Javier Hernández Valencia *
Bajo la impulsión de sus entrañas –las mismas que trajeron al mundo a su hijo, hoy ausente–, una mujer se anticipa al discurrir de ramas, cartones, bolsas de plástico y otros desechos que se dirigen a un recodo del río. Su esfuerzo tiene como propósito rescatar de las aguas un cuerpo humano. Así, espantando perros al acecho y sus propios miedos, la mujer mira el cadáver y comprueba que no es el hijo que busca. Al día siguiente su rumbo será de hospitales y morgues, ventanillas de juristas y de uniformados, basureros o paradas de camiones, o tal vez algún mercado donde una palabra suelta la impulse a dirigirse al siguiente circuito de hospitales y morgues, sin dejar naufragar su esperanza.
La búsqueda de los desaparecidos sigue el mismo desolado y sobrecogedor rito a través del tiempo, como en la España de la Guerra Civil y del franquismo, y a través de geografías como Argentina, Indonesia, Perú, Sri Lanka, Guatemala o Bosnia-Herzegovina, y, por supuesto, como Tamaulipas, Nuevo León, Michoacán, Chihuahua o Guerrero. Son miles de víctimas las ausentes, así como las que no se rinden en su búsqueda, y es en conmemoración y solidaridad con todas y todos ellos que cada 30 de agosto, desde hace 28 años, se conmemora el Día Internacional de las Personas Desaparecidas.
La normativa internacional en esta materia se ha venido impulsando desde hace ya 40 años, particularmente desde América Latina, destacando el aporte de asociaciones de víctimas, de sectores movilizados de la opinión pública y de la sociedad civil. A diferencia de temas que surgieron ligados a dinámicas ideológicas o partidistas, el abordaje de la desaparición forzada ha representado siempre una demanda de combate frontal contra la pavorosa proliferación de casos en nuestra región, una denuncia sin ambages de la impunidad, un listón de oprobio ante la autoría, complicidad o inacción de los Estados.
El recorrido resultó agobiante por momentos, pero desde 1980 se abrió una senda irrevocable en el plano internacional con la conformación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Desde entonces, cada nuevo hito ha sido de creciente afirmación. Un brevísimo repaso no debería dejar de lado la paradigmática sentencia de 1988 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la desaparición en Honduras de Manfredo Velásquez Rodríguez, o la aprobación en 1992, por la Asamblea General de la ONU, de la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas –texto por el cual ha sido ampliamente reconocido el francés Louis Joinet–, hasta llegar a la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada en 2006 por la Asamblea General de la ONU y cuya entrada en vigor, en diciembre de 2010, se alcanzó con la vigésima ratificación (México fue el tercer país en hacerlo).
Sin embargo, a pesar de la solidez del andamiaje jurídico internacional, siendo un resultado no despreciable, no hemos logrado aún construir el dique que permita erradicar la práctica recurrente, y en algunas latitudes hasta sistemática, de la desaparición forzada. Por eso es que no hay ni puede haber un ambiente de satisfacción o autocomplacencia en esta fecha.
En marzo de este año el Grupo de Trabajo visitó México y desarrolló una amplia agenda con autoridades federales y estatales, al igual que con víctimas y familiares, organizaciones sociales, especialistas y académicos. Sus conclusiones preliminares subrayaron que “en México no existe una política pública integral que se ocupe de los diferentes aspectos de prevención, investigación, sanción y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas”.
El debate acerca de la desaparición forzada y su combate es inexorable en el país. Así me lo demostró una de mis primeras actividades al tomar mi cargo, hace poco menos de un año, cuando me reuní con los notables hombres y mujeres de la Comisión de Mediación y tuve el honor de conocer con ellos a monseñor Samuel Ruiz, quien fallecería apenas cuatro meses después de ese encuentro. En la agenda quedó el tesón de todos por esclarecer las desapariciones de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del denominado Ejército Popular Revolucionario. Y como este ejemplo, muchos otros, plena y suficientemente documentados por la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuya más señera e importante recomendación sobre esta escalofriante práctica ya roza los 10 años de emitida.
Sabedor de que México enfrenta retos muy serios y tiempos muy álgidos, no soy de quienes se suman al desánimo. Aunque la impunidad tiene raíces y causas profundas, conquistas concretas vienen a ponerse al servicio de estas luchas, entre ellas la crucial sentencia de finales de 2009 de la CIDH por la desaparición de Rosendo Radilla Pacheco.
Hemos llegado al punto en que se ha forjado una vasta coincidencia en que el Estado mexicano tiene que avanzar de manera sostenida en el cumplimiento de una agenda mínima, empezando por el reconocimiento de la dimensión del problema de la desaparición forzada tanto en el pasado como en el presente. El catálogo de medidas posibles no es en forma alguna extravagante ni inviable políticamente. Por ejemplo, se trata de contar con una base de datos que contenga información completa y ayude a la visibilización del fenómeno; se requiere emitir una ley general sobre desapariciones que ponga en funcionamiento mecanismos eficaces para encontrar o saber el paradero de las víctimas; obviamente, es necesario que la tipificación de la desaparición sea la misma en toda la República; asimismo, se deben establecer protocolos de investigación y acusación para estos delitos, y, finalmente, es preciso garantizar el derecho a la reparación integral de las víctimas.
Sirva esta conmemoración para renovar nuestra solidaridad y compromiso con las víctimas y sus familiares, para revisar los pendientes históricos y presentes, para alentar la reforma de la procuración de justicia y, por último, para cerrarle el paso a la repetición de una de las más graves violaciones a los derechos humanos en esta gran nación. l
*Representante en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Bajo la impulsión de sus entrañas –las mismas que trajeron al mundo a su hijo, hoy ausente–, una mujer se anticipa al discurrir de ramas, cartones, bolsas de plástico y otros desechos que se dirigen a un recodo del río. Su esfuerzo tiene como propósito rescatar de las aguas un cuerpo humano. Así, espantando perros al acecho y sus propios miedos, la mujer mira el cadáver y comprueba que no es el hijo que busca. Al día siguiente su rumbo será de hospitales y morgues, ventanillas de juristas y de uniformados, basureros o paradas de camiones, o tal vez algún mercado donde una palabra suelta la impulse a dirigirse al siguiente circuito de hospitales y morgues, sin dejar naufragar su esperanza.
La búsqueda de los desaparecidos sigue el mismo desolado y sobrecogedor rito a través del tiempo, como en la España de la Guerra Civil y del franquismo, y a través de geografías como Argentina, Indonesia, Perú, Sri Lanka, Guatemala o Bosnia-Herzegovina, y, por supuesto, como Tamaulipas, Nuevo León, Michoacán, Chihuahua o Guerrero. Son miles de víctimas las ausentes, así como las que no se rinden en su búsqueda, y es en conmemoración y solidaridad con todas y todos ellos que cada 30 de agosto, desde hace 28 años, se conmemora el Día Internacional de las Personas Desaparecidas.
La normativa internacional en esta materia se ha venido impulsando desde hace ya 40 años, particularmente desde América Latina, destacando el aporte de asociaciones de víctimas, de sectores movilizados de la opinión pública y de la sociedad civil. A diferencia de temas que surgieron ligados a dinámicas ideológicas o partidistas, el abordaje de la desaparición forzada ha representado siempre una demanda de combate frontal contra la pavorosa proliferación de casos en nuestra región, una denuncia sin ambages de la impunidad, un listón de oprobio ante la autoría, complicidad o inacción de los Estados.
El recorrido resultó agobiante por momentos, pero desde 1980 se abrió una senda irrevocable en el plano internacional con la conformación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Desde entonces, cada nuevo hito ha sido de creciente afirmación. Un brevísimo repaso no debería dejar de lado la paradigmática sentencia de 1988 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la desaparición en Honduras de Manfredo Velásquez Rodríguez, o la aprobación en 1992, por la Asamblea General de la ONU, de la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas –texto por el cual ha sido ampliamente reconocido el francés Louis Joinet–, hasta llegar a la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada en 2006 por la Asamblea General de la ONU y cuya entrada en vigor, en diciembre de 2010, se alcanzó con la vigésima ratificación (México fue el tercer país en hacerlo).
Sin embargo, a pesar de la solidez del andamiaje jurídico internacional, siendo un resultado no despreciable, no hemos logrado aún construir el dique que permita erradicar la práctica recurrente, y en algunas latitudes hasta sistemática, de la desaparición forzada. Por eso es que no hay ni puede haber un ambiente de satisfacción o autocomplacencia en esta fecha.
En marzo de este año el Grupo de Trabajo visitó México y desarrolló una amplia agenda con autoridades federales y estatales, al igual que con víctimas y familiares, organizaciones sociales, especialistas y académicos. Sus conclusiones preliminares subrayaron que “en México no existe una política pública integral que se ocupe de los diferentes aspectos de prevención, investigación, sanción y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas”.
El debate acerca de la desaparición forzada y su combate es inexorable en el país. Así me lo demostró una de mis primeras actividades al tomar mi cargo, hace poco menos de un año, cuando me reuní con los notables hombres y mujeres de la Comisión de Mediación y tuve el honor de conocer con ellos a monseñor Samuel Ruiz, quien fallecería apenas cuatro meses después de ese encuentro. En la agenda quedó el tesón de todos por esclarecer las desapariciones de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del denominado Ejército Popular Revolucionario. Y como este ejemplo, muchos otros, plena y suficientemente documentados por la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuya más señera e importante recomendación sobre esta escalofriante práctica ya roza los 10 años de emitida.
Sabedor de que México enfrenta retos muy serios y tiempos muy álgidos, no soy de quienes se suman al desánimo. Aunque la impunidad tiene raíces y causas profundas, conquistas concretas vienen a ponerse al servicio de estas luchas, entre ellas la crucial sentencia de finales de 2009 de la CIDH por la desaparición de Rosendo Radilla Pacheco.
Hemos llegado al punto en que se ha forjado una vasta coincidencia en que el Estado mexicano tiene que avanzar de manera sostenida en el cumplimiento de una agenda mínima, empezando por el reconocimiento de la dimensión del problema de la desaparición forzada tanto en el pasado como en el presente. El catálogo de medidas posibles no es en forma alguna extravagante ni inviable políticamente. Por ejemplo, se trata de contar con una base de datos que contenga información completa y ayude a la visibilización del fenómeno; se requiere emitir una ley general sobre desapariciones que ponga en funcionamiento mecanismos eficaces para encontrar o saber el paradero de las víctimas; obviamente, es necesario que la tipificación de la desaparición sea la misma en toda la República; asimismo, se deben establecer protocolos de investigación y acusación para estos delitos, y, finalmente, es preciso garantizar el derecho a la reparación integral de las víctimas.
Sirva esta conmemoración para renovar nuestra solidaridad y compromiso con las víctimas y sus familiares, para revisar los pendientes históricos y presentes, para alentar la reforma de la procuración de justicia y, por último, para cerrarle el paso a la repetición de una de las más graves violaciones a los derechos humanos en esta gran nación. l
*Representante en México de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
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