Militarización policial

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

Por la puerta de atrás, el Ejército se está apoderando de la seguridad pública en el país. Casi la mitad de los gobernadores han tocado la puerta del secretario de la Defensa, general Guillermo Galván, para pedirle que sea él, nadie más, quien designe qué miembro de las Fuerzas Armadas se haga cargo de la policía estatal. Una consecuencia de una violencia que los ha rebasado, es la subordinación que se niegan a admitir los gobernadores en los dichos, pero es clara en los hechos.

Prácticamente la mitad de los gobiernos estatales sucumbieron. Generales en retiro, coroneles, capitanes y mayores han tomado posesión de la seguridad pública en los estados, pero también en los municipios, desde jefaturas de las policías estatales y municipales, hasta incluso, en un caso, la operación del C-4, que es donde se controlan las cámaras de seguridad en las calles para la respuesta rápida policial, a la Marina. En total, se calcula que en 25 entidades federativas, diferentes niveles de seguridad pública se han puesto en manos de militares.

La militarización de los cuerpos de seguridad pública refleja también una desconfianza en la Secretaría de Seguridad Pública Federal, donde sólo uno de sus cuadros, Rafael Ocampo, ocupa ese cargo en el gobierno de Nayarit. Uno más que viene de esa rama que tuvo su origen en el CISEN, Ardelio Vargas, secretario de Seguridad Pública en Puebla, no forma parte del grupo del secretario Genaro García Luna. Esta urgencia por sacudirse el tema de seguridad de las manos y depositar la suerte del estado de manera informal en una institución federal, ha provocado la tendencia a militarizar una función eminentemente civil: en 2009 sólo seis militares tenían ese cargo; hoy, son 14.

Los gobernadores se encuentran en una contradicción. A nivel discurso y en sus tratos personales, expresan su confianza en García Luna, pero ni han avanzado en el mando estatal único, que aprobaron en la Conferencia Nacional de Gobernadores, ni le han pedido a él que les recomiende jefes de seguridad pública. De hecho, ha sido todo lo contrario. Cuando en una reunión hace poco más de dos años sugirió que le permitieran colocar responsables en esa área, lo rechazaron. Una de las razones que explicaba García Luna era la homologación de procedimientos, métodos y capacitación, sin faltar las pruebas de confianza de los jefes policiales para reducir márgenes de corrupción, que es uno de los temas de mayor conflicto entre el gobierno y los estados, que con los militares, que no se someten a esas pruebas, tienen.

Contra la retórica política están los hechos. A nivel estatal, las entidades que tienen militares en los cargos de secretarios de Seguridad Pública son: Aguascalientes, Chiapas, Colima, Guanajuato, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz y Zacatecas. Algunos de ellos han sido fuertemente cuestionados por presuntas violaciones a los derechos humanos, como el general retirado Carlos Bibiano, hoy en Quintana Roo, quien llegó a declarar este que no tenía caso detener narcotraficantes porque salían libres. Otros, como el secretario de Seguridad Pública de Ciudad Juárez, Julián Leyzaola, han sido acusados de utilizar la tortura como método de trabajo.

La discusión de fondo no debiera ser únicamente la presencia de militares en áreas de seguridad civil, que de sí es una claudicación del federalismo y una permanente fuente de debate constitucional, sino si los militares son más capaces que los civiles para cumplir con la encomienda. Los resultados no son positivos. En la parte macro de la guerra contra los cárteles, existe la constante de que en donde hay militares a cargo de la seguridad pública, la violencia es ascendente. Los 12 municipios más violentos del país –salvo los de Guerrero- se encuentran en las entidades donde están los militares.

En la parte micro de ese combate contra la delincuencia, las experiencia tampoco han sido positivas. Tamaulipas es un buen caso para argumentar la complejidad de la problemática. Desde que asumió la gubernatura, Egidio Torre Cantú ofreció al general Galván construir un cuartel para militares e incorporarlos en la nómina del estado, con tal de que le enviara dos mil soldados para que le ayudaran a patrullar tres carreteras, que conectan con Nuevo León, que estaban totalmente sin vigilancia, y se habían convertido en corredores de la muerte bajo el control de criminales.

El general Galván le dijo sí, pero nunca atendió la petición reiterada del gobernador. Sólo el escándalo mundial por las fosas clandestinas en San Fernando -que cruza una de las carreteras desatendidas por la Federación- orilló al general Galván a enviar a 600 soldados que hoy visten uniforme policial. En la actualidad San Fernando es una zona segura, no porque haya disminuido la batalla entre los cárteles del Golfo y Los Zetas, razón primaria de la violencia en la zona, sino porque la presencia federal impide que sea un refugio táctico de los criminales. Es decir, fue presencia, no combate a la delincuencia, lo que disminuyó la violencia.

Torre Cantú también fue con el secretario de la Defensa para pedirle que nombrara a un militar a cargo de la Seguridad Pública estatal. El general Galván le envió a un general retirado, Ubaldo Ayala, quien fungía en el cargo cuando se descubrieron las fosas clandestinas. Al aparecer decenas de cuerpos, el gobernador lo buscó urgentemente, pero el general retirado estaba incomunicado. Cuando finalmente reapareció, la explicación por haberse desconectado fue tan banal y personal. Torre Cantú lo destituyó, pero las fosas no enterraron también al general Ayala, cuyo protector, el general Galván, lo volvió a colocar como subsecretario de Seguridad Pública de San Luis Potosí.

La militarización de la seguridad pública en los estados, crece de manera galopante y no ha resuelto el problema de la violencia en el país, ni tampoco ha coadyuvado en el combate y desmantelamiento de los cárteles. La lucha central la llevan la Policía Federal, los cuerpos de élite de la Marina y el Ejército, pero sin gran apoyo de los militares incrustados en estados y municipios, que en algunos casos se han convertido en parte del problema, no en su solución, una realidad objetiva que todavía los gobernadores se niegan a reconocer.

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