Narcotráfico y poder

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Se fortalece la sensación de que las sociedades, todas, disfrutan del engaño en que las mantienen sus gobiernos, porque la mayoría de sus integrantes son incapaces de soportar la verdad de lo que ha de hacerse para intentar mantener un orden social, jurídico e incluso religioso -como ocurrió durante el terror impuesto por la Inquisición-; no desean enterarse de lo hecho por las autoridades de procuración de justicia y los jueces, con el propósito de garantizarles la conservación de su bienestar.

Lo trágico cotidiano se convierte en parte del anecdotario, se oculta en las páginas interiores de los medios, se le da la connotación de amarillismo o nota roja, es omitido de los noticiarios y de las conversaciones sostenidas entre las familias de “buenas” costumbres, acostumbradas a dar la espalda al horror de la miseria, de la trata, del secuestro, de la tortura, del tráfico de estupefacientes, pero que a partir de un instante de lucidez y hastío deciden aprovechar en su beneficio, siempre que sea en silencio y cuidando de las “buenas” maneras.

Los panameños nada quisieron saber de las tropelías realizadas por Manuel Antonio Noriega a cuenta del gobierno de Estados Unidos, porque a ellos les garantizaba, su hombre fuerte, bienestar e ingresos, sin esa violencia que modificó la manera de ser del colombiano, y hoy transforma a los mexicanos. El general, el sucesor de Omar Torrijos, trasegó con estupefacientes en beneficio de sus gobernados, pero sobre todo en el de los estadounidenses que lo tripulaban.

En Colombia hay un antes y un después a partir de la ejecución de Luis Carlos Galán, el hombre que, como Luis Donaldo Colosio, prometió transformar a su país y se negó a establecer acuerdos con los barones de la droga, porque éstos eran más benéficos para los consumidores de Estados Unidos y sus administradores, que para los colombianos. Lo asesinaron, porque supo que al narcotráfico en los países del grupo de los 7 se le administra como instrumento del poder, en la simulación, la impostura de combatirlo, para hacer uso de la riqueza que produce.

El tema no es nuevo. A estas alturas nadie puede atreverse a desmentir el uso y abuso que desde el gobierno, desde el poder, se hace de los delincuentes, e incluso se les convierte en nobles, se reescribe o proscribe su pasado para transformarlos en ejemplo, en mito. Isabel I de Inglaterra no tuvo empacho en expedir las patentes de corso para asegurar la integridad de su nación y fundar lo que fue el Imperio Británico; todos recuerdan el origen y las consecuencias de la Guerra del Opio; sería un ingenuo quien no comprendiera que la permanencia de Francia y de Estados Unidos en Vietnam, la ampliación del teatro de operaciones de esa injusta guerra a Camboya, no tuviese su origen en el control del trasiego de estupefacientes, notoriamente los producidos a partir del trabajo químico sobre el opio.

El tema se endurece, se hace turbio, negro, espantoso, cuando se trata del uso dado al terrorismo como fuente de ingresos y método de persuasión política, como lo instrumentaron los países dependientes de la influencia soviética, las naciones islámicas e incluso Estados Unidos, que en un eufemismo feliz modifica la imagen de los mercenarios con el nombre de contratistas, como lo estableció Dick Chaney con Halliburton.

Son los generales estadounidenses los que deciden trasladar la producción de estupefacientes a América, y así modificar el hábito de consumo de sus jóvenes y su clase ociosa: es el boom de la marihuana y la cocaína. Desde entonces, como pudiera constatarse en documentos desclasificados de la CIA, los estrategas de seguridad nacional y regional estadounidenses se han servido de los estupefacientes latinoamericanos y del dinero que producen, en operaciones encubiertas y no tan encubiertas, como lo muestran las páginas de novelas, los guiones de series televisivas y la realidad, pues lo ocurrido durante los últimos años entre Joaquín “El Chapo” Guzmán y sus coordinadores “gringos”, puede verse reflejado en el operativo Rápido y Furioso.

No deben asombrarse, entonces, las buenas conciencias mexicanas de lo que hoy ocurre en su país, pues no es sino consecuencia de un enorme equívoco: sus gobernantes, en materia de narcotráfico, se pusieron en manos del Consejo de Seguridad de Estados Unidos, en la idea de que con ello dejarían libre su conciencia y podrían acudir al confesor, sin ninguna vergüenza.

¿De dónde sacó Arturo Pérez-Reverte el cuento y perfil de algunos de sus personajes de La Reina del Sur? En esa novela se narra cómo la DEA, la CIA y los generales del Pentágono, se sirven de los narcotraficantes mexicanos, entre ellos Epifanio Vargas, para obtener recursos negros para sus operaciones encubiertas y para enfrentar a los cárteles entre ellos, en la idea de hacer prevalecer el control que sobre los delincuentes puedan mantener.

¿A quiénes se retrata en El octavo mandamiento, durante la reunión en Nueva York, cuando el narcotraficante -supuestamente “El Chapo” Guzmán- pregunta a su interlocutor sobre la propuesta que le lleva el gobierno del cambio, unas horas antes de que sucediera el ataque terrorista contra las Torres Gemelas?

Pero el asunto va más allá en los recuentos realizados por los personajes de El poder del perro, donde se narran acuerdos entre narcotraficantes mexicanos y agentes de la DEA y otras agencias estadounidenses, y la formación de grupos combinados de diferentes servicios, entre los que destaca la Defensa de Estados Unidos, para servirse de los sicarios de los barones de la droga, en operativos en supuesto beneficio de la seguridad regional y nacional de esa nación, bajo cuyo pretexto ordenan las ejecuciones de los candidatos a la presidencia de Colombia y México, la muerte de Juan Jesús Posadas Ocampo (obviamente no escriben los nombres tal cual, pero narran los acontecimientos de manera que no quepan dudas), más otras actividades como las que hoy traen a la sociedad mexicana sin paz y sin concierto.

Lo cierto es que para los gobiernos del grupo de los 7, notoriamente para el de Estados Unidos, el narcotráfico y el dinero que produce, son instrumentos de poder, no enemigos a los que hay que combatir sin cuartel, pero sí a quienes es necesario controlar, mantener en bajo perfil, vigilar. Como ocurre, desde que el ser humano se organizó en sociedad, con la prostitución y otros medios delincuenciales usados para vivir y tener poder.

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