Otto Schober / La Línea del Tiempo
Lucas Alamán señala en su Historia de México: “En el plan de la revolución siguió Hidalgo las mismas ideas de los promovedores de la independencia en las juntas de Iturrigaray.
Proclamaba a Fernando VII: pretendía sostener sus derechos y defenderlos contra las intenciones de los españoles, que trataban de entregar al país a los franceses dueños ya de España, los cuales destruirían la religión, profanarían las iglesias y extinguirían el culto católico.
La religión hacía el papel principal, y como la imagen de Guadalupe es el objeto preferente del culto de los mexicanos, la inscripción que se puso en las banderas de la revolución fue: ‘Viva la religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII.
Viva la América y muera el mal gobierno’, pero el pueblo que se agolpaba a seguir esta bandera, simplificaba la inscripción y el efecto de ella gritando solamente ‘Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”.
El historiador Roberto Blancate narra: “Al pasar por el santuario de Atotonilco, Hidalgo, que hasta entonces no tenía plan ni idea determinada sobre el modo de dirigir la revolución, vio casualmente en la sacristía un cuadro de la Virgen de Guadalupe, y creyendo que le sería útil apoyar su empresa en la devoción tan general a aquella santa imagen, lo hizo suspender en la hasta de una lanza, y vino a ser desde entonces el ‘lábaro’, o bandera de su ejército”.
En suma, que el problema de Hidalgo, para los conservadores por lo menos, no fue defender a la Iglesia de la usurpación anticlerical francesa, ni utilizar un símbolo religioso, sino haberlo hecho para alcanzar, por medio de la violencia revolucionaria, la Independencia de México. Es por ello que, para todos efectos prácticos, resulta hasta cierto punto irrelevante si Hidalgo y Morelos fueron sacerdotes.
Lo importante es que, ciertamente ayudados por el peso de la simbología religiosa, condujeron una lucha que trascendía los posibles objetivos religiosos y que eventualmente culminaría con la independencia de la nación mexicana, a pesar de la propia iglesia, que en su momento hizo todo lo posible para frenarla.
En los últimos días de octubre de 1810, los habitantes de la Ciudad de México, no sabían qué hacer ante los más de 80,000 indios que seguían al señor cura, según Lucas Alamán, eran “una muchedumbre de indios que no bajaban de 80,000, armados de lanzas, piedras y palos, tan prevenidos para el saqueo de Méjico, que traían consigo los sacos para llevarse lo que cogiesen... y con continuos gritos y alaridos, trataban de inspirar terror y pavor”.
Buscaban el saqueo, no los ideales o principios de la independencia, como afirma la historia oficial y patriotera. El 30 de octubre se dio la batalla cerca de México, en el florido valle al pie del Cerro de las Cruces... Muchos historiadores han creído que Hidalgo, después de la batalla, no entró a la Ciudad de México por temor a que sus hordas saquearan y asolaran la bella ciudad de los palacios: Alamán desmiente esa versión y opina que fue el bien fundado temor de que los refuerzos que traía Calleja derrotaran a sus miles y miles de indios.
Lucas Alamán señala en su Historia de México: “En el plan de la revolución siguió Hidalgo las mismas ideas de los promovedores de la independencia en las juntas de Iturrigaray.
Proclamaba a Fernando VII: pretendía sostener sus derechos y defenderlos contra las intenciones de los españoles, que trataban de entregar al país a los franceses dueños ya de España, los cuales destruirían la religión, profanarían las iglesias y extinguirían el culto católico.
La religión hacía el papel principal, y como la imagen de Guadalupe es el objeto preferente del culto de los mexicanos, la inscripción que se puso en las banderas de la revolución fue: ‘Viva la religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII.
Viva la América y muera el mal gobierno’, pero el pueblo que se agolpaba a seguir esta bandera, simplificaba la inscripción y el efecto de ella gritando solamente ‘Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”.
El historiador Roberto Blancate narra: “Al pasar por el santuario de Atotonilco, Hidalgo, que hasta entonces no tenía plan ni idea determinada sobre el modo de dirigir la revolución, vio casualmente en la sacristía un cuadro de la Virgen de Guadalupe, y creyendo que le sería útil apoyar su empresa en la devoción tan general a aquella santa imagen, lo hizo suspender en la hasta de una lanza, y vino a ser desde entonces el ‘lábaro’, o bandera de su ejército”.
En suma, que el problema de Hidalgo, para los conservadores por lo menos, no fue defender a la Iglesia de la usurpación anticlerical francesa, ni utilizar un símbolo religioso, sino haberlo hecho para alcanzar, por medio de la violencia revolucionaria, la Independencia de México. Es por ello que, para todos efectos prácticos, resulta hasta cierto punto irrelevante si Hidalgo y Morelos fueron sacerdotes.
Lo importante es que, ciertamente ayudados por el peso de la simbología religiosa, condujeron una lucha que trascendía los posibles objetivos religiosos y que eventualmente culminaría con la independencia de la nación mexicana, a pesar de la propia iglesia, que en su momento hizo todo lo posible para frenarla.
En los últimos días de octubre de 1810, los habitantes de la Ciudad de México, no sabían qué hacer ante los más de 80,000 indios que seguían al señor cura, según Lucas Alamán, eran “una muchedumbre de indios que no bajaban de 80,000, armados de lanzas, piedras y palos, tan prevenidos para el saqueo de Méjico, que traían consigo los sacos para llevarse lo que cogiesen... y con continuos gritos y alaridos, trataban de inspirar terror y pavor”.
Buscaban el saqueo, no los ideales o principios de la independencia, como afirma la historia oficial y patriotera. El 30 de octubre se dio la batalla cerca de México, en el florido valle al pie del Cerro de las Cruces... Muchos historiadores han creído que Hidalgo, después de la batalla, no entró a la Ciudad de México por temor a que sus hordas saquearan y asolaran la bella ciudad de los palacios: Alamán desmiente esa versión y opina que fue el bien fundado temor de que los refuerzos que traía Calleja derrotaran a sus miles y miles de indios.
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