Patinada jarocha

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

El gobernador de Veracruz, Javier Duarte, explica en forma elocuente el porqué acusó de “terroristas” a quienes esparcieron mentiras a través de las redes sociales sobre inseguridad en el puerto, que provocaron pánico y angustia entre la población. Su conducta de “terrorismo y sabotaje”, tipificada en el Código Penal del estado, dice Duarte, “concuerda con la actividad que estas dos personas realizaron y que puso en riesgo a miles de niños”. Correcto. Pero por la vía de una ley retrógrada, Duarte camina al autoritarismo y al abuso del poder. Qué desgracia.

Duarte, cuyo gobierno es naciente, reaccionó con temor y falta de aplomo a su entorno y circunstancia. No se le puede negar razón al alegato de que la periodista María de Jesús Bravo y el tuitero Gilberto Martínez provocaron pánico al esparcir mentiras. Por sus falsedades, se suspendieron las clases y el gobierno desplazó sus fuerzas de seguridad y equipos de emergencia. Existió, en efecto, un daño directo e inmediato a la población y un costo al erario, además de arar al factor subjetivo –construido sobre realidades y percepciones-, de que se vive una guerra civil en todo México.

Pero la acusación de “terrorista” y las implicaciones legales que eso arrastra, son una respuesta política desmesurada que muestra la mano dura del joven gobernante, que no son buenos augurios para los veracruzanos, ni precedente sensato para la nación. Los momentos de crisis son los que exigen de los buenos gobernantes serenidad; cuando la histeria se apodera de quien toma las decisiones, todos pierden de su falta de aplomo y temple.

Duarte se subió al último peldaño de la escalera legal sin pisar todos los escalones previos. Aplicó una medida de cero tolerancia pero llevada al extremo de lo absurdo. Querer castigar a Bravo y Martínez con el rigor que no le aplica a sus policías metidos a criminales, o a los sicarios que imponen su ley en las calles veracruzanas a fuego y sangre, no lo proyecta como un gobernante con mando firme y decidido, sino como uno medroso, incapaz de enfrentar los nuevos desafíos para el manejo de la seguridad pública, como el desarrollo de políticas de comunicación que puedan neutralizar actos insensatos como en los que incurrieron los inculpados.

Los rumores que tienen impacto en un grupo social merecen ciertamente un castigo. Bravo y Vera, detenidos el 26 de agosto y arrestados presos al día siguiente, generaron una sicosis a través de las redes sociales. Difundieron que había secuestros de niños por parte de comandos armados, lanzamientos de granadas y matanzas en escuelas desde un helicóptero. Cuando les pedían la fuente de información, se la acreditaban a “familiares”; cuando los cuestionaban por imprecisiones de nombres de escuelas, las escondían en el nerviosismo.

El gobierno de Duarte los ubicó rápidamente –nunca pretendieron esconderse- y les fincó responsabilidades de terrorismo y sabotaje. La jueza Beatriz Hernández, cercana al secretario de gobierno, Gerardo Buganza, les dictó el auto de formal prisión con lo que se inició el juicio que, en caso de ser hallados culpables, pueden enfrentar una pena de cárcel hasta por 30 años.

El caso de Bravo y Martínez ha generado fuerte reacción en las redes sociales, cuyos usuarios quizás entienden la reacción gubernamental como una amenaza a ellos, y comienza a generar inquietud en organizaciones de derechos humanos en el mundo. No se ha trasladado a la gran prensa mexicana todavía, con lo cual ni hay debate masivo sobre este caso, ni hay manera que, de la discusión pública, pueda hacerse un replanteamiento de este incidente.

Quienes han objetado el fallo aducen que actuaron en pleno ejercicio de libertad de expresión. Quienes lo respaldan, insisten en que hubo un acto de “terrorismo” y de “sabotaje”. Quizás, ambas partes están equivocadas.

En 1919, en uno de los fallos de la Suprema Corte de Justicia más trascendentales de la historia, el magistrado Oliver Wendell Homes, elaboró el alegato sobre el caso de Charles Schenck, secretario general del Partido Socialista de Estados Unidos, quien imprimió y distribuyó a potenciales reclutas en el Ejército durante la Primera Guerra Mundial, 15 mil panfletos en donde alegaba que el reclutamiento era equiparable al “servicio involuntario”, que prohibía la Décimo Tercer Enmienda constitucional. El gobierno dijo que lo que había hecho, violaba el Acta de Espionaje, al provocar insubordinación en las Fuerzas Armadas.

Schenck respondió que esa Acta violaba la Primera Enmienda, que defiende la libertad de expresión. La Suprema Corte votó unánimemente contra su apelación, y Holmes explicó el fallo, que inventa la famosa frase de “peligro claro e inminente”, como la prueba que determina cuando un Estado puede limitar constitucionalmente los derechos de la libertad de expresión.

Para ejemplificarlo, Holmes elaboró la metáfora del grito de “fuego” en un local cerrado. “La más estricta protección de libertad de expresión no protegería a un hombre que falsamente grite fuego en un teatro y cause pánico”, dijo. “La pregunta en cada caso es si las palabras usadas en esas circunstancias son de una naturaleza que crean un peligro claro e inminente que el Congreso deba prevenir.

“Si hay un fuego en un teatro repleto, uno tiene ciertamente el derecho de gritar `¡fuego!´. De acuerdo con la ley vigente, inclusive esté obligado a ello. Al gritar falsamente `¡fuego!´, cuando uno sabe que no hay fuego, a fin de causar pánico, puede interpretarse que no está protegido por la Primera Enmienda”.

El fallo de la Corte estableció que en ciertos contextos, las palabras sí podrían crear un “peligro claro e inminente”, y aunque esa decisión fue revocada mucho tiempo después, se convirtió en el instrumento que permite, en forma balanceada, establecer los límites de la libertad de expresión para evitar que en su nombre, un discurso irresponsable o con malicia, donde las consecuencias pueden ser altamente negativas, tengan un escudo legal.

Bajo ese criterio, hoy ya universal, Bravo y Vera sí extralimitaron su derecho a expresarse libremente y provocaron un daño. Pero fincarles el delito de “terrorismo” y “sabotaje”, que los puede llevar tres décadas a la cárcel, es un ejercicio de fuerza totalmente bruta, propia de una mente primaria y sin balance, que esconde en una ley arcaica sus temores y limitaciones. Schenck, que violentó el reclutamiento en tiempos de una guerra mundial, sí pagó con la cárcel: seis meses, no 360, que es lo que quiere Duarte para un dúo de irresponsables.

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