Miguel Ángel Granados Chapa
La señora Isabel Ayala Nava, de 54 años, y su hermana Reina, de 58, fueron asesinadas en Xaltianguis, un poblado en la zona rural de Acapulco, al mediodía del tres de julio. Se habían situado, como acostumbraban, a las afueras del templo del lugar, a vender comida y otras mercancías.
Su muerte puede una de las muchas que se practican en Guerrero, al lado de las todavía más numerosas que perpetra el crimen organizado o suscita el combate oficial contra el narcotráfico. Esa entidad es una de las que mayor violencia criminal padece: Según el ejecutómetro del Grupo Reforma, el viernes pasado el número de asesinatos sobrepasó el millar en lo que va del año. Es un rango semejante al de Chihuahua y Nuevo León. Pero la cifra crece todos los días: Durante el fin de semana cayeron ocho personas más, seis de ellos en el propio Acapulco.
El gobierno de Zeferino Torreblanca, que para fortuna de los guerrerenses terminó el último día de marzo pasado, fue incapaz de dotar a sus gobernados de la paz y la tranquilidad que anhelan y en función de las cuales le dieron su voto seis años. Pero la nueva administración, que refrendó la estancia del PRD en el gobierno en la persona de un priísta, Ángel Helado Aguirre, hace padecer a los guerrerenses la misma abulia, en el mejor de los casos, que genera impunidad. La mayor parte de los asesinatos producidos en los siete meses concluidos de este año, cuatro de los cuales corresponden al gobierno de Aguirre, son incluidos en la suma de los ejecutados y su averiguación y persecución presuntamente son realizadas por la Procuraduría general de la república. Pero esa formalidad no corresponde a la realidad, pues el ministerio público federal se asemeja al local en el incumplimiento de su deber, otros muchos homicidios, como el del arquitecto Francisco Xavier Serrano, y el de las hermanas Ayala Nava debieran ser materia del fuero común, es decir, responsabilidad del gobierno local.
Pero en los hechos nadie se ocupa de ellos. Aquel, que era un turista en ese puerto, fue asesinado el 11 de julio en Zihuatanejo, a donde había acudido a descansar y divertirse. Las hermanas Ayala Nava residían en la porción rural acapulqueña y es probable que su asesinato obedezca a móviles políticos, que no han sido admitidos por nadie.
Isabel Ayala fue la última compañera de Lucio Cabañas. Subió con él a la sierra de Guerrero y procrearon una niña, nacida el 29 de septiembre de 1974. Dos meses después el jefe de la Brigada de ajusticiamiento del Partido de los pobres fue muerto, no se aclaró nunca si por su propia mano, para no ser hecho prisionero, o por un ataque artero.
En el momento de la muerte de Cabañas, que encabezó la más importante insurrección armada en Guerrero, su mujer Isabel estaba presa en el Campo Militar No. Uno. Sin estar sometida a causa penal ninguna, allí permaneció hasta 1976, de suerte que su hija vivió los primeros 22 meses de su vida en esa instalación militar, convertida entonces y más de una vez después, en cárcel ilegal.
En ese mismo 1974 se intensificó la guerra sucia contra la guerrilla, debido al secuestro del candidato a gobernador Rubén Figueroa Figueroa, liberado a balazos por el ejército. La guerra sucia del gobierno de Echeverría conoció entonces alcances que excedían la peligrosidad de los alzados. Por supuesto que el jefe del Estado mexicano, el poder ejecutivo, tenía la responsabilidad de enfrentar el desafío armado. Pero no lo hizo con los instrumentos legales de que disponía. La tropa militar no hacía prisioneros: mataba sobre el terreno a sus enemigos, o los retenía brevemente para después ejecutarlos.
La estrategia militar incluía arrasar a las comunidades donde se presumía que Cabañas podría hallar refugio y aprovisionamiento, y también matar o hacer que desaparecieran presuntos cómplices suyos, que hacían vida pública abierta. Ese fue el caso, entre cientos, de Rosendo Radilla Pacheco, un hombre tan del sistema priísta que había sido líder de la Confederación nacional campesina en Atoyac de Álvarez, de donde fue también alcalde.
El 26 de agosto de 1974, delante de su hijo, fue detenido por miembros del Ejército, que lo llevaron consigo a un cuartel militar, según testimonios de otros detenidos allí, y luego lo sacaron. Radilla había compuesto corridos sobre la insurrección armada y eso bastó para ultimarlo sin sentencia, según se presume.
Su caso permaneció en la impunidad hasta que la alternancia del 2000 permitió airear su desaparición. Llevada ante la Comisión interamericana de derechos humanos y por ésta ante la Corte penal respectiva, después de muchos y fatigosos afanes jurídicos fue emitida una sentencia que obliga al Estado mexicano a reparar el daño y a reiniciar investigaciones sobre el destino de Radilla.
Aunque sea con reticencias que poco a poco han sido vencidas, el cumplimiento de la sentencia de la Corte interamericana permitirá revivir las circunstancias de la guerra sucia, en la que se inscribe la desaparición de Radilla, que nunca fue llevado ante un juez. Tal vez se descorran velos sobre las responsabilidades del Estado mexicano, de los gobiernos federal y local de entonces, y mandos militares que se excedieron en el acatamiento a órdenes que no fueron emitidas por escrito y permitían por ello interpretaciones y excesos. Isabel Ayala fue en alguna medida protagonista, testigo y víctima de sucesos que interese mantener ocultos. ¿Sería por eso que la mataron? ¿Será por eso que, bajo amenazas, su hija Micaela busca asilo?
La señora Isabel Ayala Nava, de 54 años, y su hermana Reina, de 58, fueron asesinadas en Xaltianguis, un poblado en la zona rural de Acapulco, al mediodía del tres de julio. Se habían situado, como acostumbraban, a las afueras del templo del lugar, a vender comida y otras mercancías.
Su muerte puede una de las muchas que se practican en Guerrero, al lado de las todavía más numerosas que perpetra el crimen organizado o suscita el combate oficial contra el narcotráfico. Esa entidad es una de las que mayor violencia criminal padece: Según el ejecutómetro del Grupo Reforma, el viernes pasado el número de asesinatos sobrepasó el millar en lo que va del año. Es un rango semejante al de Chihuahua y Nuevo León. Pero la cifra crece todos los días: Durante el fin de semana cayeron ocho personas más, seis de ellos en el propio Acapulco.
El gobierno de Zeferino Torreblanca, que para fortuna de los guerrerenses terminó el último día de marzo pasado, fue incapaz de dotar a sus gobernados de la paz y la tranquilidad que anhelan y en función de las cuales le dieron su voto seis años. Pero la nueva administración, que refrendó la estancia del PRD en el gobierno en la persona de un priísta, Ángel Helado Aguirre, hace padecer a los guerrerenses la misma abulia, en el mejor de los casos, que genera impunidad. La mayor parte de los asesinatos producidos en los siete meses concluidos de este año, cuatro de los cuales corresponden al gobierno de Aguirre, son incluidos en la suma de los ejecutados y su averiguación y persecución presuntamente son realizadas por la Procuraduría general de la república. Pero esa formalidad no corresponde a la realidad, pues el ministerio público federal se asemeja al local en el incumplimiento de su deber, otros muchos homicidios, como el del arquitecto Francisco Xavier Serrano, y el de las hermanas Ayala Nava debieran ser materia del fuero común, es decir, responsabilidad del gobierno local.
Pero en los hechos nadie se ocupa de ellos. Aquel, que era un turista en ese puerto, fue asesinado el 11 de julio en Zihuatanejo, a donde había acudido a descansar y divertirse. Las hermanas Ayala Nava residían en la porción rural acapulqueña y es probable que su asesinato obedezca a móviles políticos, que no han sido admitidos por nadie.
Isabel Ayala fue la última compañera de Lucio Cabañas. Subió con él a la sierra de Guerrero y procrearon una niña, nacida el 29 de septiembre de 1974. Dos meses después el jefe de la Brigada de ajusticiamiento del Partido de los pobres fue muerto, no se aclaró nunca si por su propia mano, para no ser hecho prisionero, o por un ataque artero.
En el momento de la muerte de Cabañas, que encabezó la más importante insurrección armada en Guerrero, su mujer Isabel estaba presa en el Campo Militar No. Uno. Sin estar sometida a causa penal ninguna, allí permaneció hasta 1976, de suerte que su hija vivió los primeros 22 meses de su vida en esa instalación militar, convertida entonces y más de una vez después, en cárcel ilegal.
En ese mismo 1974 se intensificó la guerra sucia contra la guerrilla, debido al secuestro del candidato a gobernador Rubén Figueroa Figueroa, liberado a balazos por el ejército. La guerra sucia del gobierno de Echeverría conoció entonces alcances que excedían la peligrosidad de los alzados. Por supuesto que el jefe del Estado mexicano, el poder ejecutivo, tenía la responsabilidad de enfrentar el desafío armado. Pero no lo hizo con los instrumentos legales de que disponía. La tropa militar no hacía prisioneros: mataba sobre el terreno a sus enemigos, o los retenía brevemente para después ejecutarlos.
La estrategia militar incluía arrasar a las comunidades donde se presumía que Cabañas podría hallar refugio y aprovisionamiento, y también matar o hacer que desaparecieran presuntos cómplices suyos, que hacían vida pública abierta. Ese fue el caso, entre cientos, de Rosendo Radilla Pacheco, un hombre tan del sistema priísta que había sido líder de la Confederación nacional campesina en Atoyac de Álvarez, de donde fue también alcalde.
El 26 de agosto de 1974, delante de su hijo, fue detenido por miembros del Ejército, que lo llevaron consigo a un cuartel militar, según testimonios de otros detenidos allí, y luego lo sacaron. Radilla había compuesto corridos sobre la insurrección armada y eso bastó para ultimarlo sin sentencia, según se presume.
Su caso permaneció en la impunidad hasta que la alternancia del 2000 permitió airear su desaparición. Llevada ante la Comisión interamericana de derechos humanos y por ésta ante la Corte penal respectiva, después de muchos y fatigosos afanes jurídicos fue emitida una sentencia que obliga al Estado mexicano a reparar el daño y a reiniciar investigaciones sobre el destino de Radilla.
Aunque sea con reticencias que poco a poco han sido vencidas, el cumplimiento de la sentencia de la Corte interamericana permitirá revivir las circunstancias de la guerra sucia, en la que se inscribe la desaparición de Radilla, que nunca fue llevado ante un juez. Tal vez se descorran velos sobre las responsabilidades del Estado mexicano, de los gobiernos federal y local de entonces, y mandos militares que se excedieron en el acatamiento a órdenes que no fueron emitidas por escrito y permitían por ello interpretaciones y excesos. Isabel Ayala fue en alguna medida protagonista, testigo y víctima de sucesos que interese mantener ocultos. ¿Sería por eso que la mataron? ¿Será por eso que, bajo amenazas, su hija Micaela busca asilo?
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