Lydia Cacho / Plan B
Hace tiempo entrevisté a un médico que hizo su fortuna haciendo cirugías estéticas para el cártel de Cali. Famoso entre los narcos por su eficiencia para poner implantes de senos a más de 3 mil jovencitas “novias” de sus clientes.
Para él, como para miles de hombres en el mundo, estas jóvenes cooptadas por la delincuencia organizada eran casi objetos desechables. Los entrevistados durante mis investigaciones sobre trata de mujeres en Latinoamérica esgrimían como argumento central la justificación de la violencia sexual que comienza en el hogar y que se reproduce socialmente.
Cantidad de adultos consideran que si una niña ya fue abusada por algún familiar o violada por un extraño se convierte en un objeto “usado”, y pasa a formar parte de los miles de víctimas potenciales de otras formas de explotación que, sin protección y atención especializada, sin recursos emocionales y culturales para entender los procesos de normalización de los abusos y el control de abusadores con poder (desde criminal hasta político o simplemente económico), quedan abandonadas por la sociedad. Aunque no todas las víctimas de trata vivieron abusos infantiles, el mecanismo de justificación sexista aplica a todos los casos, más cuando los enganchadores son novios violentos.
Y es que uno de los subproductos que generó la narcoguerra en Colombia fue la normalización de la explotación sexual de mujeres de entre 12 y 21 años. Mientras el Gobierno se obsesionaba con un discurso monotemático sobre las toneladas de cocaína, los tráileres cargados de armas y el número de capos detenidos, la sociedad, abrumada por la violencia sistémica, por las extorsiones y las muertes de periodistas, jueces y empresarios, se resguardaba en sus hogares o buscaba estrategias culturales para alejar a las y los jóvenes de las adicciones.
Mientras tanto los cuadros medios de la delincuencia organizada entretejieron un poderoso discurso sobre el glamour de la prostitución de jóvenes. Bailarinas, novias de narcos, actrices de pornografía adolescente, modelos de calendarios nudistas. Chicas contratadas como modelos forzadas luego a ser mulas para transportar drogas y edecanes para conciertos organizados por los narcomenudistas, quienes promovían las drogas sintéticas y el crack. Y por supuesto el mercado de bares de table dance incrementó en más de 300%, acompañados de la promoción de prostitución en casas de juego clandestinas.
Si algo podemos hacer en México es aprender las lecciones que la guerra en Colombia dejó al mundo. Evidenciar la violencia, la corrupción y la debilidad del Estado es sin duda una obligación de los medios.
Hace un mes formé parte de una red que rescató a AR, una adolescente de Tamaulipas que fue embaucada por Facebook por una red de tratantes norteños. Encontrarla no fue tan difícil, la fortaleza de la madre se convirtió en motor de inspiración, el rescate fue complejo por la protección de los jóvenes tratantes que aunque no pertenecen a ningún cártel, han sabido construir una red criminal similar a la de “Sin Tetas no hay Paraíso”. Pero tal vez una en mil adolescentes mexicanas cooptadas por tratantes tiene la suerte de ser rescatada y protegida. Nadie absolutamente le habló a AR de trata de personas, ni de los peligros y los métodos utilizados por los enganchadores en redes sociales, fiestas y escuelas. Lo cierto es que si hubiera tenido herramientas, las posibilidades de caer en la trampa inicial habrían sido mínimas.
Ciertamente hay muchas cosas que no están en nuestras manos en cuanto a la terrible situación que se vive en México, pero la prevención sí lo está.
Un ejemplo de opciones prácticas puede encontrarse en el sitio “www.yonoestoyenventa.org”.
Hace tiempo entrevisté a un médico que hizo su fortuna haciendo cirugías estéticas para el cártel de Cali. Famoso entre los narcos por su eficiencia para poner implantes de senos a más de 3 mil jovencitas “novias” de sus clientes.
Para él, como para miles de hombres en el mundo, estas jóvenes cooptadas por la delincuencia organizada eran casi objetos desechables. Los entrevistados durante mis investigaciones sobre trata de mujeres en Latinoamérica esgrimían como argumento central la justificación de la violencia sexual que comienza en el hogar y que se reproduce socialmente.
Cantidad de adultos consideran que si una niña ya fue abusada por algún familiar o violada por un extraño se convierte en un objeto “usado”, y pasa a formar parte de los miles de víctimas potenciales de otras formas de explotación que, sin protección y atención especializada, sin recursos emocionales y culturales para entender los procesos de normalización de los abusos y el control de abusadores con poder (desde criminal hasta político o simplemente económico), quedan abandonadas por la sociedad. Aunque no todas las víctimas de trata vivieron abusos infantiles, el mecanismo de justificación sexista aplica a todos los casos, más cuando los enganchadores son novios violentos.
Y es que uno de los subproductos que generó la narcoguerra en Colombia fue la normalización de la explotación sexual de mujeres de entre 12 y 21 años. Mientras el Gobierno se obsesionaba con un discurso monotemático sobre las toneladas de cocaína, los tráileres cargados de armas y el número de capos detenidos, la sociedad, abrumada por la violencia sistémica, por las extorsiones y las muertes de periodistas, jueces y empresarios, se resguardaba en sus hogares o buscaba estrategias culturales para alejar a las y los jóvenes de las adicciones.
Mientras tanto los cuadros medios de la delincuencia organizada entretejieron un poderoso discurso sobre el glamour de la prostitución de jóvenes. Bailarinas, novias de narcos, actrices de pornografía adolescente, modelos de calendarios nudistas. Chicas contratadas como modelos forzadas luego a ser mulas para transportar drogas y edecanes para conciertos organizados por los narcomenudistas, quienes promovían las drogas sintéticas y el crack. Y por supuesto el mercado de bares de table dance incrementó en más de 300%, acompañados de la promoción de prostitución en casas de juego clandestinas.
Si algo podemos hacer en México es aprender las lecciones que la guerra en Colombia dejó al mundo. Evidenciar la violencia, la corrupción y la debilidad del Estado es sin duda una obligación de los medios.
Hace un mes formé parte de una red que rescató a AR, una adolescente de Tamaulipas que fue embaucada por Facebook por una red de tratantes norteños. Encontrarla no fue tan difícil, la fortaleza de la madre se convirtió en motor de inspiración, el rescate fue complejo por la protección de los jóvenes tratantes que aunque no pertenecen a ningún cártel, han sabido construir una red criminal similar a la de “Sin Tetas no hay Paraíso”. Pero tal vez una en mil adolescentes mexicanas cooptadas por tratantes tiene la suerte de ser rescatada y protegida. Nadie absolutamente le habló a AR de trata de personas, ni de los peligros y los métodos utilizados por los enganchadores en redes sociales, fiestas y escuelas. Lo cierto es que si hubiera tenido herramientas, las posibilidades de caer en la trampa inicial habrían sido mínimas.
Ciertamente hay muchas cosas que no están en nuestras manos en cuanto a la terrible situación que se vive en México, pero la prevención sí lo está.
Un ejemplo de opciones prácticas puede encontrarse en el sitio “www.yonoestoyenventa.org”.
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