¡Cuán gritan esos malditos!

Jacobo Zabludovsky / Bucareli

Grito de Dolores o grito de auxilio. El jueves vamos a pegar algunos gritos.

No como los que indignaron a don Juan Tenorio en la Hostería del Laurel. El grito próximo no molestaría a Buttarelli, quien comentó: “Buen carnaval”, ni a Ciutti: “Buen agosto para rellenar la arquilla”. La escena, aunque motivada por gritones, es distinta. Distinto el motivo. Distinta la época. Distintos los lugares.

En la noche del 15 de septiembre los presidentes mexicanos, desde el más pobre municipal hasta el federal, se asomarán al balcón de sus palacios, si así pueden llamarse los de adobe, hasta el suntuoso que nos heredaron los virreyes, para repetir el grito del cura Hidalgo.

El de esta semana en el Zócalo se vislumbra conflictivo y peligroso. Conflictivo porque la plaza, una de las más grandes del mundo, estaba ocupada desde hace meses por sindicalistas inconformes con la pérdida de su trabajo y protestan así, canceladas las opciones, contra lo que consideran injusto. Hasta hace unas horas no mostraban intenciones de abandonar la trinchera. Moverlos por la fuerza no parecía una solución inteligente. Los indignados y algunos simpatizantes podrían intentar su propio grito de angustia.

Peligroso porque la inseguridad reinante en el país, agravada hora por hora, hace de una concentración masiva blanco propicio de terroristas como los que en Morelia sembraron cadáveres y pánico en una fiesta similar. Convocar a unas 80 mil personas al Zócalo capitalino en una noche en que los cohetes suenan como balazos y los balazos como cohetes es peligroso y podría ser calificado hasta de irresponsable si no se examinan alternativas posibles.

Debe estudiarse con la mayor preocupación y urgencia qué hacer y cómo hacerlo. Lo único inadmisible es la cancelación de esta gran verbena popular única en el mundo. Su traslado a otro sitio sería una rendición disfrazada. No se pueden ceder posiciones al enemigo en plena guerra. Estamos a tiempo, a cuatro días de la celebración nocturna que en un país desquiciado equivale a una invitación al crimen, como servir la mesa a delincuentes que han dado muestras de una crueldad insolente y sin precedentes, a los que no detendrá la más estricta de las vigilancias y tal vez encontrarán la forma de burlar todas las medidas de seguridad. Un cambio de la liturgia, para garantizar vidas, no sería cosa nueva.

La Independencia fue celebrada por primera vez la madrugada del 16 de septiembre de 1812 en Huichapan por don Ignacio Rayón; en 1813 en Oaxaca, según El Correo del Sur, y en 1924 en la ciudad de México por Guadalupe Victoria, “o como se llamase ese señor”, según el socarrón don Artemio. El grito se daba al amanecer del 16, según lo dio el cura. La fecha más antigua de un Grito la noche del 15 se registra en 1845, porque al día siguiente, 16, tomaba posesión de la presidencia José Joaquín Herrera y, no queriendo juntar las ceremonias, la del grito se adelantó a la víspera, modalidad que vuelta costumbre observamos hasta la fecha. Maximiliano, en 1864, dio el grito en la casa de Hidalgo en Dolores, mientras Benito Juárez, con la patria a cuestas, lo daba donde podía. Dicen que en 1910, vísperas de la Revolución, era tanto el terror de don Porfirio que, oculto tras una cortina, solo asomó al balcón la Bandera y no pudo sonar la campana porque algún contrario travieso amarró mal el badajo.

Los datos históricos prueban que todo es susceptible de alteración sin faltar al respeto a las tradiciones; todo puede cambiar y adaptarse a las circunstancias, mas si se trata de evitar un posible atentado contra miles de personas inermes. Consta que causas menos graves, hasta baladíes, modificaron costumbres cumplidas como si tuvieran fuerza de leyes eternas. Unos hábitos sustituyen a otros y los cambios excepcionales se hacen de uso común.

Véase lo ocurrido con el Informe presidencial, para tomar un ejemplo reciente. Fue un rito casi sagrado durante 80 años. Hoy es un trámite burocrático casi postal, sin solemnidad ni protocolo. Lo peor o mejor es que nadie extraña lo perdido ni le da la menor importancia. El mundo no se acabó.

Esto, muy a la mexicana, me lleva de la solemnidad al relajo: el Presidente puede enviar el Grito por escrito la noche del 15, para ser entregado al jefe de la vigilancia nocturna del Palacio Nacional.

Además de la sencillez, siempre de agradecer, el acto tendría otra ventaja: justificaría al día siguiente una junta de mil a 10 mil aplaudidores notables, ricos y famosos, y una gira por provincias con toda la compañía, para decir un mensaje y contestar preguntas.

Sobre el aplauso final se haría repicar la campana.

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