahua, en la frontera norte, hasta Ciudad Hidalgo, en la frontera sur, el movimiento fue forjando una tarea hasta ahora no realizada: visibilizar a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón, es decir ejecutados, desaparecidos, secuestrados, adictos, migrantes vejados y violados…
De todos ellos fue recogiendo sus historias, que si bien ya se conocían individualmente, en conjunto ofrecen un panorama de terror como no se había visto en mucho tiempo en el país.
A su paso, la caravana también fue recuperando del olvido a las víctimas seculares del sistema: campesinos, indígenas, desempleados, perseguidos políticos, rechazados del sistema educativo y los desaparecidos de la guerra sucia, cuyos familiares siguen esperando justicia por parte del Estado.
En los dos recorridos, que abarcaron 17 estados, no hubo una sola plaza donde el movimiento encabezado por el poeta Javier Sicilia no recogiera historias de terror, con víctimas no sólo del crimen organizado, sino también de autoridades municipales, estatales y federales, así como de las fuerzas armadas coludidas con las bandas criminales que literalmente controlan zonas enteras del país, incluyendo ciudades importantes como Acapulco, Monterrey, Ciudad Juárez, Coatzacoalcos, Jalapa, Cuernavaca, Morelia, Durango, Saltillo, Reynosa, Matamoros, Chilpancingo y otras tantas.
En el inframundo al que bajó la caravana, integrada por cientos de ciudadanos y víctimas de la guerra contra el crimen organizado, pudo verse una orgía de sangre, donde los principales actores son sicarios y asesinos en plena competencia por conquistar la saña más sangrienta, el crimen más espantoso o la tortura más insoportable.
Profesionales del terror, estos personajes, creados en el mismo sistema de impunidad, corrupción e injusticia, son los dueños de las calles, que al caer la noche se vacían, mostrando el miedo y el pánico que se ha apoderado de la sociedad.
Si hacemos un ejercicio de memoria, podremos decir que la caravana del norte reveló en toda su magnitud la tragedia de los desaparecidos –por parte de autoridades locales y federales, así como del crimen organizado–, a varios de los cuales los han vuelto sus esclavos, pues muchos de ellos son ingenieros, arquitectos, médicos, expertos en computación, químicos, ingenieros mecánicos, etc., y les sirven para dar mantenimiento a su cuarteles y a sus laboratorios donde procesan las drogas.
La caravana del sur hizo visibles principalmente a los migrantes de Centro y Sudamérica, que son secuestrados, extorsionados, vejados o igualmente tratados como esclavos por los narcotraficantes en sus tareas de cultivo y producción de drogas, o como vigías o “halcones” y sicarios entrenados a fuerza de tortura y adicciones.
La mayor parte de los desaparecidos, tanto del norte como del sur, son jóvenes e incluso adolescentes que se han convertido en el principal mercado de fuerza de trabajo.
El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha recibido muchas críticas por su desorganización y el deseo de querer abarcar todos los temas de la agenda nacional, haciendo a un lado su eje principal, las víctimas, pero lo que no puede dejar de reconocerse es que ha sido el único movimiento en atreverse a hacer este recorrido por las zonas más peligrosas del país –sólo faltaría Tamaulipas– para escuchar a las víctimas y aglutinarlas en una sola pieza, lanzando un grito de paz y justicia frente la clase política y gobernante, más entretenida en sus propios intereses.
Javier Sicilia, al frente del movimiento ciudadano, ha dicho en muchas ocasiones que éste es quizá el último movimiento pacífico, la última oportunidad de cambiar la situación del país por la vía pacífica. Y ello porque el grado de descomposición política, el rompimiento profundo del tejido social, el hartazgo popular, la corrupción e inconsciencia de la clase política en general, están cerrando las puertas para las expresiones pacíficas de la ciudadanía, que podría buscar otras alternativas más violentas para demandar una transformación radical y de origen.
El horror que hay en el país, revelado a lo largo de cinco meses de trabajo del movimiento por la paz, muestra que ningún gobernante de cualquier partido –sea Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard, Josefina Vázquez Mota, etc.– tendrá la capacidad de resolver este grave problema de la violencia, con profundas raíces en las estructuras económicas y políticas.
El crimen organizado ha acumulado tanto poder que es capaz de desafiar a cualquiera que llegue a la presidencia en 2012, y un acuerdo de paz –la famosa pax mafiosa alcanzada en Italia hace una décadas– es casi imposible de alcanzar, ya que a esos grupos no se les puede ofrecer nada que no tengan.
De ahí la importancia de que los señores del poder escuchen a la ciudadanía, hoy por hoy la única que puede enfrentar este desafío, pero de manera organizada y unida.
Por ahora la paz necesita un réquiem, una oración de esperanza ante tanta violencia que sufre la sociedad mexicana. Una oración de esperanza ante la indolencia y complicidad de las autoridades, que bien están coludidas con el crimen organizado o ya forman parte de él.
Después de siete mil kilómetros recorridos en las caravanas del norte y el sur, bien podría decirse que los integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad son privilegiados, porque bajaron a las profundidades del horror y vieron, escucharon y palparon la tragedia que el país sufre, y luego, sanos y salvos, ascendieron para traer un mensaje de esperanza revestido de una exigencia: la paz.
Desde Ciudad Juárez, Chihuahua, en la frontera norte, hasta Ciudad Hidalgo, en la frontera sur, el movimiento fue forjando una tarea hasta ahora no realizada: visibilizar a las víctimas de la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón, es decir ejecutados, desaparecidos, secuestrados, adictos, migrantes vejados y violados…
De todos ellos fue recogiendo sus historias, que si bien ya se conocían individualmente, en conjunto ofrecen un panorama de terror como no se había visto en mucho tiempo en el país.
A su paso, la caravana también fue recuperando del olvido a las víctimas seculares del sistema: campesinos, indígenas, desempleados, perseguidos políticos, rechazados del sistema educativo y los desaparecidos de la guerra sucia, cuyos familiares siguen esperando justicia por parte del Estado.
En los dos recorridos, que abarcaron 17 estados, no hubo una sola plaza donde el movimiento encabezado por el poeta Javier Sicilia no recogiera historias de terror, con víctimas no sólo del crimen organizado, sino también de autoridades municipales, estatales y federales, así como de las fuerzas armadas coludidas con las bandas criminales que literalmente controlan zonas enteras del país, incluyendo ciudades importantes como Acapulco, Monterrey, Ciudad Juárez, Coatzacoalcos, Jalapa, Cuernavaca, Morelia, Durango, Saltillo, Reynosa, Matamoros, Chilpancingo y otras tantas.
En el inframundo al que bajó la caravana, integrada por cientos de ciudadanos y víctimas de la guerra contra el crimen organizado, pudo verse una orgía de sangre, donde los principales actores son sicarios y asesinos en plena competencia por conquistar la saña más sangrienta, el crimen más espantoso o la tortura más insoportable.
Profesionales del terror, estos personajes, creados en el mismo sistema de impunidad, corrupción e injusticia, son los dueños de las calles, que al caer la noche se vacían, mostrando el miedo y el pánico que se ha apoderado de la sociedad.
Si hacemos un ejercicio de memoria, podremos decir que la caravana del norte reveló en toda su magnitud la tragedia de los desaparecidos –por parte de autoridades locales y federales, así como del crimen organizado–, a varios de los cuales los han vuelto sus esclavos, pues muchos de ellos son ingenieros, arquitectos, médicos, expertos en computación, químicos, ingenieros mecánicos, etc., y les sirven para dar mantenimiento a su cuarteles y a sus laboratorios donde procesan las drogas.
La caravana del sur hizo visibles principalmente a los migrantes de Centro y Sudamérica, que son secuestrados, extorsionados, vejados o igualmente tratados como esclavos por los narcotraficantes en sus tareas de cultivo y producción de drogas, o como vigías o “halcones” y sicarios entrenados a fuerza de tortura y adicciones.
La mayor parte de los desaparecidos, tanto del norte como del sur, son jóvenes e incluso adolescentes que se han convertido en el principal mercado de fuerza de trabajo.
El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha recibido muchas críticas por su desorganización y el deseo de querer abarcar todos los temas de la agenda nacional, haciendo a un lado su eje principal, las víctimas, pero lo que no puede dejar de reconocerse es que ha sido el único movimiento en atreverse a hacer este recorrido por las zonas más peligrosas del país –sólo faltaría Tamaulipas– para escuchar a las víctimas y aglutinarlas en una sola pieza, lanzando un grito de paz y justicia frente la clase política y gobernante, más entretenida en sus propios intereses.
Javier Sicilia, al frente del movimiento ciudadano, ha dicho en muchas ocasiones que éste es quizá el último movimiento pacífico, la última oportunidad de cambiar la situación del país por la vía pacífica. Y ello porque el grado de descomposición política, el rompimiento profundo del tejido social, el hartazgo popular, la corrupción e inconsciencia de la clase política en general, están cerrando las puertas para las expresiones pacíficas de la ciudadanía, que podría buscar otras alternativas más violentas para demandar una transformación radical y de origen.
El horror que hay en el país, revelado a lo largo de cinco meses de trabajo del movimiento por la paz, muestra que ningún gobernante de cualquier partido –sea Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard, Josefina Vázquez Mota, etc.– tendrá la capacidad de resolver este grave problema de la violencia, con profundas raíces en las estructuras económicas y políticas.
El crimen organizado ha acumulado tanto poder que es capaz de desafiar a cualquiera que llegue a la presidencia en 2012, y un acuerdo de paz –la famosa pax mafiosa alcanzada en Italia hace una décadas– es casi imposible de alcanzar, ya que a esos grupos no se les puede ofrecer nada que no tengan.
De ahí la importancia de que los señores del poder escuchen a la ciudadanía, hoy por hoy la única que puede enfrentar este desafío, pero de manera organizada y unida.
Por ahora la paz necesita un réquiem, una oración de esperanza ante tanta violencia que sufre la sociedad mexicana. Una oración de esperanza ante la indolencia y complicidad de las autoridades, que bien están coludidas con el crimen organizado o ya forman parte de él.
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