Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
México cambió, nunca como en los últimos cinco años. La sociedad modificó hábitos, perdió expectativas, enriqueció su lenguaje, con el propósito de encontrar palabras adecuadas que le permitieran describir estados de ánimo, situaciones nuevas e inesperadas, ideas precisas para expresar las condiciones en las que viven los deudos de los muertos, pero sobre todo los de los desaparecidos.
Muerte suspendida es la etapa de vida en la que se encuentran los hermanos, novias o novios, los padres, tíos, abuelos y amigos de un desaparecido. Doy vuelta a esas dos terribles palabras, se arruga el corazón, se limita la razón por la descripción tan cabal de quien se queda a la espera de que la muerte llegue sin llegar, colgada de un ominoso aviso deja en suspenso a quien se queda en el mundo, destinado a permanecer en ese estado, en ese ser inexistente, o peor, como define Simone Weil a la desdicha, que va más allá de la desgracia y la tragedia, lindante con la muerte e inexpresable, porque nunca nadie regresó de la inexistencia para describir lo que hay del otro lado.
La muerte no es una experiencia, porque ésta corresponde a la vida, con ella se adquiere un comportamiento que enseña a ser humilde cuando se le cultiva. La muerte suspendida sí es experiencia de vida, se vive para contarla, como lo han narrado los padres de los desaparecidos con los cuales me he condolido durante largas y estremecedoras conversaciones.
Es preciso establecer la diferencia con las desapariciones políticas o por causas ideológicas. Existía la posibilidad de recuperarlos, al menos se conocía su destino aunque los cuerpos fueran borrados. El caso de las desapariciones actuales es distinto, cubierto por la incertidumbre y las leyendas urbanas. En entidades del norte de la república se habla de conejeras a 200 metros bajo tierra, donde a los desaparecidos se les tiene como esclavos en laboratorios de estupefacientes; corre la leyenda urbana de que los desaparecen para extirparles los órganos y venderlos, o se suman a los incontables migrantes de Centro y Sudamérica cuyo viaje culmina en una fosa clandestina, con el propósito de inhibir la emigración legal o ilegal a Estados Unidos.
Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila es una de las principales organizaciones de la Red de Defensores de Derechos Humanos y Familiares con Personas Desaparecidas. Han registrado que “cientos de personas de diferentes estados del país (Guerrero, Michoacán, Querétaro, Tamaulipas, Estado de México, Baja California, Nuevo León, Coahuila, Jalisco y el Distrito Federal) han desaparecido en Coahuila; personas cuyo único crimen es ser gente trabajadora y haberse encontrado en el lugar y en el momento equivocados”.
De este sufrimiento de la muerte suspendida podemos buscar una aproximación, para comprender, en Simone Weil, quien apunta: “En el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple sufrimiento. Se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que sólo a ella pertenece, la marca de la esclavitud. La esclavitud tal y como se practicaba en la antigua Roma es solamente la forma extrema de la desdicha. Los antiguos, que conocían bien esas cosas, decían: Un hombre pierde la mitad de su alma el día que se convierte en esclavo.
“La desdicha endurece y desespera porque imprime en el fondo del alma, como un hierro candente, un desprecio, una desazón, una repulsión de sí mismo, una sensación de culpabilidad y de mancha, que el crimen debería lógicamente producir y no produce. El mal habita en el alma del criminal sin que éste lo perciba; la que sí lo percibe es el alma del inocente desdichado. Parece como si el estado del alma que por esencia correspondería al criminal hubiese sido separado del crimen y unido a la desdicha, en proporción incluso a la inocencia del desdichado”.
Lo que ocurre entonces con los deudos en estado de muerte suspendida es que quedan avasallados por la desdicha, como fueron convertidos en desdichados quienes supieron, se enteraron de que alguno o algunos de sus seres queridos fallecieron de manera inesperada y violenta, y nadie, nadie desde el Estado y desde la fe les explica las razones por las cuales se transformaron, de un momento a otro, en viudos o viudas, huérfanos, pero sobre todo castigados por ese terrible hecho para el cual los lingüistas no han acertado a encontrar la palabra idónea, porque cómo se les llama a los que contra toda razón, pierden a uno o varios hijos.
Esa desdicha, en la lógica de Simone Weil, los convierte en esclavos; eso tampoco tiene remedio porque se pierde el alma y, en consecuencia, los transforma en desalmados, capaces de modificar su tradicional comportamiento para exigir del gobierno y del Estado la compensación adecuada, pero que no resarce nada, porque quién recupera la vida.
No es una exageración. Vayan, las autoridades, a Juchipila, Zacatecas, donde sicarios se adueñaron del pueblo para “limpiarlo”, y todos o casi todos asumieron su destino, humillados, convertidos en esclavos porque les mutilaron el alma al hacerlos desdichados.
México cambió, nunca como en los últimos cinco años. La sociedad modificó hábitos, perdió expectativas, enriqueció su lenguaje, con el propósito de encontrar palabras adecuadas que le permitieran describir estados de ánimo, situaciones nuevas e inesperadas, ideas precisas para expresar las condiciones en las que viven los deudos de los muertos, pero sobre todo los de los desaparecidos.
Muerte suspendida es la etapa de vida en la que se encuentran los hermanos, novias o novios, los padres, tíos, abuelos y amigos de un desaparecido. Doy vuelta a esas dos terribles palabras, se arruga el corazón, se limita la razón por la descripción tan cabal de quien se queda a la espera de que la muerte llegue sin llegar, colgada de un ominoso aviso deja en suspenso a quien se queda en el mundo, destinado a permanecer en ese estado, en ese ser inexistente, o peor, como define Simone Weil a la desdicha, que va más allá de la desgracia y la tragedia, lindante con la muerte e inexpresable, porque nunca nadie regresó de la inexistencia para describir lo que hay del otro lado.
La muerte no es una experiencia, porque ésta corresponde a la vida, con ella se adquiere un comportamiento que enseña a ser humilde cuando se le cultiva. La muerte suspendida sí es experiencia de vida, se vive para contarla, como lo han narrado los padres de los desaparecidos con los cuales me he condolido durante largas y estremecedoras conversaciones.
Es preciso establecer la diferencia con las desapariciones políticas o por causas ideológicas. Existía la posibilidad de recuperarlos, al menos se conocía su destino aunque los cuerpos fueran borrados. El caso de las desapariciones actuales es distinto, cubierto por la incertidumbre y las leyendas urbanas. En entidades del norte de la república se habla de conejeras a 200 metros bajo tierra, donde a los desaparecidos se les tiene como esclavos en laboratorios de estupefacientes; corre la leyenda urbana de que los desaparecen para extirparles los órganos y venderlos, o se suman a los incontables migrantes de Centro y Sudamérica cuyo viaje culmina en una fosa clandestina, con el propósito de inhibir la emigración legal o ilegal a Estados Unidos.
Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila es una de las principales organizaciones de la Red de Defensores de Derechos Humanos y Familiares con Personas Desaparecidas. Han registrado que “cientos de personas de diferentes estados del país (Guerrero, Michoacán, Querétaro, Tamaulipas, Estado de México, Baja California, Nuevo León, Coahuila, Jalisco y el Distrito Federal) han desaparecido en Coahuila; personas cuyo único crimen es ser gente trabajadora y haberse encontrado en el lugar y en el momento equivocados”.
De este sufrimiento de la muerte suspendida podemos buscar una aproximación, para comprender, en Simone Weil, quien apunta: “En el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple sufrimiento. Se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que sólo a ella pertenece, la marca de la esclavitud. La esclavitud tal y como se practicaba en la antigua Roma es solamente la forma extrema de la desdicha. Los antiguos, que conocían bien esas cosas, decían: Un hombre pierde la mitad de su alma el día que se convierte en esclavo.
“La desdicha endurece y desespera porque imprime en el fondo del alma, como un hierro candente, un desprecio, una desazón, una repulsión de sí mismo, una sensación de culpabilidad y de mancha, que el crimen debería lógicamente producir y no produce. El mal habita en el alma del criminal sin que éste lo perciba; la que sí lo percibe es el alma del inocente desdichado. Parece como si el estado del alma que por esencia correspondería al criminal hubiese sido separado del crimen y unido a la desdicha, en proporción incluso a la inocencia del desdichado”.
Lo que ocurre entonces con los deudos en estado de muerte suspendida es que quedan avasallados por la desdicha, como fueron convertidos en desdichados quienes supieron, se enteraron de que alguno o algunos de sus seres queridos fallecieron de manera inesperada y violenta, y nadie, nadie desde el Estado y desde la fe les explica las razones por las cuales se transformaron, de un momento a otro, en viudos o viudas, huérfanos, pero sobre todo castigados por ese terrible hecho para el cual los lingüistas no han acertado a encontrar la palabra idónea, porque cómo se les llama a los que contra toda razón, pierden a uno o varios hijos.
Esa desdicha, en la lógica de Simone Weil, los convierte en esclavos; eso tampoco tiene remedio porque se pierde el alma y, en consecuencia, los transforma en desalmados, capaces de modificar su tradicional comportamiento para exigir del gobierno y del Estado la compensación adecuada, pero que no resarce nada, porque quién recupera la vida.
No es una exageración. Vayan, las autoridades, a Juchipila, Zacatecas, donde sicarios se adueñaron del pueblo para “limpiarlo”, y todos o casi todos asumieron su destino, humillados, convertidos en esclavos porque les mutilaron el alma al hacerlos desdichados.
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