Policías, ¿de cuarta?

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

A los policías los despreciamos. Ya no nos dan miedo, los retamos. Cuando no, los corrompemos. Son la parte más débil de las instituciones, el eslabón más frágil de la sociedad, donde su descrédito es tan grande que se dan cotidianamente episodios como el sucedido esta semana en Polanco, donde unas distinguidas damas que se enfurecieron porque fueron detenidas porque las placas de su automóvil se asemejaban a un auto robado, los increparon, empujaron, y retaron al grito de ¡”asalariados de mierda!”. Esto, claramente, no puede ser.

Los policías, particularmente los municipales, son desde el punto de vista de la eficiencia, unos ineptos. Más del 90% de los delitos en el país pertenecen al ámbito local, y la violencia más lacerante que azota a la sociedad -como extorsiones, un buen número de los asesinatos y los secuestros-, son responsabilidad de ellos, pero no los resuelven. Cerca del 98% de esos delitos quedan sin castigo. Porqué razones objetivas o estructurales, no nos importa. Para los ciudadanos no hay jurisdicciones, y todos los policías son iguales, cometen abusos, y son arbitrarios. Preferimos, decimos regularmente, toparnos con un ladrón que con un policía.

Los policías, tampoco hay que confundirnos, se tienen ganada la fama como grupo. Fueron décadas de abuso y corrupción, de violaciones sistemáticas y sistémicas a las garantías individuales las que construyeron su imagen de sátrapas. No lo eran todos, pero se convirtió en una norma porque lejos de castigar a los abusivos, se creaban incentivos para que siguieran en los límites o al margen de la ley. La forma como respondía la ciudadanía fue la caricaturización. “El Chapulín Colorado“, no la institución, era quien velaba por la seguridad, mientras “El Comanche” se convirtió en el estereotipo del policía barrigón, greñudo, sin capacitación profesional.

La televisión galvanizó esa ansiedad ciudadana, y se sumó a la filmografía donde se retrataba a los policías pidiendo dinero y extorsionando a quien se les pusiera enfrente. José Gutiérrez Vivó se convirtió en una leyenda en la radio con sus denuncias sobre la corrupción de un policía de crucero o un policía de bajo rango, a los que fustigaba a manotazos sobre la mesa de su estudio. Gutiérrez Vivó fue el referente radial de una generación, mientras que varias reían de la patética personificación de los policías.

Debemos ser honestos. Si los gobiernos contribuyeron con su falta de rendición de cuentas interna en los cuerpos de seguridad a la imagen desacreditada de una policía sin la confianza de nadie, la sociedad entera colocamos ladrillos adicionales a la degradación del individuo y las instituciones al señalarlos permanentemente, sin distingos ni excepciones, como un grupo siniestro y tan corrupto, como violador de nuestras garantías. No había buenos y malos, profesionales o improvisados. El problema era endémico: la institución.

El maniqueísmo, enfermedad mexicana, tiene en la policía su mejor ejemplo. Ellos siempre son los corruptos, no la sociedad; como el resto de los funcionarios, reciben dinero por cualquier cosa que se les solicite. Convenientemente se olvida que para bailar tango se necesitan dos. Es cierto que hay funcionarios y policías corruptos, como también existen ciudadanos que alimentan el circuito de la perversidad.

Un botón de muestra: según el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno de Transparencia Mexicana, de cada 100 trámites o servicios públicos realizados en 2010 se registraron actos corruptos en 10.3. En 2010, los mexicanos pagaron 32 mil millones de pesos en corromperlos, y dedicaron 14% del ingreso familiar a estos actos ilícitos. Más gráfico aún, el INCBG contabilizó 200 millones de transacciones en las que se dieron “mordidas” para acelerar trámites o evitar multas.

Tan corruptos unos como los otros. Vemos a los policías, pero no a nosotros. Las distinguidas damas que agredieron a los policías en una de las zonas chic de la ciudad de México los llamaron “asalariados de mierda”. Qué afortunadas deben ser al no tener los ingresos de 12 mil 800 pesos mensuales de los policías en la capital federal, o los federales que por dos mil más pelean diario contra la delincuencia organizada (los soldados ganan inclusive menos). Ya no se diga el paraíso en el que deben vivir frente a los cuatro mil pesos que gana el 61% de los policías municipales en el país.

Salarios y falta de incentivos son una parte de los problemas que muchos no vemos con los cuerpos de seguridad en México. La realidad que viven las policías -hay que insistir, sin soslayar los actos delincuenciales en los que incurren los agentes- está socialmente pervertida. En otro país, el sólo hecho de que se hubiera bajado una de las señoras del caso de Polanco, le hubiera significado un arresto; una agresión, en automático y sin denuncia mediante, la cárcel y una onerosa multa. Aquí, los policías las dejaron ir, ante el claro temor -reconocido privadamente-, que fueran esposas de personas “influyentes”. El poder somete a la Ley. Vaya país.

La sociedad tiene cañones que la defienden, como las organizaciones de derechos humanos y los medios de comunicación. Los policías, buenos o malos, justa o injustamente, tienen la ignominia y el arresto. La brutal prepotencia de las distinguidas damas en Polanco motivó una reacción positiva a favor de los policías. Sin embargo, si esta reacción no lleva a una reflexión sobre cómo cambiar los términos de nuestra relación con los cuerpos de seguridad para reconocer a quienes cumplan con su trabajo y premiar a quienes sin temores ejerzan su función, la degradación no irá sólo en perjuicio de los policías, sino de la sociedad, que con el episodio en Polanco vimos que los síntomas de una enfermedad degenerativa, se encuentran en una fase más avanzada de lo que alcanzamos a apreciar.

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