Antonio Navalón
Todos quienes guían a los suspirantes a la Presidencia de la República, los que comandan los cuartos de guerra, los estrategas de campaña, los intelectuales de “a cuánto la idea” y, sobre todo, quienes les dicen –como si fueran el espejito mágico– cómo van sus preferencias electorales y cuánto los ama su pueblo, todos ellos deberían de leer “El Jefe Máximo”.
La aspiración de ser el jefe máximo anida en el corazón de cualquiera, pero más en quienes anhelan ser presidente de México. La gente normal como usted o yo sabemos que para ser el mandatario de nuestra nación hay que hacer o tener algo especial, muy especial: no está claro si debe ser bueno, malo o regular, pero sí especial.
Las personas normales queremos tener nuestra vida, nuestra familia, “nuestra hacienda, y nuestro arreo” –como decía el poeta. Y muchos también queremos hacer lo que se pueda para que esta casa común de todos llamada México no esté más sucia al irnos que cuando llegamos a habitarla.
Sin embargo, quienes tienen vocación de jefe máximo y buscan conducir al país deben saber que más allá del efecto electrizante que puede producir sentir la banda presidencial con el vuelo del águila sobre su pecho, la primera silla del Poder Ejecutivo acarrea más cosas duras y amargas que dulces y buenas, tal como lo narra la novela de Ignacio Solares.
Encuentro muchas similitudes entre lo que ahora sucede y lo escrito en el libro. Por ejemplo, todo mexicano debe saber que, nos guste o no, venimos de “la bola”, de la violencia y la sangre, situación que le tocó administrar a Plutarco Elías Calles –“El Jefe Máximo”– después de la victoria electoral de Álvaro Obregón.
Si la luz no se hubiera apagado en el Parque de La Bombilla, con Obregón vivo la lista de bajas y muertos hubiera sido incesante. Calles pudo crear el Estado moderno, quizá imperfecto pero el único que hemos tenido, sobre dos principios básicos: uno, es mejor un mal arreglo que un buen pleito y, dos, todos los mexicanos bien o mal nacidos saben que de levantar su mano contra el presidente serán borrados de la faz de la Tierra por un rayo divino.
Es un hecho que hoy, al igual que en tiempos de Calles, los presidenciables, llámense Enrique, Manlio, Josefina, Ernesto, Andrés Manuel o Marcelo, deben abrevar de la gran lección de “El Jefe Máximo”, lección que hay que usar como si fueran máximas de Maquiavelo. Se resume en que cuando a Calles le tocó administrar la elección en la que según la voluntad del pueblo mexicano ganó Obregón la tendencia generalizada era: de la sangre vinimos y hacia la violencia vamos.
Con la muerte de Obregón comenzó un proceso, no solamente de cambio institucional y triunfo de la no reelección, sino que dio inicio el gran final de “vámonos a la bola”. El próximo jefe máximo, el que sustituya a Felipe Calderón, debe saber que su primer reto –y por eso le recomiendo fervientemente la lectura del libro– es resolver cómo vivir, convivir y cortar con ello la hemorragia de sangre en cuyo salobre manantial se celebrarán las elecciones.
Estoy convencido de que el siguiente presidente gobernará con un problema que si no se hubiera enfrentado, como lo hizo Calderón, naturalmente hoy sería –supongo– mucho más grave para la sociedad, aunque menos visible. Cortar la hemorragia, acabar con la sangre y cerrar la incorporación de los mexicanos a la “bola” es el desafío más grande.
Por eso, aunque sea envuelto en espiritismo y aunque sea un viaje al más allá y al más acá –como el que plantea la muy inteligente novela de Solares–, le recomiendo al próximo mandatario leer con cuidado esas páginas, pues como Calles se vio, él se verá.
Todos quienes guían a los suspirantes a la Presidencia de la República, los que comandan los cuartos de guerra, los estrategas de campaña, los intelectuales de “a cuánto la idea” y, sobre todo, quienes les dicen –como si fueran el espejito mágico– cómo van sus preferencias electorales y cuánto los ama su pueblo, todos ellos deberían de leer “El Jefe Máximo”.
La aspiración de ser el jefe máximo anida en el corazón de cualquiera, pero más en quienes anhelan ser presidente de México. La gente normal como usted o yo sabemos que para ser el mandatario de nuestra nación hay que hacer o tener algo especial, muy especial: no está claro si debe ser bueno, malo o regular, pero sí especial.
Las personas normales queremos tener nuestra vida, nuestra familia, “nuestra hacienda, y nuestro arreo” –como decía el poeta. Y muchos también queremos hacer lo que se pueda para que esta casa común de todos llamada México no esté más sucia al irnos que cuando llegamos a habitarla.
Sin embargo, quienes tienen vocación de jefe máximo y buscan conducir al país deben saber que más allá del efecto electrizante que puede producir sentir la banda presidencial con el vuelo del águila sobre su pecho, la primera silla del Poder Ejecutivo acarrea más cosas duras y amargas que dulces y buenas, tal como lo narra la novela de Ignacio Solares.
Encuentro muchas similitudes entre lo que ahora sucede y lo escrito en el libro. Por ejemplo, todo mexicano debe saber que, nos guste o no, venimos de “la bola”, de la violencia y la sangre, situación que le tocó administrar a Plutarco Elías Calles –“El Jefe Máximo”– después de la victoria electoral de Álvaro Obregón.
Si la luz no se hubiera apagado en el Parque de La Bombilla, con Obregón vivo la lista de bajas y muertos hubiera sido incesante. Calles pudo crear el Estado moderno, quizá imperfecto pero el único que hemos tenido, sobre dos principios básicos: uno, es mejor un mal arreglo que un buen pleito y, dos, todos los mexicanos bien o mal nacidos saben que de levantar su mano contra el presidente serán borrados de la faz de la Tierra por un rayo divino.
Es un hecho que hoy, al igual que en tiempos de Calles, los presidenciables, llámense Enrique, Manlio, Josefina, Ernesto, Andrés Manuel o Marcelo, deben abrevar de la gran lección de “El Jefe Máximo”, lección que hay que usar como si fueran máximas de Maquiavelo. Se resume en que cuando a Calles le tocó administrar la elección en la que según la voluntad del pueblo mexicano ganó Obregón la tendencia generalizada era: de la sangre vinimos y hacia la violencia vamos.
Con la muerte de Obregón comenzó un proceso, no solamente de cambio institucional y triunfo de la no reelección, sino que dio inicio el gran final de “vámonos a la bola”. El próximo jefe máximo, el que sustituya a Felipe Calderón, debe saber que su primer reto –y por eso le recomiendo fervientemente la lectura del libro– es resolver cómo vivir, convivir y cortar con ello la hemorragia de sangre en cuyo salobre manantial se celebrarán las elecciones.
Estoy convencido de que el siguiente presidente gobernará con un problema que si no se hubiera enfrentado, como lo hizo Calderón, naturalmente hoy sería –supongo– mucho más grave para la sociedad, aunque menos visible. Cortar la hemorragia, acabar con la sangre y cerrar la incorporación de los mexicanos a la “bola” es el desafío más grande.
Por eso, aunque sea envuelto en espiritismo y aunque sea un viaje al más allá y al más acá –como el que plantea la muy inteligente novela de Solares–, le recomiendo al próximo mandatario leer con cuidado esas páginas, pues como Calles se vio, él se verá.
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