Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Referir los valores políticos de Porfirio Muñoz Ledo, a quien conozco y trato con intermitencias desde hace 44 años, exige más una dosis de evocación que enumerar en frío sus logros y fracasos, porque desde Plutarco Elías Calles y José Vasconcelos no hubo en México un profesional de la política con tantos recursos creativos, de inteligencia e imaginación, hasta que diluyó esas aptitudes en su obsesión por significarse a través del servicio público, de oficiar el poder, en la ausencia de templanza para administrar su inteligencia, lo que lo convierte en un vanidoso para amigos, subordinados y superiores.
Tuve el privilegio de verlo trabajar de cerca, de ser testigo de la construcción de proyectos políticos y de administración pública que allí están, como lo son el Fonacot (Fondo Nacional para el Consumo de los Trabajadores) y el olvidado programa educativo que José López Portillo elogió con desmesura, pero después prefirió enviar al archivo muerto en cuanto determinó su defenestración.
Atestigüé también su labor en una de sus aptitudes más apreciadas: proveedor de ideas y discursos. En no pocas ocasiones me invitó a su despacho o a su casa para, en calidad de testigo de piedra, verlo tejer la urdimbre de lo que fue el ideario de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo; crear oraciones fúnebres, elaborar referentes históricos y fortalecer los mitos fundacionales que dieron cohesión a la idea de patria y pertenencia a una nación, en tanto el Consenso de Washington, primero, la globalización después, no las desterraban del imaginario político nacional.
Siento añoranza por un momento crucial en mi formación profesional, cuando los escuché a él y a Emilio Uranga evocar la obra y memoria del fallecido, con el propósito de escribir la oración fúnebre de Jaime Torres Bodet. Es una lección que está allí, como están esos hitos que definieron el perfil del sucesor de Luis Echeverría: las muertes de Salvador Allende y Eugenio Garza Sada.
El 11 de septiembre de 1973 las labores administrativas en las oficinas del secretario del Trabajo y Previsión Social se suspendieron un buen par de horas. Después, todo fue estar atento al desarrollo del golpe de Estado en Chile. Por la noche, un reducido grupo de colaboradores y amigos nos reunimos en su casa, donde se repitió -a cargo de Juan “El Gordo” Saldaña- el Adagio de Albinoni de manera interminable; en algún momento, muy breve, conversamos a solas. El recuerdo es exacto: “Licenciado, deja usted de ser el proyecto sucesorio de Luis Echeverría. Si no toleraron a Allende en Chile, que está tan lejos, a usted no lo soportarán en sus puertas”. Las palabras pueden variar, la idea es exacta.
Para confirmar la apreciación de las consecuencias que sobre México tendría la muerte de Salvador Allende, sólo seis días después asesinaron en Monterrey, Nuevo León, a Eugenio Garza Sada. El entonces grupo “Chipinque” mantuvo al presidente de la República bajo un torrencial aguacero -apenas cubierto por un paraguas sostenido con estoicismo por un oficial del Estado Mayor Presidencial-, atento al regaño que le propinaron, lo que se reflejó de inmediato en las reuniones de la Comisión Nacional Tripartita, con cuyo aval se había otorgado el primero aumento salarial de emergencia del 20 por ciento, en la idea de que los obreros podrían combatir la crisis económica propiciada por la caída de los precios del petróleo, lo que favoreció un realineamiento en la OPEP, organismo del que México no era parte integrante, para no malquistarse con la Casa Blanca.
Fue durante esos días que tuve la oportunidad de escuchar una conversación entre el Secretario del Trabajo y Emilio Uranga, en la que el filósofo explicaba al atento Muñoz Ledo las razones por las cuales su precandidatura era ya inexistente, e instándolo a convertirse en un referente nacional, dedicado a la academia y la escritura, cuando el político no dejaría nunca de acariciar la idea de convertirse en la fuerza centrípeta del ejercicio del poder.
En obediencia a desconocidos impulsos, cuando coincidía con él en un acto público Luis Echeverría Álvarez solía dar instrucciones a alguno de los edecanes del Estado Mayor, para que me acercara al presidente, quien de inmediato me preguntaba por mi padre y nos convocaba a desayunar en Los Pinos, lo que en algunas ocasiones se convirtió en el ingreso al túnel del tiempo, pues de allí nos trasladábamos a los eventos que hubiese en el Distrito Federal, que a veces eran sesiones maratónicas de discursos y propuestas sin fin, a las que también hacía acudir a sus huéspedes procedentes del exterior. Así conocí y traté a Alberto Moravia.
Después de esos encuentros, el secretario del Trabajo me invitaba a su despacho, para conversar sobre los posibles signos o referencias que el presidente de México hubiera podido manifestar para indicar quién sería el sucesor.
Para cuando se preparó para su aterrizaje en la Secretaría de Educación Pública, lo vi tejer fino con el propósito de evitar que el presidente electo la impusiera como subsecretario a Carlos Jonguitud Barrios, y que en su lugar fuese nombrada la maestra María Lavalle Urbina.
Dos o tres semanas después de su defenestración, tuvo la gentileza de recibirme en su domicilio, donde en el jardín sostuvimos una larga charla, en la que recordamos lo conversado la noche del día en que se suicidó Salvador Allende, y puse en sus manos mi ejemplar de Epístola: In Carcere et Vinculis (De profundis), de Óscar Wilde, con la advertencia de que la travesía del desierto -en esa idea francesa de vivir apartado del poder y la función pública dedicado al estudio y la reflexión, para preparar el regreso- era similar al ingreso a la cárcel, porque al desterrado político no se le frecuenta, se le aísla, se le considera apestado.
Reímos, fue la última vez que compartimos una sonrisa. Desde entonces únicamente cruzamos palabra en eventos sociales, capillas fúnebres, en breves encuentros fortuitos, pero no dejo de pensar que a México la sentaría mejor su valía ética, su voz, su imaginación, su creatividad, que su capacidad como administrador público en el gobierno de esta ciudad.
Porfirio Muñoz Ledo muy bien pudiera convertirse en esa conciencia nacional a la que aspiró Emilio Uranga, entre otros, pero me dicen que su obsesión por el cargo público no lo abandona.
Referir los valores políticos de Porfirio Muñoz Ledo, a quien conozco y trato con intermitencias desde hace 44 años, exige más una dosis de evocación que enumerar en frío sus logros y fracasos, porque desde Plutarco Elías Calles y José Vasconcelos no hubo en México un profesional de la política con tantos recursos creativos, de inteligencia e imaginación, hasta que diluyó esas aptitudes en su obsesión por significarse a través del servicio público, de oficiar el poder, en la ausencia de templanza para administrar su inteligencia, lo que lo convierte en un vanidoso para amigos, subordinados y superiores.
Tuve el privilegio de verlo trabajar de cerca, de ser testigo de la construcción de proyectos políticos y de administración pública que allí están, como lo son el Fonacot (Fondo Nacional para el Consumo de los Trabajadores) y el olvidado programa educativo que José López Portillo elogió con desmesura, pero después prefirió enviar al archivo muerto en cuanto determinó su defenestración.
Atestigüé también su labor en una de sus aptitudes más apreciadas: proveedor de ideas y discursos. En no pocas ocasiones me invitó a su despacho o a su casa para, en calidad de testigo de piedra, verlo tejer la urdimbre de lo que fue el ideario de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo; crear oraciones fúnebres, elaborar referentes históricos y fortalecer los mitos fundacionales que dieron cohesión a la idea de patria y pertenencia a una nación, en tanto el Consenso de Washington, primero, la globalización después, no las desterraban del imaginario político nacional.
Siento añoranza por un momento crucial en mi formación profesional, cuando los escuché a él y a Emilio Uranga evocar la obra y memoria del fallecido, con el propósito de escribir la oración fúnebre de Jaime Torres Bodet. Es una lección que está allí, como están esos hitos que definieron el perfil del sucesor de Luis Echeverría: las muertes de Salvador Allende y Eugenio Garza Sada.
El 11 de septiembre de 1973 las labores administrativas en las oficinas del secretario del Trabajo y Previsión Social se suspendieron un buen par de horas. Después, todo fue estar atento al desarrollo del golpe de Estado en Chile. Por la noche, un reducido grupo de colaboradores y amigos nos reunimos en su casa, donde se repitió -a cargo de Juan “El Gordo” Saldaña- el Adagio de Albinoni de manera interminable; en algún momento, muy breve, conversamos a solas. El recuerdo es exacto: “Licenciado, deja usted de ser el proyecto sucesorio de Luis Echeverría. Si no toleraron a Allende en Chile, que está tan lejos, a usted no lo soportarán en sus puertas”. Las palabras pueden variar, la idea es exacta.
Para confirmar la apreciación de las consecuencias que sobre México tendría la muerte de Salvador Allende, sólo seis días después asesinaron en Monterrey, Nuevo León, a Eugenio Garza Sada. El entonces grupo “Chipinque” mantuvo al presidente de la República bajo un torrencial aguacero -apenas cubierto por un paraguas sostenido con estoicismo por un oficial del Estado Mayor Presidencial-, atento al regaño que le propinaron, lo que se reflejó de inmediato en las reuniones de la Comisión Nacional Tripartita, con cuyo aval se había otorgado el primero aumento salarial de emergencia del 20 por ciento, en la idea de que los obreros podrían combatir la crisis económica propiciada por la caída de los precios del petróleo, lo que favoreció un realineamiento en la OPEP, organismo del que México no era parte integrante, para no malquistarse con la Casa Blanca.
Fue durante esos días que tuve la oportunidad de escuchar una conversación entre el Secretario del Trabajo y Emilio Uranga, en la que el filósofo explicaba al atento Muñoz Ledo las razones por las cuales su precandidatura era ya inexistente, e instándolo a convertirse en un referente nacional, dedicado a la academia y la escritura, cuando el político no dejaría nunca de acariciar la idea de convertirse en la fuerza centrípeta del ejercicio del poder.
En obediencia a desconocidos impulsos, cuando coincidía con él en un acto público Luis Echeverría Álvarez solía dar instrucciones a alguno de los edecanes del Estado Mayor, para que me acercara al presidente, quien de inmediato me preguntaba por mi padre y nos convocaba a desayunar en Los Pinos, lo que en algunas ocasiones se convirtió en el ingreso al túnel del tiempo, pues de allí nos trasladábamos a los eventos que hubiese en el Distrito Federal, que a veces eran sesiones maratónicas de discursos y propuestas sin fin, a las que también hacía acudir a sus huéspedes procedentes del exterior. Así conocí y traté a Alberto Moravia.
Después de esos encuentros, el secretario del Trabajo me invitaba a su despacho, para conversar sobre los posibles signos o referencias que el presidente de México hubiera podido manifestar para indicar quién sería el sucesor.
Para cuando se preparó para su aterrizaje en la Secretaría de Educación Pública, lo vi tejer fino con el propósito de evitar que el presidente electo la impusiera como subsecretario a Carlos Jonguitud Barrios, y que en su lugar fuese nombrada la maestra María Lavalle Urbina.
Dos o tres semanas después de su defenestración, tuvo la gentileza de recibirme en su domicilio, donde en el jardín sostuvimos una larga charla, en la que recordamos lo conversado la noche del día en que se suicidó Salvador Allende, y puse en sus manos mi ejemplar de Epístola: In Carcere et Vinculis (De profundis), de Óscar Wilde, con la advertencia de que la travesía del desierto -en esa idea francesa de vivir apartado del poder y la función pública dedicado al estudio y la reflexión, para preparar el regreso- era similar al ingreso a la cárcel, porque al desterrado político no se le frecuenta, se le aísla, se le considera apestado.
Reímos, fue la última vez que compartimos una sonrisa. Desde entonces únicamente cruzamos palabra en eventos sociales, capillas fúnebres, en breves encuentros fortuitos, pero no dejo de pensar que a México la sentaría mejor su valía ética, su voz, su imaginación, su creatividad, que su capacidad como administrador público en el gobierno de esta ciudad.
Porfirio Muñoz Ledo muy bien pudiera convertirse en esa conciencia nacional a la que aspiró Emilio Uranga, entre otros, pero me dicen que su obsesión por el cargo público no lo abandona.
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