Miguel Ángel Granados Chapa
El Papa Benedicto XVI no es un viajero frecuente como su antecesor, el beato Juan Pablo II. Pero hoy domingo 21 concluye su tercera visita a España, notoriamente movido por la necesidad de reforzar al alto clero de esa nación en sus tensiones con el gobierno socialista encabezado por José Luis Rodríguez Zapatero, quien, ya de últimas, parece haber dado su brazo a torcer. Las visitas pontificias, y su resultado más visible, el apoyo al conservadurismo de la jerarquía católica, redundan a su vez en el fortalecimiento del Partido Popular, que probablemente retorne a La Moncloa tras las anticipadas elecciones de noviembre próximo. No es exagerado decir en consecuencia que, como los de su antecesor, el viaje papal a España cumpla un propósito político.
Dicho antecesor ha vuelto a México, probablemente con un fin semejante. Por supuesto, por más milagroso que sea, Juan Pablo II no ha retornado con vida. Pero lo representa una gota de su sangre que, conservada en una cápsula y como pieza principal de una panoplia de reliquias, hará una gira triunfal que durará cuatro meses por toda la República. Tal vez no sea casual que el recorrido comience por el Estado de México, gobernado hasta el 15 de septiembre (cuando haya concluido la porción mexiquense del singular trayecto papal) por Enrique Peña Nieto, con mucho el presidenciable más cercano al Vaticano que todos los demás, incluidos los miembros del PAN.
Las creencias religiosas son motivo de respeto, y nadie tiene derecho a zaherir a sus profesantes por más absurdas y aun ridículas que parezcan algunas de sus prácticas. Con pleno respeto a la fe de los creyentes católicos, no puedo dejar de percibir en la decisión de que Juan Pablo II esté de esa manera de nuevo entre los mexicanos una expresión anacrónica, manipuladora, y un objetivo político.
Seguramente las reliquias papales (además de la gota de sangre, serán exhibidos objetos personales del Papa polaco) serán objeto de reverencia en el centenar y pico de parroquias adonde sean llevadas por miembros del Episcopado. Es imposible dejar de ver en esa veneración una suerte de idolatría. Ya bastante está infectada la práctica católica por esa grave deformación, como para alimentarla de ese burdo modo. Las multitudes que viajan a los centros de peregrinación más concurridos (la Basílica de Guadalupe, sus templos semejantes en San Juan de los Lagos y Zapopan) probablemente se arrodillan ante las imágenes de la Madre de Dios, ante los cuadros y estatuas que la representan, más que ante la entidad metafísica en la que se dice que creen. Son las cosas las reverenciadas, no su significado.
En su encuentro con el Papa Benedicto XVI en Roma, hace algunos meses, el presidente Calderón le pidió viajar a México a dar consuelo a los atribulados. Está en trámite esa visita. Pero mientras se arreglan las agendas y se acompasan con los intereses electorales del presidente, ha sido enviado este paquete de objetos para preparar el ambiente. Se aprovecha el amplio asentimiento con que contó Juan Pablo II, su familiaridad con los fieles católicos, para hacerles creer que es una alta distinción que la gota de sangre y otras piezas recuerden la presencia viva del antiguo pontífice, que fundó buena parte de su popularidad en el desbordante tratamiento mediático con que fue beneficiado.
Se acentúa de este modo el carácter ritualista, superficial con que se practica la fe de Jesucristo, que fue ajeno a vestimentas especiales y a tratamientos reverenciales. Es verdad que, conforme se lee en los Evangelios, recibía de sus apóstoles respeto de maestro, pero en sentido contrario él dispensaba trato fraternal, los llamaba hermanos. Aquí, en cambio, es cada vez mayor la distancia entre los altos clérigos y su feligresía, ya que viven en mundos separados, ajenos como suelen ser los obispos a las necesidades de los más pequeños en el rebaño que les toca apacentar. No es casual que en Saltillo hayan aparecido leyendas contra don Raúl Vera, en que se pide el nombramiento de un obispo católico, es decir, de uno que prefiera las comodidades humanas y no el trato con los que padecen las miserias humanas, como hacía Cristo al caminar entre leprosos…
La visita de Benedicto XVI a España, primera a Madrid, suscitó una fuerte oposición. Como pudieron saberlo los lectores de Proceso la semana pasada, a través del muy informado reportaje del corresponsal Alejandro Gutiérrez, se inconformaron aun miembros del bajo clero, los sacerdotes agrupados en la organización Curas de Madrid. Sujetos a la obediencia al Papa, su descontento no se origina en la visita misma, sino en el marco en que ocurre. Los altos costos de la presencia del Papa, y los de la Jornada Mundial de la Juventud en que ha participado, contrastan con la austeridad en que se ven obligados a vivir cada vez más españoles, cuyos ingresos y prestaciones se han achicado, y ya no digamos los desempleados, también en número creciente; todo ello provocado por un sistema político que ha despertado la irritación de “Los Indignados”.
A la protesta de éstos, principalmente de carácter político, por la falta de representación del sistema partidario y la arrogancia de los políticos, se sumó la cólera de quienes no quieren que con sus impuestos se pague la visita papal. Es verdad que el Estado español cubre sólo una porción del costo, pero la mayor parte proviene de donaciones de los grandes empresarios hispanos –para los cuales no hay crisis–, que se reducen del monto de sus ingresos gravables.
Todavía está por delinearse la personalidad del químico mexicano que instó a los católicos españoles a matar a los manifestantes contrarios al Papa. Anunció que poseía explosivos suficientes para ese fin, y los puso a disposición de los majos que quisieran acabar con cualquier número de “maricones de mierda” que, según la estrechez de su mirada parroquial (quizá formada en el conservadurismo clerical poblano), son los que se opusieron a la presencia de Benedicto XVI. Su modo de creer, a diferencia de la ingenua fe del carbonero que caracteriza a la mayor parte de los católicos mexicanos, no merece respeto, porque es pretexto para la violencia homicida.
El Papa Benedicto XVI no es un viajero frecuente como su antecesor, el beato Juan Pablo II. Pero hoy domingo 21 concluye su tercera visita a España, notoriamente movido por la necesidad de reforzar al alto clero de esa nación en sus tensiones con el gobierno socialista encabezado por José Luis Rodríguez Zapatero, quien, ya de últimas, parece haber dado su brazo a torcer. Las visitas pontificias, y su resultado más visible, el apoyo al conservadurismo de la jerarquía católica, redundan a su vez en el fortalecimiento del Partido Popular, que probablemente retorne a La Moncloa tras las anticipadas elecciones de noviembre próximo. No es exagerado decir en consecuencia que, como los de su antecesor, el viaje papal a España cumpla un propósito político.
Dicho antecesor ha vuelto a México, probablemente con un fin semejante. Por supuesto, por más milagroso que sea, Juan Pablo II no ha retornado con vida. Pero lo representa una gota de su sangre que, conservada en una cápsula y como pieza principal de una panoplia de reliquias, hará una gira triunfal que durará cuatro meses por toda la República. Tal vez no sea casual que el recorrido comience por el Estado de México, gobernado hasta el 15 de septiembre (cuando haya concluido la porción mexiquense del singular trayecto papal) por Enrique Peña Nieto, con mucho el presidenciable más cercano al Vaticano que todos los demás, incluidos los miembros del PAN.
Las creencias religiosas son motivo de respeto, y nadie tiene derecho a zaherir a sus profesantes por más absurdas y aun ridículas que parezcan algunas de sus prácticas. Con pleno respeto a la fe de los creyentes católicos, no puedo dejar de percibir en la decisión de que Juan Pablo II esté de esa manera de nuevo entre los mexicanos una expresión anacrónica, manipuladora, y un objetivo político.
Seguramente las reliquias papales (además de la gota de sangre, serán exhibidos objetos personales del Papa polaco) serán objeto de reverencia en el centenar y pico de parroquias adonde sean llevadas por miembros del Episcopado. Es imposible dejar de ver en esa veneración una suerte de idolatría. Ya bastante está infectada la práctica católica por esa grave deformación, como para alimentarla de ese burdo modo. Las multitudes que viajan a los centros de peregrinación más concurridos (la Basílica de Guadalupe, sus templos semejantes en San Juan de los Lagos y Zapopan) probablemente se arrodillan ante las imágenes de la Madre de Dios, ante los cuadros y estatuas que la representan, más que ante la entidad metafísica en la que se dice que creen. Son las cosas las reverenciadas, no su significado.
En su encuentro con el Papa Benedicto XVI en Roma, hace algunos meses, el presidente Calderón le pidió viajar a México a dar consuelo a los atribulados. Está en trámite esa visita. Pero mientras se arreglan las agendas y se acompasan con los intereses electorales del presidente, ha sido enviado este paquete de objetos para preparar el ambiente. Se aprovecha el amplio asentimiento con que contó Juan Pablo II, su familiaridad con los fieles católicos, para hacerles creer que es una alta distinción que la gota de sangre y otras piezas recuerden la presencia viva del antiguo pontífice, que fundó buena parte de su popularidad en el desbordante tratamiento mediático con que fue beneficiado.
Se acentúa de este modo el carácter ritualista, superficial con que se practica la fe de Jesucristo, que fue ajeno a vestimentas especiales y a tratamientos reverenciales. Es verdad que, conforme se lee en los Evangelios, recibía de sus apóstoles respeto de maestro, pero en sentido contrario él dispensaba trato fraternal, los llamaba hermanos. Aquí, en cambio, es cada vez mayor la distancia entre los altos clérigos y su feligresía, ya que viven en mundos separados, ajenos como suelen ser los obispos a las necesidades de los más pequeños en el rebaño que les toca apacentar. No es casual que en Saltillo hayan aparecido leyendas contra don Raúl Vera, en que se pide el nombramiento de un obispo católico, es decir, de uno que prefiera las comodidades humanas y no el trato con los que padecen las miserias humanas, como hacía Cristo al caminar entre leprosos…
La visita de Benedicto XVI a España, primera a Madrid, suscitó una fuerte oposición. Como pudieron saberlo los lectores de Proceso la semana pasada, a través del muy informado reportaje del corresponsal Alejandro Gutiérrez, se inconformaron aun miembros del bajo clero, los sacerdotes agrupados en la organización Curas de Madrid. Sujetos a la obediencia al Papa, su descontento no se origina en la visita misma, sino en el marco en que ocurre. Los altos costos de la presencia del Papa, y los de la Jornada Mundial de la Juventud en que ha participado, contrastan con la austeridad en que se ven obligados a vivir cada vez más españoles, cuyos ingresos y prestaciones se han achicado, y ya no digamos los desempleados, también en número creciente; todo ello provocado por un sistema político que ha despertado la irritación de “Los Indignados”.
A la protesta de éstos, principalmente de carácter político, por la falta de representación del sistema partidario y la arrogancia de los políticos, se sumó la cólera de quienes no quieren que con sus impuestos se pague la visita papal. Es verdad que el Estado español cubre sólo una porción del costo, pero la mayor parte proviene de donaciones de los grandes empresarios hispanos –para los cuales no hay crisis–, que se reducen del monto de sus ingresos gravables.
Todavía está por delinearse la personalidad del químico mexicano que instó a los católicos españoles a matar a los manifestantes contrarios al Papa. Anunció que poseía explosivos suficientes para ese fin, y los puso a disposición de los majos que quisieran acabar con cualquier número de “maricones de mierda” que, según la estrechez de su mirada parroquial (quizá formada en el conservadurismo clerical poblano), son los que se opusieron a la presencia de Benedicto XVI. Su modo de creer, a diferencia de la ingenua fe del carbonero que caracteriza a la mayor parte de los católicos mexicanos, no merece respeto, porque es pretexto para la violencia homicida.
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