José Carreño Figueras
La relación entre México y Estados Unidos parece ahora en manos de dos personas descritas como de carácter fuerte. El presidente Felipe Calderón ha sido descrito como irascible y todas las descripciones son de que Earl Anthony Wayne, el nuevo embajador estadounidense, es por su parte un “duro”.
Si alguno de ellos será más prudente que el otro o simplemente los dos llegaran a una forma de convivencia está por verse, pero todas las señales son de que Wayne tiene tanta urgencia como su predecesor, Carlos Pascual, pero aprendió la lección de que no se puede empujar al gobierno mexicano aún con las mejores intenciones.
El presidente Calderón se habría enterado también de que puede empujar pero que hay costos: un hombre bueno, comprometido con el país, es sustituido por un experto diplomático con fama de dureza. Más aún, el mandatario sabe que Wayne ha sido informado de que el presidente mexicano es antiestadounidense. Y Wayne está consciente de que el presidente mexicano sabe que el nuevo embajador no sabe mucho de México, aunque tiene un equipo capaz
No hay amor perdido, pero la verdad es que hay muchos intereses comunes y eso, a veces, vale más que amistad y afecto.
Pero la verdad no debería ser así. En los últimos 15 años los gobiernos de los dos países se han esforzado por “aislar” la relación bilateral de los incidentes entre sus componentes mejores.
Ahora los dos gobiernos deben esforzarse por regresar a esa situación.
Si bien es cierto que Pascual sobrepasó tal vez los límites al tratar de presionar a uno y otro gobiernos para acelerar medidas que veía como urgentes, el presidente Calderón exageró su respuesta y sentó un precedente peligroso, en el que llegaron a invocarse cuestiones de afectos personales (Y por cierto, su protegido director de la Comisión Federal de Electricidad tendrá que seguir tratando con Pascual, ahora a cargo de política energética del Departamento de Estado).
Ahora, en vez de un interlocutor dispuesto a hacer un esfuerzo extra el presidente Calderón se encuentra un administrador fuerte, capaz, que acompañará la última fase de su gobierno con profesionalismo y aún entusiasmo pero a final de cuentas, un servidor a ultranza de los intereses de su país.
La relación depende ahora de cómo se lleven esos dos personajes.
Y eso es importante, porque ambos países entran ya en un período electoral en el que las tácticas políticas de momento y las frases grandilocuentes suelen tener más peso que las consideraciones y necesidades de largo plazo.
La relación entre México y Estados Unidos parece ahora en manos de dos personas descritas como de carácter fuerte. El presidente Felipe Calderón ha sido descrito como irascible y todas las descripciones son de que Earl Anthony Wayne, el nuevo embajador estadounidense, es por su parte un “duro”.
Si alguno de ellos será más prudente que el otro o simplemente los dos llegaran a una forma de convivencia está por verse, pero todas las señales son de que Wayne tiene tanta urgencia como su predecesor, Carlos Pascual, pero aprendió la lección de que no se puede empujar al gobierno mexicano aún con las mejores intenciones.
El presidente Calderón se habría enterado también de que puede empujar pero que hay costos: un hombre bueno, comprometido con el país, es sustituido por un experto diplomático con fama de dureza. Más aún, el mandatario sabe que Wayne ha sido informado de que el presidente mexicano es antiestadounidense. Y Wayne está consciente de que el presidente mexicano sabe que el nuevo embajador no sabe mucho de México, aunque tiene un equipo capaz
No hay amor perdido, pero la verdad es que hay muchos intereses comunes y eso, a veces, vale más que amistad y afecto.
Pero la verdad no debería ser así. En los últimos 15 años los gobiernos de los dos países se han esforzado por “aislar” la relación bilateral de los incidentes entre sus componentes mejores.
Ahora los dos gobiernos deben esforzarse por regresar a esa situación.
Si bien es cierto que Pascual sobrepasó tal vez los límites al tratar de presionar a uno y otro gobiernos para acelerar medidas que veía como urgentes, el presidente Calderón exageró su respuesta y sentó un precedente peligroso, en el que llegaron a invocarse cuestiones de afectos personales (Y por cierto, su protegido director de la Comisión Federal de Electricidad tendrá que seguir tratando con Pascual, ahora a cargo de política energética del Departamento de Estado).
Ahora, en vez de un interlocutor dispuesto a hacer un esfuerzo extra el presidente Calderón se encuentra un administrador fuerte, capaz, que acompañará la última fase de su gobierno con profesionalismo y aún entusiasmo pero a final de cuentas, un servidor a ultranza de los intereses de su país.
La relación depende ahora de cómo se lleven esos dos personajes.
Y eso es importante, porque ambos países entran ya en un período electoral en el que las tácticas políticas de momento y las frases grandilocuentes suelen tener más peso que las consideraciones y necesidades de largo plazo.
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