¿Qué sabemos de los desaparecidos?

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Vértigo producen las cifras, los relatos, las crónicas, las entrevistas de Sanjuana Martínez sobre los desaparecidos y sus familiares, publicadas en La Jornada. Nadie puede desmentir lo que ella rasca de la realidad, lo investigado en medio del dolor y con el hálito del miedo en los ojos y comportamiento de quienes, de pronto y sin razón aparente, dejaron de ver a un hijo o hija, marido o esposa, madre o padre, primo, sobrino, tío o empleado. Sólo quienes permanecen dan la impresión de continuar vivos, saben cómo eran los que se llevaron a fuerza.

Eligen -la reportera y los entrevistados- afilados conceptos, idénticos a bisturís, para exponer a sus lectores lo que las autoridades de los Tres Poderes de la Unión no quieren saber, se niegan a conocer y reconocer. Lo que hoy sucede en México va más allá de la represión política, de las cárceles clandestinas y casas de seguridad, de la guerra sucia y los cuarteles con reos que no deben dejar rastro. Pareciera que el único que lo ha visto y expone es Noam Chomsky cuando habla de limpieza social, porque todavía no quiere referirse a limpieza étnica, a la balcanización del país, en el sentido de una estúpida y aparente búsqueda de purificación racial a cuenta de Estados Unidos. Eso parece, pero ¿quién puede probarlo?

Al inicio de su última entrega, Sanjuana Martínez no quiere dejar duda: No están muertos. Tampoco están aquí. Son desaparecidos y son miles: “Se los suplicamos, regrésenlos por favor. ¡Ayúdennos!”, dice con voz desgarrada Enedelia Velázquez. Silencio absoluto. Llora y no puede hablar. Se repone y continúa: “Acaban con toda la familia. Es un dolor tan grande. Es horrible esperar que pase el día, esperar que pase la noche; luego otro día, día tras día para ver si vuelve; vivimos una espera horrible, una agonía”.

La siguiente es Martha Herrera Contreras. Abraza a un niño de 10 años con gorra de beisbol que porta una foto y llora. Empieza a hablar con voz entrecortada por la emoción. “A mi hijo Ramiro González Herrera, de 38 años, se lo llevaron el 19 de mayo de 2010. Estamos sufriendo todos por él. Sus hijos –aquí traigo a uno de ellos– ya no soportan la soledad. Ya no sabemos qué hacer. Pusimos denuncia y las autoridades no han hecho nada. Nos sentimos desamparados. Ayúdenme a encontrarlo”.

Las cifras son dispares. Nadie puede ponerse de acuerdo, mucho menos entre las autoridades. Las organizaciones no gubernamentales, el obispado de Saltillo, todos tienen su número. Sanjuana refiere cinco mil como la contabilidad exacta, pero en el peregrinar de otras familias cuyos seres queridos han desaparecido, se da cuenta de otras cantidades, hay quien da por ciertas -he conversado con ellas para condolerme de las ausencias- más de 10 mil personas cuyo paradero es inexistente.

Lo que pueda decirse oficialmente de los desaparecidos es especulación, porque como lo testimonia la narración de la reportera Martínez: Al celebrarse el Día Internacional del Detenido Desaparecido se hicieron manifestaciones por todo el país denunciando los cientos de casos registrados durante la guerra de Felipe Calderón, la falta de investigación judicial, el nulo interés del Estado por atender a los familiares de las víctimas, y la impunidad. Cientos de desapariciones forzadas son perpetradas por el Ejército, la Marina, la Policía Federal y las policías estatales y municipales. También los cárteles de la droga han secuestrado a miles.

Insisto en mi texto de ayer. Este es un asunto de seguridad pública, es responsabilidad principalísima -dadas las dimensiones del drama- de la Secretaría de Seguridad Pública Federal -presupuestalmente cubierta de oro, plata, armamento y sofisticados instrumentos cibernéticos de investigación y espionaje-, y sus funcionarios no pueden eludirla, no pueden transferir su responsabilidad culpando a los gobernadores y a los presidentes municipales, porque éstos carecen de recursos para hacerlo, porque no cae dentro del renglón de procuración de justicia sino de la prevención de la delincuencia. Se supone que crearon un laboratorio “con todos los juguetes de 24” de investigación criminal, y si funciona deben saber, o al menos tener idea de cómo y por qué crece el número de desaparecidos, a dónde los llevan o qué determina que, por capricho o necesidad, dejen de existir.

Narra -para partirnos el ánimo y el corazón- Sanjuana Martínez lo que debiera dejar insomnes a los integrantes del gabinete de Seguridad, pero sobre todo a los que se niegan a reconocer que el país sufre, padece, no tiene autoridad: Todos llevan el mismo peregrinar: delegaciones de policías, agencias del Ministerio Público, anfiteatros… “Vamos a todas partes, donde haya muertos, narcofosas. Andamos de estado en estado y no hay quién nos ayude. Fuimos a la capital y nada”, dice Martha Herrera Contreras.

El trabajo de taxista se ha convertido en algo peligroso. Decenas de trabajadores del volante han sido denunciados como desaparecidos. El llamado “halconeo” ha estigmatizado su labor. Desde el 4 de enero, Adalberto Luna Montoya desapareció. Era taxista en Huinalá: “Trabajaba en una base de taxis piratas en el panteón. La CROC le iba a arreglar sus placas. Encontramos su carro a los cuatro días de desaparecido. Por miedo no interpusimos denuncia”, dice Brenda Ruth Vanegas Martínez.

La hermana de Adalberto, Martha Yolanda, no para de llorar. Explica que su madre está deshecha, porque es el segundo hijo desaparecido; el primero, desde hace cuatro años. A Brenda la incertidumbre del futuro no le permite volver a su vida cotidiana. Llora también: “No sé qué hacer. Ya no sé qué decirles a mis niños. Mi hijo de nueve años se me descontrola. Se echa a la calle, corre y grita: ‘Yo me quiero perder como mi papá’”.

Caigo en la cuenta que el dolor puede convertirse en alimento. Éste cambiará, modificará radicalmente el sentir de los integrantes de las comunidades duramente afectadas, saqueadas de sus seres queridos, y en ese momento el reclamo dejará de ser verbal, a menos que desaparezcan a todos, como lo quiere el hijo de Adalberto, transido de dolor, para vivir necesita que se lo lleven, necesita desaparecer.

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