Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Hay preguntas para las cuales se encuentra una explicación, pero no tienen respuesta plausible. Me hice y formulé algunas durante mi adolescencia y primera juventud. Todas relacionadas con la economía, o las consecuencias económicas y sociales de los sucesos que me dejaron perplejo.
Recuerdo mi azoro al enterarme de que en Brasil tiraban café al mar, en otras naciones plátanos y, si la memoria no me traiciona, en Argentina incineraron reses. Todo con el propósito de no alterar los precios impuestos por el mercado. Cuando hay de más, la comida deja de ser negocio.
Hace muchos años que esas notas informativas dejaron de aparecer. Hoy el precio de los alimentos se regula de otra manera, para contrarrestar el exceso como producto de un comportamiento benéfico de la naturaleza.
Pero vayamos con calma. De igual manera a como ocurrió el desplazamiento de grupos de poder político, sucedió con quienes tenían el económico, para ceder su lugar a los que determinan la producción, el mercado y la manera de regularlo, así como para entronizar a quienes conceptuaron y administran la globalización, con el propósito de que entre los participantes de la nueva realidad económica sólo permanezca sin cambio el equilibrio establecido entre los que nacieron para producir, trabajar y padecer, y los que están vivos para administrar, obsequiar y disfrutar.
Así como los gobiernos todavía requieren de encontrar y dar identidad a un enemigo común, con el propósito de galvanizar a la sociedad en torno a políticas públicas preestablecidas, aún en contra de los intereses nacionales, la globalización necesita distraer a las naciones, a las sociedades que ya apostaron por ese modelo de desarrollo, de los conflictos sociales y humanos causados por las modificaciones a los patrones de conducta que conlleva la desaparición de conceptos como patria, nacionalismo, independencia, puesto que su vigencia retrasa la inserción a este proyecto que únicamente ensancha la brecha entre ricos y pobres.
Consideran los teóricos de la propuesta universal, que a la desaparición de los 'sentimientos nacionales' debe corresponder el fortalecimiento de los 'sentimientos universales' para consolidar la globalización, en la idea de que para mover, hacer participar a la sociedad global de las propuestas que se le oferten para que no se opongan al desarraigo de viejos patrones de conducta, hay que moverla hacia la solidaridad que únicamente se logra por medio de la compasión, o quizá 'piedad' sea el término idóneo al que los medios y los gobiernos tratan de inducir con la hambruna que azota desde Darfur hasta Etiopía.
El jardinero fiel, El cerebro de Kennedy son dos de entre las más recientes novelas que explican lo que ocurre en África, el sentido de su explotación para la riqueza de la que disfrutan las sociedades de las siete naciones más ricas del mundo.
El asunto resulta incomprensible, e injustificable, pero no importa, nadie repela mientras la ONU organiza un puente aéreo para motivar a las buenas conciencias, para que después todo permanezca igual, porque la propuesta inmediata es aliviar el hambre, pero no modificar las condiciones de vida, pues de otra manera dejarían de ser explotables, y pudiesen amenazar con convertirse en explotadores.
En Tea-Bag Henning Mankell desarrolla el siguiente diálogo y apostilla con una introspección del personaje.
Tea-Bag se puso derecha inmediatamente.
-Se ha acabado -dijo-. Vine a este país a contar mi historia. Ya lo he hecho. Nadie me escuchó.
-No es verdad.
¿Quién escuchó?
La sonrisa de Tea-Bag había desaparecido. Lo miró como desde un punto lejano. Jesper Humlin pensó en lo que le había contado ella acerca del río que transportaba el agua fría y transparente de la montaña. Ella lo miraba desde la roca por la que rezumaba el agua del río.
-Yo escuché.
-No oíste mi voz. Sólo la tuya propia. No me veías a mí. Sólo viste una persona que nacía de tus propias palabras.
Es exactamente como proceden los medios. No escuchan, ni ven, ni sienten ni se conduelen con los condenados a morir de hambre; en cuanto a los reflejos condicionados de la sociedad, ésta lo hace con lo que los reporteros, los editores, los jefes de redacción, los propietarios de esos negocios informativos y los directivos de los poderes fácticos desean mostrar, para inducir su comportamiento.
Tanja, la compañera de desventuras de Tea-Bag en Suecia, también tiene una propuesta para el lector avezado, para el que quiere ir más allá de lo administrado por los medios.
Lo que menos entiendo de todo, la pregunta que quiero llevarme al juicio final y que no pienso soltar ni siquiera cuando haya muerto, es cómo pudo haber alegría, a pesar de todo, en ese infierno por el que pasé. ¿O es que quizá no fue un infierno? Ayer, cuando estábamos acostadas en la cama del jefe de policía Tea-Bag me dijo: 'No lo has pasado peor que cualquiera otra persona'. Y luego se durmió. Puede que sea así. No lo sé. Pero no entiendo cómo en medio de toda esa humillación era posible reír.
Pienso en ello cuando veo las panzas infladas de los niños africanos y las de los pequeños mexicanos; igual cuando he atestiguado cómo les caminan los insectos por el rostro y ni siquiera se inmutan, o cuando las lágrimas salen secas de los ojos, y las costras fecales de las nalgas los llagaron, y ven sin ver, pero así como los miran los televidentes a los niños de Somalia, sólo hay que armarse de un poco de valor, de interés por la realidad local, para salir y encontrarlos en Guerrero, en Oaxaca, en Chiapas, en Hidalgo.
En México, como en África, se continúa muriendo de enfermedades curables, pero los partidos -debido a las prerrogativas legales- dilapidaron 36 mil millones de pesos fiscales en 10 años, mientras Calderón insiste en que estamos de poca, Poiré se persigna antes de insistir en que no hay nada mejor que vivir en esta nación. Todo muerto de hambre es una espina en la razón, porque su fallecimiento obedece a exigencias económicas y a la necesidad de imponer la globalización.
Hay preguntas para las cuales se encuentra una explicación, pero no tienen respuesta plausible. Me hice y formulé algunas durante mi adolescencia y primera juventud. Todas relacionadas con la economía, o las consecuencias económicas y sociales de los sucesos que me dejaron perplejo.
Recuerdo mi azoro al enterarme de que en Brasil tiraban café al mar, en otras naciones plátanos y, si la memoria no me traiciona, en Argentina incineraron reses. Todo con el propósito de no alterar los precios impuestos por el mercado. Cuando hay de más, la comida deja de ser negocio.
Hace muchos años que esas notas informativas dejaron de aparecer. Hoy el precio de los alimentos se regula de otra manera, para contrarrestar el exceso como producto de un comportamiento benéfico de la naturaleza.
Pero vayamos con calma. De igual manera a como ocurrió el desplazamiento de grupos de poder político, sucedió con quienes tenían el económico, para ceder su lugar a los que determinan la producción, el mercado y la manera de regularlo, así como para entronizar a quienes conceptuaron y administran la globalización, con el propósito de que entre los participantes de la nueva realidad económica sólo permanezca sin cambio el equilibrio establecido entre los que nacieron para producir, trabajar y padecer, y los que están vivos para administrar, obsequiar y disfrutar.
Así como los gobiernos todavía requieren de encontrar y dar identidad a un enemigo común, con el propósito de galvanizar a la sociedad en torno a políticas públicas preestablecidas, aún en contra de los intereses nacionales, la globalización necesita distraer a las naciones, a las sociedades que ya apostaron por ese modelo de desarrollo, de los conflictos sociales y humanos causados por las modificaciones a los patrones de conducta que conlleva la desaparición de conceptos como patria, nacionalismo, independencia, puesto que su vigencia retrasa la inserción a este proyecto que únicamente ensancha la brecha entre ricos y pobres.
Consideran los teóricos de la propuesta universal, que a la desaparición de los 'sentimientos nacionales' debe corresponder el fortalecimiento de los 'sentimientos universales' para consolidar la globalización, en la idea de que para mover, hacer participar a la sociedad global de las propuestas que se le oferten para que no se opongan al desarraigo de viejos patrones de conducta, hay que moverla hacia la solidaridad que únicamente se logra por medio de la compasión, o quizá 'piedad' sea el término idóneo al que los medios y los gobiernos tratan de inducir con la hambruna que azota desde Darfur hasta Etiopía.
El jardinero fiel, El cerebro de Kennedy son dos de entre las más recientes novelas que explican lo que ocurre en África, el sentido de su explotación para la riqueza de la que disfrutan las sociedades de las siete naciones más ricas del mundo.
El asunto resulta incomprensible, e injustificable, pero no importa, nadie repela mientras la ONU organiza un puente aéreo para motivar a las buenas conciencias, para que después todo permanezca igual, porque la propuesta inmediata es aliviar el hambre, pero no modificar las condiciones de vida, pues de otra manera dejarían de ser explotables, y pudiesen amenazar con convertirse en explotadores.
En Tea-Bag Henning Mankell desarrolla el siguiente diálogo y apostilla con una introspección del personaje.
Tea-Bag se puso derecha inmediatamente.
-Se ha acabado -dijo-. Vine a este país a contar mi historia. Ya lo he hecho. Nadie me escuchó.
-No es verdad.
¿Quién escuchó?
La sonrisa de Tea-Bag había desaparecido. Lo miró como desde un punto lejano. Jesper Humlin pensó en lo que le había contado ella acerca del río que transportaba el agua fría y transparente de la montaña. Ella lo miraba desde la roca por la que rezumaba el agua del río.
-Yo escuché.
-No oíste mi voz. Sólo la tuya propia. No me veías a mí. Sólo viste una persona que nacía de tus propias palabras.
Es exactamente como proceden los medios. No escuchan, ni ven, ni sienten ni se conduelen con los condenados a morir de hambre; en cuanto a los reflejos condicionados de la sociedad, ésta lo hace con lo que los reporteros, los editores, los jefes de redacción, los propietarios de esos negocios informativos y los directivos de los poderes fácticos desean mostrar, para inducir su comportamiento.
Tanja, la compañera de desventuras de Tea-Bag en Suecia, también tiene una propuesta para el lector avezado, para el que quiere ir más allá de lo administrado por los medios.
Lo que menos entiendo de todo, la pregunta que quiero llevarme al juicio final y que no pienso soltar ni siquiera cuando haya muerto, es cómo pudo haber alegría, a pesar de todo, en ese infierno por el que pasé. ¿O es que quizá no fue un infierno? Ayer, cuando estábamos acostadas en la cama del jefe de policía Tea-Bag me dijo: 'No lo has pasado peor que cualquiera otra persona'. Y luego se durmió. Puede que sea así. No lo sé. Pero no entiendo cómo en medio de toda esa humillación era posible reír.
Pienso en ello cuando veo las panzas infladas de los niños africanos y las de los pequeños mexicanos; igual cuando he atestiguado cómo les caminan los insectos por el rostro y ni siquiera se inmutan, o cuando las lágrimas salen secas de los ojos, y las costras fecales de las nalgas los llagaron, y ven sin ver, pero así como los miran los televidentes a los niños de Somalia, sólo hay que armarse de un poco de valor, de interés por la realidad local, para salir y encontrarlos en Guerrero, en Oaxaca, en Chiapas, en Hidalgo.
En México, como en África, se continúa muriendo de enfermedades curables, pero los partidos -debido a las prerrogativas legales- dilapidaron 36 mil millones de pesos fiscales en 10 años, mientras Calderón insiste en que estamos de poca, Poiré se persigna antes de insistir en que no hay nada mejor que vivir en esta nación. Todo muerto de hambre es una espina en la razón, porque su fallecimiento obedece a exigencias económicas y a la necesidad de imponer la globalización.
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