Jorge Zepeda Patterson
Siendo presidente, George W. Bush alguna vez preguntó a Hu Jintao, su equivalente chino, qué era lo que lo mantenía despierto por las noches. "Cómo crear 25 millones de nuevos empleos al año", le respondió. La respuesta debió sorprender a Bush, cuyos insomnios tenían que ver con el miedo a otro ataque terrorista y su obsesión por la guerra contra el llamado Eje del Mal.
Diez años después de la tragedia de las torres, Estados Unidos es menos país que antes y China la potencia emergente. Podría ser simplista reducir el mal desempeño de un país y el crecimiento del otro a las obsesiones de sus respectivos presidentes, pero no es un mal lugar para comenzar las explicaciones.
El brutal costo económico de las guerras de Irak y Afganistán, el descrédito moral de Estados Unidos a escala mundial y, sobre todo, la manera en que el dolor del pueblo norteamericano fue canalizado en una cruzada vengativa, rabiosa e intolerante, serán vistos por los historiadores como un punto de inflexión en la declinación del imperio.
Los daños son tanto morales como materiales. Desde la patraña de una guerra en nombre de armas de destrucción masiva que no existían, con Guantánamo y Abu Ghraib incluidos, hasta los cuatro trillones de dólares gastados, equivalentes a los déficits presupuestales acumulados de 2005 y 2010 que hoy tienen de rodillas al gobierno de EU (las cifras, como la anécdota del insomnio de los presidentes provienen de "The Economist").
Se estima que cerca de 140 mil personas murieron en estas guerras, incluyendo los seis mil soldados de la alianza. Peor aún, estos conflictos provocaron casi ocho millones de refugiados. Hoy día el mundo árabe está más desestabilizado que hace 10 años y la población de procedencia islámica en los países europeos ha crecido y generado aún mayores riesgos de desestabilización. Para no ir más lejos, la matanza de jóvenes liberales en Noruega a manos de un fanático de derecha remite, en última instancia, al odio irracional que genera la llegada de migrantes del sur y el este.
Bin Laden, en gran medida, logró su objetivo. Destruir las torres no era la meta, sino el medio para provocar exactamente la respuesta que consiguió del gobierno de Bush. Medio centenar de individuos, incluidos los suicidas inmolados, consiguieron desatar una guerra internacional entre el Oeste y el Este. A la visión fanática de Al-Qaeda de un mundo dividido entre fieles e infieles, la Casa Blanca respondió con la noción no menos simplista y maniquea de un universo partido entre los luchadores por la libertad y los enemigos de ella. Los que no están con nosotros, están contra nosotros. En el choque de civilizaciones, ambas respondieron con la peor versión de sí mismas.
El impacto de una calamidad deriva menos de la magnitud del infortunio en cuestión y más de la manera en que reaccionamos a ella. La verdadera tragedia no fue la destrucción de las torres, pese al dolor que infligió de tantas maneras. La verdadera tragedia fue la abismal destrucción que desencadenó una respuesta furiosa y visceral. Por cada uno de los fallecidos aquel 11 de septiembre, 50 personas morirían en los siguientes años y varios miles más verían destruidas sus vidas.
Una banda de extremistas logró que los ocho años del gobierno de Bush quedaran cruzados por la obsesión de la guerra contra el terrorismo. Por impactante que fuese el ataque en Manhattan, la respuesta tenía que ver más con un trabajo de inteligencia militar y estrategia diplomática para reducir a Al-Qaeda, que con una conflagración en contra de estados árabes "desagradables". Nunca había sido tan evidente el contraste entre la idea de una guerra (la necesidad de una guerra) y la guerra realmente disponible, ha dicho George Packer.
Pero la principal víctima de esa guerra, por más ficticia que haya sido, es la propia Norteamérica. El Tea Party de hoy, el fundamentalismo de la derecha política, el radicalismo oportunista de Fox News no se explicarían sin el ascenso de esa narrativa del odio y el miedo generada por la necesidad de una guerra a la que había que inventarle un enemigo.
Diez años después del ataque a las torres, Estados Unidos es un país más dividido, con mayor desempleo, creciente desigualdad social, con un gobierno en crisis, y un liderazgo mundial en plena decadencia. Algo se ha quebrado en el alma norteamericana de una manera más profunda y violenta que aquellas queridas y admiradas torres.
Siendo presidente, George W. Bush alguna vez preguntó a Hu Jintao, su equivalente chino, qué era lo que lo mantenía despierto por las noches. "Cómo crear 25 millones de nuevos empleos al año", le respondió. La respuesta debió sorprender a Bush, cuyos insomnios tenían que ver con el miedo a otro ataque terrorista y su obsesión por la guerra contra el llamado Eje del Mal.
Diez años después de la tragedia de las torres, Estados Unidos es menos país que antes y China la potencia emergente. Podría ser simplista reducir el mal desempeño de un país y el crecimiento del otro a las obsesiones de sus respectivos presidentes, pero no es un mal lugar para comenzar las explicaciones.
El brutal costo económico de las guerras de Irak y Afganistán, el descrédito moral de Estados Unidos a escala mundial y, sobre todo, la manera en que el dolor del pueblo norteamericano fue canalizado en una cruzada vengativa, rabiosa e intolerante, serán vistos por los historiadores como un punto de inflexión en la declinación del imperio.
Los daños son tanto morales como materiales. Desde la patraña de una guerra en nombre de armas de destrucción masiva que no existían, con Guantánamo y Abu Ghraib incluidos, hasta los cuatro trillones de dólares gastados, equivalentes a los déficits presupuestales acumulados de 2005 y 2010 que hoy tienen de rodillas al gobierno de EU (las cifras, como la anécdota del insomnio de los presidentes provienen de "The Economist").
Se estima que cerca de 140 mil personas murieron en estas guerras, incluyendo los seis mil soldados de la alianza. Peor aún, estos conflictos provocaron casi ocho millones de refugiados. Hoy día el mundo árabe está más desestabilizado que hace 10 años y la población de procedencia islámica en los países europeos ha crecido y generado aún mayores riesgos de desestabilización. Para no ir más lejos, la matanza de jóvenes liberales en Noruega a manos de un fanático de derecha remite, en última instancia, al odio irracional que genera la llegada de migrantes del sur y el este.
Bin Laden, en gran medida, logró su objetivo. Destruir las torres no era la meta, sino el medio para provocar exactamente la respuesta que consiguió del gobierno de Bush. Medio centenar de individuos, incluidos los suicidas inmolados, consiguieron desatar una guerra internacional entre el Oeste y el Este. A la visión fanática de Al-Qaeda de un mundo dividido entre fieles e infieles, la Casa Blanca respondió con la noción no menos simplista y maniquea de un universo partido entre los luchadores por la libertad y los enemigos de ella. Los que no están con nosotros, están contra nosotros. En el choque de civilizaciones, ambas respondieron con la peor versión de sí mismas.
El impacto de una calamidad deriva menos de la magnitud del infortunio en cuestión y más de la manera en que reaccionamos a ella. La verdadera tragedia no fue la destrucción de las torres, pese al dolor que infligió de tantas maneras. La verdadera tragedia fue la abismal destrucción que desencadenó una respuesta furiosa y visceral. Por cada uno de los fallecidos aquel 11 de septiembre, 50 personas morirían en los siguientes años y varios miles más verían destruidas sus vidas.
Una banda de extremistas logró que los ocho años del gobierno de Bush quedaran cruzados por la obsesión de la guerra contra el terrorismo. Por impactante que fuese el ataque en Manhattan, la respuesta tenía que ver más con un trabajo de inteligencia militar y estrategia diplomática para reducir a Al-Qaeda, que con una conflagración en contra de estados árabes "desagradables". Nunca había sido tan evidente el contraste entre la idea de una guerra (la necesidad de una guerra) y la guerra realmente disponible, ha dicho George Packer.
Pero la principal víctima de esa guerra, por más ficticia que haya sido, es la propia Norteamérica. El Tea Party de hoy, el fundamentalismo de la derecha política, el radicalismo oportunista de Fox News no se explicarían sin el ascenso de esa narrativa del odio y el miedo generada por la necesidad de una guerra a la que había que inventarle un enemigo.
Diez años después del ataque a las torres, Estados Unidos es un país más dividido, con mayor desempleo, creciente desigualdad social, con un gobierno en crisis, y un liderazgo mundial en plena decadencia. Algo se ha quebrado en el alma norteamericana de una manera más profunda y violenta que aquellas queridas y admiradas torres.
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