Martha Anaya / Crónica de Política
El día que Luis Echeverría Álvarez acudió a la Universidad Nacional Autónoma de México es recordado hasta la fecha por “la pedrada” que recibió el presidente de la República en la frente y su tribulado “escape” de Ciudad Universitaria. Historias se han tejido y destejido al respecto. Pero, ¿cómo ocurrieron realmente los hechos?
Jorge Carrillo Olea, jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial y encargado de la seguridad de Echeverría para ese acto en concreto, narra en su libro México en riesgo (Grijalbo 2011) que recién ha salido de prensas, su versión de lo que aconteció aquella mañana del 14 de marzo de 1975.
Recuerda, para empezar, que el sólo anuncio de la asistencia de Echeverría a la máxima casa de estudios “generó un rechazo abierto entre los universitarios” quienes aún no olvidaban los acontecimientos de Tlaltelolco en 1968 y el “Halconazo” (1971) desatado precisamente en los primeros meses del gobierno echeverrista.
Pero la decisión estaba tomada y a él, al entonces teniente coronel Carrillo Olea, el general Castañeda, jefe del EMP, le encomendó la tarea de proteger al mandatario en Ciudad Universitaria.
La historia de ese suceso –última visita por cierto de un Presidente de México a la UNAM hasta la fecha—es atractivamente narrada por el creador del Cisen y defenestrado gobernador de Morelos.
Cierta de que lo narración los atrapará, le cedemos la pluma en este extracto de lo que cuenta sobre ese “incidente”:
La noche previa al evento, contrario a mis características sicológicas, advertí y di lugar a una premonición, a un presentimiento. Se fue formando en mi última visita al auditorio, cerca de la media noche y durante mi regreso a mi oficina. Se expresaba en muy pocas palabras: Algo grave iba a pasar mañana. Pero al mismo tiempo había una subyacente certidumbre de que sería yo el sujeto de los hechos y no el Presidente. Esto es, iba a pasar algo conmigo. Sin concretar ideas pasaron por mi mente fugaces pensamientos sobre un posible hecho accidental o un error desgraciado de mi parte, una imprevisión, algo no considerado. No sentía temor o miedo ante lo venidero, era simplemente una certidumbre, una fijación mental.
Como una reacción, ya en mi oficina, fuera de tiempo, de lugar o lógica, se me ocurrió a esa hora afeitarme, bañarme, vestirme con unos jeans, una sudadera y calzarme unas viejas botas de montar. ¿Todo esto por qué? Quién sabe. Así dormí, con gran serenidad aquella noche. Salí para la Ciudad Universitaria de madrugada a fin de revisar todas las medidas que se había adoptado, pero sobre todo para ubicar en el estacionamiento cuatro o cinco automóviles y una camioneta Van, pintada como si fuera distribuidora de Bimbo. En cada automóvil estarían el conductor y dos escoltas y en la Van un equipo médico de emergencia.
De manera muy acelerada empezaron a llegar estudiantes que pronto llenaron el auditorio. El barullo era terrible, los corredores atestados, pero no de manera amenazante ni preocupante. Pero pocos minutos antes de la llegada del Presidente se escucharon ruidos estruendosos en la parte de arriba, se golpeaban las puertas de acceso y finalmente fueron estas rotas. Entró una turba de muchachos con gran ruido. El clima se calentaba y mi preocupación crecía. A punto de llegar el Presidente me trasladé a la planta baja que era un vestíbulo con una escalera de acceso hacia el auditorio. El punto vacío estaba invadido por estudiantes que se manifestaban de manera ruidosa, lanzando las consignas más contradictorias a favor y en contra del Presidente.
El Lic. Echeverría llegó en un auto café. En el asiento de adelante el chofer, que con la mirada me decía mil cosas enigmáticas; a su lado, el Jefe de Estado Mayor vestido de civil, inmóvil, no me dirigió ni siquiera una mirada. Bajó el Presidente solo, como se había planeado, y él sí estableció una mirada de inteligencia conmigo, pero no cruzamos una sola palabra. Subimos la escalera ya con muchos trabajos dada la multitud y nos dirigimos al corredor de la derecha a la develación de la placa. Como era costumbre, pero siempre un acto de prestidigitación, el Dr. Jekill se transformó en una especie de Super star. Magnético, dueño del espacio, sugestivo. Entramos al auditorio por el pasillo de la derecha, él subió al escenario y yo me situé al pie, en la parte baja frente a él y al doctor (Guillermo) Soberón.
No sé si el Presidente se llegó a enterar pero, contrariando sus órdenes, en el propio escenario había algunos jóvenes oficiales con batas blancas, prenda que abundaba entre el estudiantado ya que era la Facultad de Medicina. Dejarlo auténticamente solo hubiera sido sencillamente irresponsable y estúpido. Se inició el acto con el canto del Himno Nacional y empezaron los discursos a cargo, primero de Evaristo Pérez Arreola, líder del Sindicato de Trabajadores, lo siguió algún estudiante a quien yo había conocido en Sinaloa, que era semi rubio, ojos claros, dominador de gentíos, esplendido orador pero creo que fue un punto más allá de lo deseado en elogios, lo que provocó un recalentamiento de los ánimos, sobre todo de los estudiantes de galería, que evidentemente acudían, por lo menos, a boicotear el acto.
Los gritos eran de tal intensidad que hicieron imposible que el orador siguiera con su discurso; bajó de la mesa del presídium a donde había subido y empezó el Dr. Soberón, rector de la Universidad con su informe, último evento antes de la inauguración de cursos por el Presidente. El escándalo era ya tal que hacia inaudible la voz del rector a pesar de los equipos de sonorización. Yo cruzaba miradas con él invitándolo a acortar su informe pues empezaban a sentirse sobre el presídium y el escenario en general una lluvia de monedas procedentes de la galería. Una moneda de 20 centavos de aquel entonces, lanzada desde aquella altura era suficiente para provocar una seria herida en quien recibiera el impacto.
La gritería arreciaba e increpaban ya directamente al Presidente Echeverría. Este tomó el micrófono e inició un altercado verbal con los estudiantes gritándoles a toda voz: “Jóvenes manipulados por la CIA” y otras lindezas que no recuerdo, pero aquella expresión se convirtió en frase histórica. Apresuradamente y siguiendo las palabras rituales de costumbre, el Presidente declaró inaugurados los cursos.
Hice señas a los oficiales de bata blanca para que indujeran al Presidente a bajar del presídium y emprender la salida, los mandaba un ayudante del licenciado Echeverría al que cordialmente siempre llamé “J.G.”, amistosa burla de su nombre: José Guadalupe Castellanos. Me encontré con el Presidente al pie de la escalerilla, dándole el frente y, caminando yo hacía atrás, iniciamos lentamente el recorrido de salida hacía el corredor por el que habíamos entrado. Él saludaba a diestra y siniestra.
A pesar de la diferencia de estaturas, lo abrazaba por la cintura y él, en su euforia, no se daba cuenta de nada, así la marcha se hacía razonablemente fácil. A la mitad del pasillo, procedentes del corredor exterior se escucharon fuertes ruidos que para algunos sonaban a disparos. No para mí que conocía muy bien el sonido de una detonación.
El Presidente, ahora mirándome a los ojos, me dijo:
-Están disparando.
-No –repuse–, están rompiendo los macetones y aventando contra los vidrios los tepalcates (fragmentos de ollas o macetas).
Disparos o tepalcatazos, lo razonable era no seguir, de manera que dimos la vuelta en “U”. Regresamos hacia el escenario en busca de las salidas de emergencia. Opté por la de la derecha que era la que nos llevaba directamente al jardín y cometí el error de inducir al Presidente a bajar por la estrechísima escalera, e invité al Dr. Soberón a seguirlo y a alguien o algunos más. En ese momento caí en la cuenta de que me había aislado del Presidente, ello me perturbó pues el alejarme de él había sido un error enorme y busqué cómo alcanzarlo. Por la escalera era imposible dado lo estrecho. Entonces apareció a mi izquierda una ventana circular, de las llamadas “ojo de buey” y me lancé de cabeza por ella sin saber exactamente su altura ni sobre qué caería, pero sí que me conduciría al Presidente.
Efectivamente, a unos pasos de donde caí de espaldas había una puerta de lámina negra, la salida de la escalera de emergencia. Golpee fuertemente con los puños gritando:
-¡Señor Presidente, Señor Presidente!
Y él contestó desde adentro:
-¿Mi Teniente Coronel?
-Sí, abra usted la puerta-, grité.
Así lo hizo y se produjo en mí una sensación inenarrable: Estaba ahí el Jefe del Estado, propiamente en mis manos y todavía indemne, sin daño alguno. Ahora nada ni nadie tenían mi responsabilidad. Reflexioné: El jefe del Estado está en grave peligro y con él, el país mismo. Su bienestar está bajo mi responsabilidad.
Atrás de mí había cuatro oficiales que habían sido elegidos por su corpulencia y por sus esplendidas cualidades de valor y lealtad a los que grite: “¡Tráiganselo, tráiganselo!” Y tomándolo de los brazos y la espalda empezamos a caminar a grandes zancadas hacia el estacionamiento mientras nos perseguían los estudiantes. Entusiasma ese ánimo maravilloso que tiene la juventud y que se puede estimular tan fácilmente, en este caso para mal, pues las pandillas buscaban hacerse cargo de la situación. Favorablemente ellos no tenían un plan preconcebido, todo se había salido de cauces, ¿qué hubiera sido si hubieran llevado a cabo un acto culminante? El caso es que se había desatado ya una persecución llena de improperios hacia el Presidente.
Yo iba por delante, oteando el estacionamiento en busca de los coches. Los oficiales, parados en los estribos, me hacían señas para identificarse y llamarme, pero estando tan cerca, no más de veinte metros, me parecían tan lejos que dudaba de poder alcanzarlos. En uno de mis frecuentes voltear hacia atrás para verificar que todo viniera bien, ya que el Presidente y los oficiales me seguían a tres pasos, vi sangrando la frente del licenciado Echeverría de manera profusa. Es imposible también reconstruir las escenas imaginarias que se vinieron a mi mente: ¿Qué pasaba y qué pasaría, qué iba a pasar con el país, con el Presidente como persona y conmigo mismo ante mi fracaso?
Providencialmente, a tres o cuatro metros de donde íbamos, se ponía en marcha un pequeño coche Maverick rojo que seguramente huía de la peligrosa turba. Hice señas a los oficiales a cargo del Presidente para que lo condujeran hacia ese coche mientras yo me adelantaba hacia el lado del chofer, me introducía en la parte trasera del coche y tomando al chofer por la garganta, desde una posición por demás ventajosa para mí y seguramente gritándole muy fuertes majaderías para amedrentarlo, le solté: “¡No te muevas, aquí mando yo!”
Los oficiales con el Presidente ya habían abierto la portezuela delantera derecha y trataban de introducirlo al auto, pero él se había afianzado entre el techo y la propia portezuela en una postura de gran resistencia, mientras seguía en su debate a gritos con los estudiantes. Se negaba a entrar al auto. Le ordené a uno de los oficiales, el teniente Agüero, el que lo tenía tomado por la cintura, que lo forzara a entrar al auto. Sus inhibiciones propias de joven y de oficial del ejército le impedían forcejear con el Jefe del Estado, hasta que levantando fuertemente la voz le ordené de nuevo: “¡Mételo, Mételo!” Afortunadamente, mediante un irrespetuoso jalón, así lo hizo.
Como caído del cielo, o más bien como salido del infierno porque es su espacio natural, apareció José Murat dando gritos al chofer y en un estado de exaltación máxima ordenaba: “¡A Derecho, a Derecho!”
Impulsé al chofer a acelerar pues empezaban a llover piedras y tepalcates al auto, rompiendo el medallón trasero y lastimando el techo. Nuestra velocidad pronto dejó atrás a la multitud y entonces le ordené al jóven que detuviera el auto y dirigiéndome al intruso le dije: “¡Bájate, Murat, bájate!” Y algo habrá visto de determinación en mí que optó definitivamente por bajar del coche. El Presidente reía a carcajadas.
Llegamos al término del estacionamiento y aprovechando una especie de rampa de tierra brincamos a la banqueta y entramos al bosque, mezcla de bosque y pedregal, que es tan propio de C.U., pero yo no sabía, porque nunca lo calculé, a dónde llevaba aquella brecha. Podría haber sido a cualquier parte pero una cosa era segura, nos alejaba de los estudiantes que aún corrían tras nosotros. Después de tal vez un kilometro, caímos a Insurgentes en sentido contrario al tránsito que en ese sitio se da de sur a norte. El pobre chofer no sabía qué hacer, hasta que lo impulsé a que, tomando precauciones y pegado a la izquierda, empezara a circular. Las mentadas de madre de todos los conductores que lo hacían en su sentido correcto eran de tal grado que el Presidente reinició sus carcajeadas.
En aquel entonces no existía camellón para dividir los dos sentidos de Insurgentes sino que había un bordo que de tantos a tantos metros daba lugar a una vuelta en ”U”. Le ordené al conductor que se pasara al sentido correcto, esto es de norte a sur, hacia lo que hoy es Perisur y así lo intentó hacer, pero por el peso del coche –chofer, teniente y Presidente en el asiento delantero, y atrás yo y cientos de libros que eran unas tesis que aquel muchacho-chofer había ido a entregar, pues así se ganaba unos pesos para apoyar sus estudios en el Instituto Politécnico Nacional–, el brinco se hizo imposible. Las tesis fueron a dar a la calle. Me bajé e intenté medio cargar el auto mientras el chofer aceleraba, produciéndose los rechinidos característicos de las llantas que giraban sin suficiente apoyo. Yo no daba crédito ni entendía las motivaciones sicológicas del Presidente pero éste, ante la situación, se carcajeaba y gritaba:
-¡Igual que en Los Intocables!
Todavía hoy me río y no sé si admirar su entereza y confianza en mí o buscar alguna otra explicación más enredada.
Iniciamos la marcha rumbo al sur, hacia lo que hoy es Perisur. En el trayecto, desde el asiento de atrás, habiendo desgarrado la falda de mi camisa, le quité los lentes al Presidente y comencé a limpiarle la frente, en el ánimo por supuesto de asearlo, pero más bien de ver cuál era la naturaleza de la herida; una evaluación de daños, como se dice en los desastres, pero ya se adivinaba leve pues había dejado de sangrar. La leyenda de la pedrada fue alimentada por los medios ya que cualquier piedra golpeando en la frente de un ser humano le hubiera producido un daño mayor. Debe haber sido, otra vez, un fragmento de tepalcate, de tamaño muy menor.
Después me contarían que apenas salimos nosotros llegó el Jefe de Estado Mayor a lo que había sido el campo de batalla, que su estado de ánimo –de espanto–, era absolutamente perceptible, con una preocupación rayana en la desesperación pues su responsabilidad por ser el titular de la institución era mayúscula, independientemente de la mía. Preguntó por el Presidente de manera compulsiva e inmediata y ya algunos de los oficiales que por ahí estaban en espera de ordenes le informaron: “Se lo llevó el Teniente Coronel Carrillo”. Eso pareció atenuar su angustia, pero esta no podía cesar ya que la conexión por radio entre él y yo no existía, pues así se había ordenado: que no se llevaran ni armas, ni radios. En el trayecto mi inquietud era esa, pues adivinaba que los medios de comunicación de todo orden habían disparado ya la noticia al mundo entero y no necesariamente en los términos reales. Se hablaba de un secuestro o de graves heridas y lo más cercano a la auténtica terrible verdad: Nadie sabía en dónde estaba el Presidente ni en manos de quien.
Creo que esta desaparición transitoria es singular: Un jefe de Estado que no está, que no se sabe de él y lo peor, en dónde ni en qué condiciones está. Temporarily lost, and then what, explicó para sí mismo con su pícara risa el embajador británico Sir John Galsworthy el día que lo comentamos.
Ya habíamos tomado el Periférico hacia el norte y autoritariamente le dije al licenciado:
-Señor Presidente, vamos a Magnolia (su casa particular en San Jerónimo) para que se asee y pueda yo hacer algunas llamadas telefónicas que son extremadamente urgentes.
-No –fue la respuesta cortante–, vamos a Los Pinos que es la residencia oficial.
Ante este grueso argumento no tuve nada más que decir.
Sorpresivamente apareció a nuestro lado, manejando su propio auto, Rodolfo Echeverría Zuno, tocando repetidamente la bocina y agitando con gran alegría la mano izquierda casi en la nariz de su padre. Él había asistido como incognito a los actos. Debo confesar que ver las expresiones del hijo en aquel fortuito encuentro, tal vez perdiendo yo el control de tantas y tantas emociones acumuladas ese día, me provocó un nudo en la garganta. Yo tenía con Rodolfo una particular identificación. Tenía fama de muchacho difícil en términos de su independencia y autonomía; conmigo fue siempre atento, gentil y amigo, le estimé tanto como lamenté su muerte en 1983.
Todavía sobre el periférico a la altura de la avenida Altavista nos cruzamos con un convoy de autobuses de granaderos rumbo al sur, unos diez camiones, escoltados por patrullas. El Presidente me preguntó, pero había una afirmación en su pregunta:
-El Gral. Gutiérrez Santos es una persona muy prudente, ¿verdad?
-Si señor Presidente es una persona muy sensata- contesté.
Muchas nubes negras habrán pasado por su mente ante la posibilidad de que un error o exceso por parte de la policía generara otro drama nacional. Podría otra vez mancharse la nación con sangre de estudiantes.
Al llegar a Los Pinos naturalmente la guardia impidió el paso desde una distancia prudente, que es lo correcto ante un vehículo desconocido. Saqué la cabeza por la ventanilla y le grité al comandante teniente Mercado:
-¡Es el Sr. Presidente, abran la puerta y para toda la red (de radio) infórmese que el señor está en Los Pinos y completamente a salvo!
Llegamos a la entrada de la residencia. Era un desierto, no había nadie más que el ayudante de guardia, quien seguramente ya había notificado a la señora Echeverría de nuestra llegada porque ella apareció al fin del larguísimo pasillo exclamando con voz muy alta, sollozando y levantando los brazos:
–¡Luis, Luis, Luis!– y corrió a abrazarlo.
Di la media vuelta y me topé con Rodolfo, que también había ya entrado. Me dio un gran abrazo. No se pronunció palabra alguna.
Le pedí al ayudante de guardia que verificara que el Jefe de Estado Mayor ya había sido informado y que le invitara al dueño del automóvil un refresco o café. Volteé hacia el Sr. Presidente y la Sra. en busca de instrucciones y él me dijo “Quiero ver una película después de comer, busquen al proyeccionista”.
En esos momentos arribó el Dr. Eduardo Echeverría, su hermano y subieron a las habitaciones. Empezaba a llegar la más disímbola clase de gente: miembros del gabinete, legisladores, en fin. También apareció antes que todos ellos y aún demudado el Jefe de Estado Mayor quien preguntó por el Presidente. “Está en sus habitaciones con la señora y el Dr. Eduardo”, le dijeron. A mí no me dirigió una sola palabra.
Minutos después bajó el Sr. Presidente vestido con particular empeño de lucidores colores, sereno y con un simple vendolete en la frente. Ordenó que se pasara a su comensal al comedor, que si no mal recuerdo era Julio Scherer, director de Excélsior, y no hizo caso ninguno de la gente que había llegado. Yo prestaba atención, impresionado, a la cantidad de versiones que ya se daban sobre los hechos y a que en todas ellas el narrador había sido parte importante de la seguridad.
El subsecretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios hacia saber que había tenido infiltrados entre los estudiantes a cien agentes de la Dirección Federal de Seguridad, ¡Vaya, utilísimos!, pero el más protagónico fue el entonces líder de la Cámara de Diputados, Carlos Sansores Pérez, que reclamaba el mérito de haber sabido todo con anticipación, tomado no sé cuántas y tantas providencias y haber apoyado no sé con cuántos cientos de personas. El Jefe de Estado Mayor llegó a su límite y con bastante crudeza le gritó: “¡Por qué no se calla licenciado!” y le hizo notar que ni su sombra apareció por ahí.
Terminada la comida, el Presidente pasó a la sala de cine con la instrucción de que no recibiría llamadas y de que a todo el que hablara se le informara precisamente lo que estaba haciendo, o sea viendo una película. Los primeros en llamar fueron el Presidente Figueres, de Costa Rica; el Presidente Castro, de Cuba y bueno, la lista fue interminable. Instruyó también que como el acto programado para la tarde era su asistencia al Consejo de Administración del Instituto Mexicano de Comercio Exterior, éste se transmitiera en vivo por todas las estaciones de televisión.
Antes de pasar a la sala de cine el Presidente pidió que enviaran al dueño del automóvil a su despacho. Lo que ahí pasó y lo que le dijo sólo lo saben ellos dos, pero el joven salió con una gran sonrisa, seguramente producto de recibir un abrazo presidencial y algún numerario consistente. A alguien encargó el Presidente que se reparara completamente el vehículo. Para mis adentros yo pensé: ¿y por qué no regalarle uno nuevo?
El día que Luis Echeverría Álvarez acudió a la Universidad Nacional Autónoma de México es recordado hasta la fecha por “la pedrada” que recibió el presidente de la República en la frente y su tribulado “escape” de Ciudad Universitaria. Historias se han tejido y destejido al respecto. Pero, ¿cómo ocurrieron realmente los hechos?
Jorge Carrillo Olea, jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial y encargado de la seguridad de Echeverría para ese acto en concreto, narra en su libro México en riesgo (Grijalbo 2011) que recién ha salido de prensas, su versión de lo que aconteció aquella mañana del 14 de marzo de 1975.
Recuerda, para empezar, que el sólo anuncio de la asistencia de Echeverría a la máxima casa de estudios “generó un rechazo abierto entre los universitarios” quienes aún no olvidaban los acontecimientos de Tlaltelolco en 1968 y el “Halconazo” (1971) desatado precisamente en los primeros meses del gobierno echeverrista.
Pero la decisión estaba tomada y a él, al entonces teniente coronel Carrillo Olea, el general Castañeda, jefe del EMP, le encomendó la tarea de proteger al mandatario en Ciudad Universitaria.
La historia de ese suceso –última visita por cierto de un Presidente de México a la UNAM hasta la fecha—es atractivamente narrada por el creador del Cisen y defenestrado gobernador de Morelos.
Cierta de que lo narración los atrapará, le cedemos la pluma en este extracto de lo que cuenta sobre ese “incidente”:
La noche previa al evento, contrario a mis características sicológicas, advertí y di lugar a una premonición, a un presentimiento. Se fue formando en mi última visita al auditorio, cerca de la media noche y durante mi regreso a mi oficina. Se expresaba en muy pocas palabras: Algo grave iba a pasar mañana. Pero al mismo tiempo había una subyacente certidumbre de que sería yo el sujeto de los hechos y no el Presidente. Esto es, iba a pasar algo conmigo. Sin concretar ideas pasaron por mi mente fugaces pensamientos sobre un posible hecho accidental o un error desgraciado de mi parte, una imprevisión, algo no considerado. No sentía temor o miedo ante lo venidero, era simplemente una certidumbre, una fijación mental.
Como una reacción, ya en mi oficina, fuera de tiempo, de lugar o lógica, se me ocurrió a esa hora afeitarme, bañarme, vestirme con unos jeans, una sudadera y calzarme unas viejas botas de montar. ¿Todo esto por qué? Quién sabe. Así dormí, con gran serenidad aquella noche. Salí para la Ciudad Universitaria de madrugada a fin de revisar todas las medidas que se había adoptado, pero sobre todo para ubicar en el estacionamiento cuatro o cinco automóviles y una camioneta Van, pintada como si fuera distribuidora de Bimbo. En cada automóvil estarían el conductor y dos escoltas y en la Van un equipo médico de emergencia.
De manera muy acelerada empezaron a llegar estudiantes que pronto llenaron el auditorio. El barullo era terrible, los corredores atestados, pero no de manera amenazante ni preocupante. Pero pocos minutos antes de la llegada del Presidente se escucharon ruidos estruendosos en la parte de arriba, se golpeaban las puertas de acceso y finalmente fueron estas rotas. Entró una turba de muchachos con gran ruido. El clima se calentaba y mi preocupación crecía. A punto de llegar el Presidente me trasladé a la planta baja que era un vestíbulo con una escalera de acceso hacia el auditorio. El punto vacío estaba invadido por estudiantes que se manifestaban de manera ruidosa, lanzando las consignas más contradictorias a favor y en contra del Presidente.
El Lic. Echeverría llegó en un auto café. En el asiento de adelante el chofer, que con la mirada me decía mil cosas enigmáticas; a su lado, el Jefe de Estado Mayor vestido de civil, inmóvil, no me dirigió ni siquiera una mirada. Bajó el Presidente solo, como se había planeado, y él sí estableció una mirada de inteligencia conmigo, pero no cruzamos una sola palabra. Subimos la escalera ya con muchos trabajos dada la multitud y nos dirigimos al corredor de la derecha a la develación de la placa. Como era costumbre, pero siempre un acto de prestidigitación, el Dr. Jekill se transformó en una especie de Super star. Magnético, dueño del espacio, sugestivo. Entramos al auditorio por el pasillo de la derecha, él subió al escenario y yo me situé al pie, en la parte baja frente a él y al doctor (Guillermo) Soberón.
No sé si el Presidente se llegó a enterar pero, contrariando sus órdenes, en el propio escenario había algunos jóvenes oficiales con batas blancas, prenda que abundaba entre el estudiantado ya que era la Facultad de Medicina. Dejarlo auténticamente solo hubiera sido sencillamente irresponsable y estúpido. Se inició el acto con el canto del Himno Nacional y empezaron los discursos a cargo, primero de Evaristo Pérez Arreola, líder del Sindicato de Trabajadores, lo siguió algún estudiante a quien yo había conocido en Sinaloa, que era semi rubio, ojos claros, dominador de gentíos, esplendido orador pero creo que fue un punto más allá de lo deseado en elogios, lo que provocó un recalentamiento de los ánimos, sobre todo de los estudiantes de galería, que evidentemente acudían, por lo menos, a boicotear el acto.
Los gritos eran de tal intensidad que hicieron imposible que el orador siguiera con su discurso; bajó de la mesa del presídium a donde había subido y empezó el Dr. Soberón, rector de la Universidad con su informe, último evento antes de la inauguración de cursos por el Presidente. El escándalo era ya tal que hacia inaudible la voz del rector a pesar de los equipos de sonorización. Yo cruzaba miradas con él invitándolo a acortar su informe pues empezaban a sentirse sobre el presídium y el escenario en general una lluvia de monedas procedentes de la galería. Una moneda de 20 centavos de aquel entonces, lanzada desde aquella altura era suficiente para provocar una seria herida en quien recibiera el impacto.
La gritería arreciaba e increpaban ya directamente al Presidente Echeverría. Este tomó el micrófono e inició un altercado verbal con los estudiantes gritándoles a toda voz: “Jóvenes manipulados por la CIA” y otras lindezas que no recuerdo, pero aquella expresión se convirtió en frase histórica. Apresuradamente y siguiendo las palabras rituales de costumbre, el Presidente declaró inaugurados los cursos.
Hice señas a los oficiales de bata blanca para que indujeran al Presidente a bajar del presídium y emprender la salida, los mandaba un ayudante del licenciado Echeverría al que cordialmente siempre llamé “J.G.”, amistosa burla de su nombre: José Guadalupe Castellanos. Me encontré con el Presidente al pie de la escalerilla, dándole el frente y, caminando yo hacía atrás, iniciamos lentamente el recorrido de salida hacía el corredor por el que habíamos entrado. Él saludaba a diestra y siniestra.
A pesar de la diferencia de estaturas, lo abrazaba por la cintura y él, en su euforia, no se daba cuenta de nada, así la marcha se hacía razonablemente fácil. A la mitad del pasillo, procedentes del corredor exterior se escucharon fuertes ruidos que para algunos sonaban a disparos. No para mí que conocía muy bien el sonido de una detonación.
El Presidente, ahora mirándome a los ojos, me dijo:
-Están disparando.
-No –repuse–, están rompiendo los macetones y aventando contra los vidrios los tepalcates (fragmentos de ollas o macetas).
Disparos o tepalcatazos, lo razonable era no seguir, de manera que dimos la vuelta en “U”. Regresamos hacia el escenario en busca de las salidas de emergencia. Opté por la de la derecha que era la que nos llevaba directamente al jardín y cometí el error de inducir al Presidente a bajar por la estrechísima escalera, e invité al Dr. Soberón a seguirlo y a alguien o algunos más. En ese momento caí en la cuenta de que me había aislado del Presidente, ello me perturbó pues el alejarme de él había sido un error enorme y busqué cómo alcanzarlo. Por la escalera era imposible dado lo estrecho. Entonces apareció a mi izquierda una ventana circular, de las llamadas “ojo de buey” y me lancé de cabeza por ella sin saber exactamente su altura ni sobre qué caería, pero sí que me conduciría al Presidente.
Efectivamente, a unos pasos de donde caí de espaldas había una puerta de lámina negra, la salida de la escalera de emergencia. Golpee fuertemente con los puños gritando:
-¡Señor Presidente, Señor Presidente!
Y él contestó desde adentro:
-¿Mi Teniente Coronel?
-Sí, abra usted la puerta-, grité.
Así lo hizo y se produjo en mí una sensación inenarrable: Estaba ahí el Jefe del Estado, propiamente en mis manos y todavía indemne, sin daño alguno. Ahora nada ni nadie tenían mi responsabilidad. Reflexioné: El jefe del Estado está en grave peligro y con él, el país mismo. Su bienestar está bajo mi responsabilidad.
Atrás de mí había cuatro oficiales que habían sido elegidos por su corpulencia y por sus esplendidas cualidades de valor y lealtad a los que grite: “¡Tráiganselo, tráiganselo!” Y tomándolo de los brazos y la espalda empezamos a caminar a grandes zancadas hacia el estacionamiento mientras nos perseguían los estudiantes. Entusiasma ese ánimo maravilloso que tiene la juventud y que se puede estimular tan fácilmente, en este caso para mal, pues las pandillas buscaban hacerse cargo de la situación. Favorablemente ellos no tenían un plan preconcebido, todo se había salido de cauces, ¿qué hubiera sido si hubieran llevado a cabo un acto culminante? El caso es que se había desatado ya una persecución llena de improperios hacia el Presidente.
Yo iba por delante, oteando el estacionamiento en busca de los coches. Los oficiales, parados en los estribos, me hacían señas para identificarse y llamarme, pero estando tan cerca, no más de veinte metros, me parecían tan lejos que dudaba de poder alcanzarlos. En uno de mis frecuentes voltear hacia atrás para verificar que todo viniera bien, ya que el Presidente y los oficiales me seguían a tres pasos, vi sangrando la frente del licenciado Echeverría de manera profusa. Es imposible también reconstruir las escenas imaginarias que se vinieron a mi mente: ¿Qué pasaba y qué pasaría, qué iba a pasar con el país, con el Presidente como persona y conmigo mismo ante mi fracaso?
Providencialmente, a tres o cuatro metros de donde íbamos, se ponía en marcha un pequeño coche Maverick rojo que seguramente huía de la peligrosa turba. Hice señas a los oficiales a cargo del Presidente para que lo condujeran hacia ese coche mientras yo me adelantaba hacia el lado del chofer, me introducía en la parte trasera del coche y tomando al chofer por la garganta, desde una posición por demás ventajosa para mí y seguramente gritándole muy fuertes majaderías para amedrentarlo, le solté: “¡No te muevas, aquí mando yo!”
Los oficiales con el Presidente ya habían abierto la portezuela delantera derecha y trataban de introducirlo al auto, pero él se había afianzado entre el techo y la propia portezuela en una postura de gran resistencia, mientras seguía en su debate a gritos con los estudiantes. Se negaba a entrar al auto. Le ordené a uno de los oficiales, el teniente Agüero, el que lo tenía tomado por la cintura, que lo forzara a entrar al auto. Sus inhibiciones propias de joven y de oficial del ejército le impedían forcejear con el Jefe del Estado, hasta que levantando fuertemente la voz le ordené de nuevo: “¡Mételo, Mételo!” Afortunadamente, mediante un irrespetuoso jalón, así lo hizo.
Como caído del cielo, o más bien como salido del infierno porque es su espacio natural, apareció José Murat dando gritos al chofer y en un estado de exaltación máxima ordenaba: “¡A Derecho, a Derecho!”
Impulsé al chofer a acelerar pues empezaban a llover piedras y tepalcates al auto, rompiendo el medallón trasero y lastimando el techo. Nuestra velocidad pronto dejó atrás a la multitud y entonces le ordené al jóven que detuviera el auto y dirigiéndome al intruso le dije: “¡Bájate, Murat, bájate!” Y algo habrá visto de determinación en mí que optó definitivamente por bajar del coche. El Presidente reía a carcajadas.
Llegamos al término del estacionamiento y aprovechando una especie de rampa de tierra brincamos a la banqueta y entramos al bosque, mezcla de bosque y pedregal, que es tan propio de C.U., pero yo no sabía, porque nunca lo calculé, a dónde llevaba aquella brecha. Podría haber sido a cualquier parte pero una cosa era segura, nos alejaba de los estudiantes que aún corrían tras nosotros. Después de tal vez un kilometro, caímos a Insurgentes en sentido contrario al tránsito que en ese sitio se da de sur a norte. El pobre chofer no sabía qué hacer, hasta que lo impulsé a que, tomando precauciones y pegado a la izquierda, empezara a circular. Las mentadas de madre de todos los conductores que lo hacían en su sentido correcto eran de tal grado que el Presidente reinició sus carcajeadas.
En aquel entonces no existía camellón para dividir los dos sentidos de Insurgentes sino que había un bordo que de tantos a tantos metros daba lugar a una vuelta en ”U”. Le ordené al conductor que se pasara al sentido correcto, esto es de norte a sur, hacia lo que hoy es Perisur y así lo intentó hacer, pero por el peso del coche –chofer, teniente y Presidente en el asiento delantero, y atrás yo y cientos de libros que eran unas tesis que aquel muchacho-chofer había ido a entregar, pues así se ganaba unos pesos para apoyar sus estudios en el Instituto Politécnico Nacional–, el brinco se hizo imposible. Las tesis fueron a dar a la calle. Me bajé e intenté medio cargar el auto mientras el chofer aceleraba, produciéndose los rechinidos característicos de las llantas que giraban sin suficiente apoyo. Yo no daba crédito ni entendía las motivaciones sicológicas del Presidente pero éste, ante la situación, se carcajeaba y gritaba:
-¡Igual que en Los Intocables!
Todavía hoy me río y no sé si admirar su entereza y confianza en mí o buscar alguna otra explicación más enredada.
Iniciamos la marcha rumbo al sur, hacia lo que hoy es Perisur. En el trayecto, desde el asiento de atrás, habiendo desgarrado la falda de mi camisa, le quité los lentes al Presidente y comencé a limpiarle la frente, en el ánimo por supuesto de asearlo, pero más bien de ver cuál era la naturaleza de la herida; una evaluación de daños, como se dice en los desastres, pero ya se adivinaba leve pues había dejado de sangrar. La leyenda de la pedrada fue alimentada por los medios ya que cualquier piedra golpeando en la frente de un ser humano le hubiera producido un daño mayor. Debe haber sido, otra vez, un fragmento de tepalcate, de tamaño muy menor.
Después me contarían que apenas salimos nosotros llegó el Jefe de Estado Mayor a lo que había sido el campo de batalla, que su estado de ánimo –de espanto–, era absolutamente perceptible, con una preocupación rayana en la desesperación pues su responsabilidad por ser el titular de la institución era mayúscula, independientemente de la mía. Preguntó por el Presidente de manera compulsiva e inmediata y ya algunos de los oficiales que por ahí estaban en espera de ordenes le informaron: “Se lo llevó el Teniente Coronel Carrillo”. Eso pareció atenuar su angustia, pero esta no podía cesar ya que la conexión por radio entre él y yo no existía, pues así se había ordenado: que no se llevaran ni armas, ni radios. En el trayecto mi inquietud era esa, pues adivinaba que los medios de comunicación de todo orden habían disparado ya la noticia al mundo entero y no necesariamente en los términos reales. Se hablaba de un secuestro o de graves heridas y lo más cercano a la auténtica terrible verdad: Nadie sabía en dónde estaba el Presidente ni en manos de quien.
Creo que esta desaparición transitoria es singular: Un jefe de Estado que no está, que no se sabe de él y lo peor, en dónde ni en qué condiciones está. Temporarily lost, and then what, explicó para sí mismo con su pícara risa el embajador británico Sir John Galsworthy el día que lo comentamos.
Ya habíamos tomado el Periférico hacia el norte y autoritariamente le dije al licenciado:
-Señor Presidente, vamos a Magnolia (su casa particular en San Jerónimo) para que se asee y pueda yo hacer algunas llamadas telefónicas que son extremadamente urgentes.
-No –fue la respuesta cortante–, vamos a Los Pinos que es la residencia oficial.
Ante este grueso argumento no tuve nada más que decir.
Sorpresivamente apareció a nuestro lado, manejando su propio auto, Rodolfo Echeverría Zuno, tocando repetidamente la bocina y agitando con gran alegría la mano izquierda casi en la nariz de su padre. Él había asistido como incognito a los actos. Debo confesar que ver las expresiones del hijo en aquel fortuito encuentro, tal vez perdiendo yo el control de tantas y tantas emociones acumuladas ese día, me provocó un nudo en la garganta. Yo tenía con Rodolfo una particular identificación. Tenía fama de muchacho difícil en términos de su independencia y autonomía; conmigo fue siempre atento, gentil y amigo, le estimé tanto como lamenté su muerte en 1983.
Todavía sobre el periférico a la altura de la avenida Altavista nos cruzamos con un convoy de autobuses de granaderos rumbo al sur, unos diez camiones, escoltados por patrullas. El Presidente me preguntó, pero había una afirmación en su pregunta:
-El Gral. Gutiérrez Santos es una persona muy prudente, ¿verdad?
-Si señor Presidente es una persona muy sensata- contesté.
Muchas nubes negras habrán pasado por su mente ante la posibilidad de que un error o exceso por parte de la policía generara otro drama nacional. Podría otra vez mancharse la nación con sangre de estudiantes.
Al llegar a Los Pinos naturalmente la guardia impidió el paso desde una distancia prudente, que es lo correcto ante un vehículo desconocido. Saqué la cabeza por la ventanilla y le grité al comandante teniente Mercado:
-¡Es el Sr. Presidente, abran la puerta y para toda la red (de radio) infórmese que el señor está en Los Pinos y completamente a salvo!
Llegamos a la entrada de la residencia. Era un desierto, no había nadie más que el ayudante de guardia, quien seguramente ya había notificado a la señora Echeverría de nuestra llegada porque ella apareció al fin del larguísimo pasillo exclamando con voz muy alta, sollozando y levantando los brazos:
–¡Luis, Luis, Luis!– y corrió a abrazarlo.
Di la media vuelta y me topé con Rodolfo, que también había ya entrado. Me dio un gran abrazo. No se pronunció palabra alguna.
Le pedí al ayudante de guardia que verificara que el Jefe de Estado Mayor ya había sido informado y que le invitara al dueño del automóvil un refresco o café. Volteé hacia el Sr. Presidente y la Sra. en busca de instrucciones y él me dijo “Quiero ver una película después de comer, busquen al proyeccionista”.
En esos momentos arribó el Dr. Eduardo Echeverría, su hermano y subieron a las habitaciones. Empezaba a llegar la más disímbola clase de gente: miembros del gabinete, legisladores, en fin. También apareció antes que todos ellos y aún demudado el Jefe de Estado Mayor quien preguntó por el Presidente. “Está en sus habitaciones con la señora y el Dr. Eduardo”, le dijeron. A mí no me dirigió una sola palabra.
Minutos después bajó el Sr. Presidente vestido con particular empeño de lucidores colores, sereno y con un simple vendolete en la frente. Ordenó que se pasara a su comensal al comedor, que si no mal recuerdo era Julio Scherer, director de Excélsior, y no hizo caso ninguno de la gente que había llegado. Yo prestaba atención, impresionado, a la cantidad de versiones que ya se daban sobre los hechos y a que en todas ellas el narrador había sido parte importante de la seguridad.
El subsecretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios hacia saber que había tenido infiltrados entre los estudiantes a cien agentes de la Dirección Federal de Seguridad, ¡Vaya, utilísimos!, pero el más protagónico fue el entonces líder de la Cámara de Diputados, Carlos Sansores Pérez, que reclamaba el mérito de haber sabido todo con anticipación, tomado no sé cuántas y tantas providencias y haber apoyado no sé con cuántos cientos de personas. El Jefe de Estado Mayor llegó a su límite y con bastante crudeza le gritó: “¡Por qué no se calla licenciado!” y le hizo notar que ni su sombra apareció por ahí.
Terminada la comida, el Presidente pasó a la sala de cine con la instrucción de que no recibiría llamadas y de que a todo el que hablara se le informara precisamente lo que estaba haciendo, o sea viendo una película. Los primeros en llamar fueron el Presidente Figueres, de Costa Rica; el Presidente Castro, de Cuba y bueno, la lista fue interminable. Instruyó también que como el acto programado para la tarde era su asistencia al Consejo de Administración del Instituto Mexicano de Comercio Exterior, éste se transmitiera en vivo por todas las estaciones de televisión.
Antes de pasar a la sala de cine el Presidente pidió que enviaran al dueño del automóvil a su despacho. Lo que ahí pasó y lo que le dijo sólo lo saben ellos dos, pero el joven salió con una gran sonrisa, seguramente producto de recibir un abrazo presidencial y algún numerario consistente. A alguien encargó el Presidente que se reparara completamente el vehículo. Para mis adentros yo pensé: ¿y por qué no regalarle uno nuevo?
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