El eslabón maldito

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

En un solo día de agosto se informó de la detención de 16 policías en Hidalgo que estaban en la nómina de Los Zetas, de seis agentes ministeriales en Tabasco que servían de apoyo a narcotraficantes, y que policías de Monterrey habían servido de escudo de protección a quienes prendieron fuego al casino Royale. No fue un día extraordinario, sino una jornada normal en la guerra contra el narcotráfico, donde las policías locales no son parte del problema de seguridad, son el problema.

Esto es: los policías no son sólo quienes protegen a criminales, sino que en muchos casos son ellos los criminales, que organizan y encabezan las bandas delictivas. Por más de una generación han encabezado cárteles de las drogas, controlado el de Guadalajara, Juárez y el Golfo. Policías pertenecieron a los rangos jerárquicos en el de Sinaloa y con los hermanos Beltrán Leyva, y estuvieron incrustados en la vieja Policía Judicial Federal y en la extinta Dirección Federal de Seguridad.

En fechas recientes estuvieron al servicio de cárteles de la droga, en Cuernavaca y en varios municipios de Chihuahua, Tabasco y Tamaulipas. En la actualidad controlan municipios enteros en el norte de Veracruz, Michoacán y Guerrero, como elementos orgánicos de la mafia. Para la opinión pública, policías corruptos son todos, y no hacen distinción de sus jurisdicciones. Pero sólo en la delimitación de sus responsabilidades se entiende la complejidad y profundidad del problema de seguridad que azota a México.

Los policías municipales son la primera frontera de la lucha contra el narcotráfico, una línea de fuego que está totalmente penetrada, no sólo por corrupción, sino por miedo y por un abandono institucional que debería causar vergüenza a gobernantes y legisladores, cómplices involuntarios que la lucha contra el narcotráfico sea tan violenta, cíclica y a veces interminable.

La inseguridad, rampante en cerca del 30% de los dos mil 456 municipios, se supone que es responsabilidad directa de las policías locales, y que el secuestro, homicidio, extorsión, robo y las lesiones, que conforman el abanico que más lacera a la sociedad, pertenece a su ámbito. Son ellos, se considera, quienes deben evitar y combatir esos delitos, pero no sucede.

En esas categorías, todas del fuero común, se concentra el 93% de los delitos en el país, que son los que se difunden con alegría macabra en los medios. Sin embargo, las policías municipales, contra todo lo que se supone, no tienen facultades para combatir ningún tipo de delito. Su responsabilidad se limita a colocar infracciones y a ejecutar sanciones administrativas. El fuero común toca a las policías preventivas y judiciales estatales enfrentarlo y combatirlo, pero el marco legal en el que operan las municipales es una atrocidad.

Sobretodo para los policías municipales, no sólo acusados regularmente de corrupción y actos criminales, sino porque al estar en esa primera línea de fuego, ya sea por exposición o por colusión, son quienes más muertos han puesto en los primeros cuatro años de guerra contra el narcotráfico: mil 158, que representan el 44% de las víctimas de los cuerpos de seguridad. El 34% de los muertos (898) han sido policías estatales, y el 22% (578) federales. No es una casualidad que la rotación de policías municipales en este periodo haya sido de 115%.

La realidad es ominosa, no sólo por el creciente número de víctimas, sino porque el entramado institucional arroja un diagnóstico de empeoramiento del estado de cosas si los gobernantes y los legisladores no frenan la descomposición, e introducen correctivos a la debilidad de las policías municipales, y al fenómeno de su criminalización. Sin ello, en las condiciones actuales, es extremadamente difícil que se modifique la tendencia de violencia y que se levante un muro contra la delincuencia.

Es política y socialmente inconcebible que 400 municipios carezcan totalmente de policía, y que el 50% del total de municipios cuente con menos de 20 elementos, que tienen que repartirse en tres turnos, además de días de descanso y vacaciones. Según la norma establecida por la Organización de las Naciones Unidas, se recomiendan 2.8 policías por cada mil habitantes, pero bajo ese criterio sólo cuatro municipios –Tlanepantla, Lerma, Acapulco y Oaxaca-, están en el estándar. Tener suficientes policías municipales, cierto, no es garantía de eficiencia, como lo demuestra Acapulco, una de las ciudades más inseguras de la actualidad mexicana.

Hay otros factores que se tienen que cruzar para poder entender el fenómeno. Uno de ellos es el nivel salarial. El 60% de los casi 168 mil policías municipales en el país gana menos de cuatro mil pesos mensuales, y 20% no llega a los mil. No se puede esperar que esa primera línea de fuego haga frente a los cárteles de la droga, ni a delincuentes inclusive en otra escala de delito.

Otro es el nivel de educación: 70% de los policías municipales sólo tienen primaria. Es decir, en la suma de las dos variables se encuentran los policías, integrados a los grupos más marginados de la sociedad, pero con exigencias y expectativas sobre de ellos que rebasan las condiciones en las que viven y trabajan.

Sin una policía municipal efectiva, no hay manera de dar la vuelta a la inseguridad pública nacional en el corto o mediano plazo. Son el cuerpo donde efectivamente está la primera trinchera contra la delincuencia y la más cercana a la población. Pero cambiar el paradigma de estos cuerpos desprotegidos, vulnerables y penetrados, así como despreciados y temidos por los ciudadanos, no está en el deber ser del policía ni en elevar los costos para reducir los niveles de impunidad. Ayuda, pero no resuelve el problema de largo plazo.

La solución la tienen los políticos, gobernantes y legisladores, que deben modificar el marco legal y el diseño institucional de las policías municipales si se quiere un cambio verdadero, que no reducirá la violencia en el corto plazo, pero que sentará las bases para que la siguiente generación de mexicanos viva en un país en paz. Se lo deben a esta sociedad.

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