Jenaro Villamil
El “sexenio del empleo” recibió en vísperas de la conmemoración del Día de los Niños Héroes de Chapultepec una noticia nada agradable: con 7 millones 226 mil jóvenes de entre 15 y 29 años que no estudian ni trabajan, México ocupa el tercer lugar dentro de los 34 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), presunto club de naciones desarrolladas, el tercer lugar en porcentaje de ninis, sólo por debajo de Turquía y de Israel.
La noticia fue el tema de portada en los periódicos La Jornada, Milenio Diario, Reforma, los principales noticieros radiofónicos y, por supuesto, en los blogs y redes sociales ha generado una reacción de alarma que no parece perturbar al gobierno federal, tan insistente en poner como prioridad el tema del combate al crimen organizado y evadir la fractura social provocada por la crisis económica.
Las cifras comparativas indican que México tiene el primer lugar en la OCDE de mujeres ninis: representan el 38 por ciento del total de 7.2 millones de jóvenes sin empleo ni trabajo; sólo el 45 por ciento de los adolescentes y jóvenes mexicanos que ingresan a estudios medios superiores concluyen, en contraste con la media internacional de cumplimiento que es de 68 por ciento; México gasta más por un alumno de nivel universitario per cápita (6 mil 298 dólares anuales) que por los estudiantes de primaria (2 mil 246 dólares).
El estudio de la OCDE también revela que los verdaderos ninis héroes de nuestro país son aquellos de más escasos recursos. Las cifras indican que si bien la tendencia es que a mayor nivel socioeconómico, mejore resultados escolares, existe en México un 30 por ciento de los estudiantes más desfavorecidos económicamente que se ubican en el 25 por ciento de los que, en términos totales, son mejores alumnos. Buena parte de estos estudiantes deben abandonar la educación media superior por falta de recursos económicos, la ausencia de becas y apoyos estatales para evitar la deserción y estimular el buen desempeño académico.
El término ninis se ha generalizado, aunque la connotación peyorativa trata de encubrir el problema fundamental: se trata de jóvenes que dejan de estudiar y no encuentran trabajo no por su voluntad, por flojos o por falta de capacidades sino por el desmantelamiento de un modelo de Estado que antes trataba las demandas de educación y empleo que la “mano invisible” del mercado no logra responder.
En otras palabras, es el fracaso de un modelo neoliberal intenso, que privilegia el trabajo precario (los call centers, los outsourcing y toda la gama de empleos mal pagados, sin seguridad social ni capacitación que han proliferado, gracias a esta filosofía de que en el neoliberalismo sobrevive el más fuerte y no el más capaz), y menosprecia el desarrollo profesional y personal, a partir de un trabajo digno, bien pagado, con seguridad social y con perspectivas de crecimiento y de realización personal.
El informe de la OCDE no lo señala, pero justo en aquellos países –como México- donde ha crecido el porcentaje de jóvenes sin trabajo ni empleo también se ha reforzado la concentración del ingreso, la distribución inequitativa del salario y la ausencia de parámetros entre capacidades e ingresos.
No en balde, un joven con licenciatura o hasta maestría tiene que aceptar un salario de 3 mil pesos mensuales para acosar a tarjetahabientes en algún call center, con jornadas superiores a las 8 horas de trabajo. Y, en el otro extremo, existen empresas con disparidades salariales alarmantes. Por ejemplo, en un medio electrónico un reportero o redactor de base gana menos de 3 mil pesos mensuales y un conductor afamado puede tener ingresos superiores a los 100 mil pesos mensuales, siempre y cuando garantice docilidad frente a los intereses de la empresa.
El drama sociológico y generacional que representa este fenómeno no sólo es la explicación de los empleos precarios, del reclutamiento de jóvenes en la delincuencia organizada o la proliferación de la informalidad. Es también la explicación del quiebre de un sistema político que tras once años de alternancia y más de 25 años de promover “la transición a la democracia” no le ha garantizado a las nuevas generaciones lo elemental: un presente digno, una autoestima social.
El “sexenio del empleo” recibió en vísperas de la conmemoración del Día de los Niños Héroes de Chapultepec una noticia nada agradable: con 7 millones 226 mil jóvenes de entre 15 y 29 años que no estudian ni trabajan, México ocupa el tercer lugar dentro de los 34 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), presunto club de naciones desarrolladas, el tercer lugar en porcentaje de ninis, sólo por debajo de Turquía y de Israel.
La noticia fue el tema de portada en los periódicos La Jornada, Milenio Diario, Reforma, los principales noticieros radiofónicos y, por supuesto, en los blogs y redes sociales ha generado una reacción de alarma que no parece perturbar al gobierno federal, tan insistente en poner como prioridad el tema del combate al crimen organizado y evadir la fractura social provocada por la crisis económica.
Las cifras comparativas indican que México tiene el primer lugar en la OCDE de mujeres ninis: representan el 38 por ciento del total de 7.2 millones de jóvenes sin empleo ni trabajo; sólo el 45 por ciento de los adolescentes y jóvenes mexicanos que ingresan a estudios medios superiores concluyen, en contraste con la media internacional de cumplimiento que es de 68 por ciento; México gasta más por un alumno de nivel universitario per cápita (6 mil 298 dólares anuales) que por los estudiantes de primaria (2 mil 246 dólares).
El estudio de la OCDE también revela que los verdaderos ninis héroes de nuestro país son aquellos de más escasos recursos. Las cifras indican que si bien la tendencia es que a mayor nivel socioeconómico, mejore resultados escolares, existe en México un 30 por ciento de los estudiantes más desfavorecidos económicamente que se ubican en el 25 por ciento de los que, en términos totales, son mejores alumnos. Buena parte de estos estudiantes deben abandonar la educación media superior por falta de recursos económicos, la ausencia de becas y apoyos estatales para evitar la deserción y estimular el buen desempeño académico.
El término ninis se ha generalizado, aunque la connotación peyorativa trata de encubrir el problema fundamental: se trata de jóvenes que dejan de estudiar y no encuentran trabajo no por su voluntad, por flojos o por falta de capacidades sino por el desmantelamiento de un modelo de Estado que antes trataba las demandas de educación y empleo que la “mano invisible” del mercado no logra responder.
En otras palabras, es el fracaso de un modelo neoliberal intenso, que privilegia el trabajo precario (los call centers, los outsourcing y toda la gama de empleos mal pagados, sin seguridad social ni capacitación que han proliferado, gracias a esta filosofía de que en el neoliberalismo sobrevive el más fuerte y no el más capaz), y menosprecia el desarrollo profesional y personal, a partir de un trabajo digno, bien pagado, con seguridad social y con perspectivas de crecimiento y de realización personal.
El informe de la OCDE no lo señala, pero justo en aquellos países –como México- donde ha crecido el porcentaje de jóvenes sin trabajo ni empleo también se ha reforzado la concentración del ingreso, la distribución inequitativa del salario y la ausencia de parámetros entre capacidades e ingresos.
No en balde, un joven con licenciatura o hasta maestría tiene que aceptar un salario de 3 mil pesos mensuales para acosar a tarjetahabientes en algún call center, con jornadas superiores a las 8 horas de trabajo. Y, en el otro extremo, existen empresas con disparidades salariales alarmantes. Por ejemplo, en un medio electrónico un reportero o redactor de base gana menos de 3 mil pesos mensuales y un conductor afamado puede tener ingresos superiores a los 100 mil pesos mensuales, siempre y cuando garantice docilidad frente a los intereses de la empresa.
El drama sociológico y generacional que representa este fenómeno no sólo es la explicación de los empleos precarios, del reclutamiento de jóvenes en la delincuencia organizada o la proliferación de la informalidad. Es también la explicación del quiebre de un sistema político que tras once años de alternancia y más de 25 años de promover “la transición a la democracia” no le ha garantizado a las nuevas generaciones lo elemental: un presente digno, una autoestima social.
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