Miguel Ángel Granados Chapa
Menos mal que lo hizo al presentar a una banda de presuntos secuestradores, detenida en una operación conjunta de fuerzas federales y locales (entre éstas la Policía Ministerial que de él depende). Que si no, la invocación del procurador de Guerrero Alberto López Rosas a la moral de los delincuentes que castigan a Guerrero habría sido más ridícula (si en esto cabe alguna gradación) de lo que es. Habría parecido una coartada, una humilde petición a los bandoleros de su tierra para que se porten bien pues el ministerio público no es capaz de perseguirlos y llevarlos a los tribunales.
En eso consiste la tarea de un procurador de justicia, no en apelar a impensables códigos de conducta. López Rosas pidió a los delincuentes a los que debe llevar a proceso, no a instarlos a honrar su palabra (por ejemplo cuando obtienen el pago de un rescate y asesinan a sus víctimas), sino que también apeló a su sentido patrio. Le solicitó que piensen en la sociedad de la que forman parte y eviten dañarla.
La guerra entre bandas locales en Guerrero se intensificó después de que la pandilla de Arturo Beltrán Leyva se escindió de la de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, y pelearon por el dominio del territorio y las rutas de la droga y el dinero. Las disputas fueron más frecuentes y crueles a raíz de la muerte de Beltrán Leyva, en diciembre de 2009 y la posterior y sospechosa detención de La Barbie. Uno de los errores de la estrategia seguida por la administración de Calderón consiste en ignorar que cuando los generales y coroneles de las tropas enemigas son abatidos o capturados, los sargentos riñen por el mando, Eso ha ocurrido por doquier. Ocurre también en Guerrero, por lo que la violencia se ha recrudecido. Poco después de concluido el primer semestre de este año la cifra de ejecutados superó al millar. Y si bien las autoridades estatales y municipales descargan sobre las federales la impunidad que permite la contumaz repetición de los delitos que corresponde perseguir a la PGR y a la Secretaría de Seguridad Pública, eso no descarga a aquéllas de la responsabilidad que en esa materia está fijada en la ley.
Tan aterradora es la impunidad en Guerrero, y especialmente en Acapulco, que porciones de la sociedad protestan por la inseguridad que se deriva de tal falta de castigos. El viernes pasado decenas de gasolinerías estuvieran cerradas durante unas horas, en demanda de que las autoridades sean eficaces en su lucha contra la violencia. Y un sector de taxistas y otros prestadores del servicio público de transporte se aprestan a hacer lo mismo. Aunque se les alude como parte de la delincuencia organizada (en tanto que vigilantes y delatores, o como distribuidores de droga) nada justifica que la oleada de homicidios de choferes de autos de alquiler no merezca una atención específica y las consiguientes acciones penales.
La designación de López Rosas como procurador despertó expectativas que no se han satisfecho, si bien hace apenas cinco meses de su desempeño. Como alcalde de Acapulco, como legislador, y antes como luchador social, el ahora procurador ganó fama pública de hombre honrado y diligente. Está en riesgo de perder la parte de su reputación que concierne a la eficacia y, lo que es más grave para todos, a su honestidad política. La clave para que eso ocurra o no está en su actitud frente al asesinato de Armando Chavarría.
El sábado veinte se cumplieron dos años del homicidio de quien era en ese momento líder del Congreso local y principal aspirante a la gubernatura de estado. Un comando lo sorprendió la mañana de esa fecha al salir de su casa. Fue un crimen político, aunque el gobernador de entonces, Zeferino Torreblanca y sus procuradores se empeñaron en desviar la atención hacia otros móviles. A los guerrerenses no les cupo duda en ningún momento que Chavarría fue ultimado en función de sus aspiraciones y posibilidades de suceder a Torreblanca. Fue, en tal sentido, un crimen semejante al que privó de la vida a Rodolfo Torre en Tamaulipas. Aunque en el caso de Chavarría se cortaron de cuajo sus expectativas, mientras que a Torre se le permitió llegar a las vísperas de la elección, en ambos casos se temía que gobernaran y se les hizo blanco del fuego que cortó su existencia.
En Tamaulipas pasó ya un año, cumplido en junio pasado, sin que la investigación ministerial rinda frutos. Y eso que es gobernador el hermano de la víctima, interesado genuinamente en que los asesinos sean identificados y castigados. Lo contrario ha sucedido en Guerrero. Fue manifiesta la negligencia con que Torreblanca emprendió, o dijo emprender la averiguación sobre la muerte de Chavarría. Y no es menor la que en los hechos ha mostrado su sucesor. Ángel Heladio Aguirre Rivero tiene menor interés en llegar al desenlace de ese caso del que formalmente cabía atribuirle a su antecesor. Torreblanca y Chavarría eran miembros del mismo partido y si bien disputaron, Chavarría fue secretario de gobierno con Torreblanca. A Aguirre, el destino del dirigente político asesinado no le va ni le viene, puesto que como priísta que es, y como gobernador interino, estuvo situado en posiciones abiertamente antagónicas a las de Chavarría. Pero no es el caso del procurador, que era afín políticamente a la víctima. Su conciencia ética, la que lo lleva a recomendar buena conducta a delincuentes, debe forzarlo a cumplir su deber.
Menos mal que lo hizo al presentar a una banda de presuntos secuestradores, detenida en una operación conjunta de fuerzas federales y locales (entre éstas la Policía Ministerial que de él depende). Que si no, la invocación del procurador de Guerrero Alberto López Rosas a la moral de los delincuentes que castigan a Guerrero habría sido más ridícula (si en esto cabe alguna gradación) de lo que es. Habría parecido una coartada, una humilde petición a los bandoleros de su tierra para que se porten bien pues el ministerio público no es capaz de perseguirlos y llevarlos a los tribunales.
En eso consiste la tarea de un procurador de justicia, no en apelar a impensables códigos de conducta. López Rosas pidió a los delincuentes a los que debe llevar a proceso, no a instarlos a honrar su palabra (por ejemplo cuando obtienen el pago de un rescate y asesinan a sus víctimas), sino que también apeló a su sentido patrio. Le solicitó que piensen en la sociedad de la que forman parte y eviten dañarla.
La guerra entre bandas locales en Guerrero se intensificó después de que la pandilla de Arturo Beltrán Leyva se escindió de la de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, y pelearon por el dominio del territorio y las rutas de la droga y el dinero. Las disputas fueron más frecuentes y crueles a raíz de la muerte de Beltrán Leyva, en diciembre de 2009 y la posterior y sospechosa detención de La Barbie. Uno de los errores de la estrategia seguida por la administración de Calderón consiste en ignorar que cuando los generales y coroneles de las tropas enemigas son abatidos o capturados, los sargentos riñen por el mando, Eso ha ocurrido por doquier. Ocurre también en Guerrero, por lo que la violencia se ha recrudecido. Poco después de concluido el primer semestre de este año la cifra de ejecutados superó al millar. Y si bien las autoridades estatales y municipales descargan sobre las federales la impunidad que permite la contumaz repetición de los delitos que corresponde perseguir a la PGR y a la Secretaría de Seguridad Pública, eso no descarga a aquéllas de la responsabilidad que en esa materia está fijada en la ley.
Tan aterradora es la impunidad en Guerrero, y especialmente en Acapulco, que porciones de la sociedad protestan por la inseguridad que se deriva de tal falta de castigos. El viernes pasado decenas de gasolinerías estuvieran cerradas durante unas horas, en demanda de que las autoridades sean eficaces en su lucha contra la violencia. Y un sector de taxistas y otros prestadores del servicio público de transporte se aprestan a hacer lo mismo. Aunque se les alude como parte de la delincuencia organizada (en tanto que vigilantes y delatores, o como distribuidores de droga) nada justifica que la oleada de homicidios de choferes de autos de alquiler no merezca una atención específica y las consiguientes acciones penales.
La designación de López Rosas como procurador despertó expectativas que no se han satisfecho, si bien hace apenas cinco meses de su desempeño. Como alcalde de Acapulco, como legislador, y antes como luchador social, el ahora procurador ganó fama pública de hombre honrado y diligente. Está en riesgo de perder la parte de su reputación que concierne a la eficacia y, lo que es más grave para todos, a su honestidad política. La clave para que eso ocurra o no está en su actitud frente al asesinato de Armando Chavarría.
El sábado veinte se cumplieron dos años del homicidio de quien era en ese momento líder del Congreso local y principal aspirante a la gubernatura de estado. Un comando lo sorprendió la mañana de esa fecha al salir de su casa. Fue un crimen político, aunque el gobernador de entonces, Zeferino Torreblanca y sus procuradores se empeñaron en desviar la atención hacia otros móviles. A los guerrerenses no les cupo duda en ningún momento que Chavarría fue ultimado en función de sus aspiraciones y posibilidades de suceder a Torreblanca. Fue, en tal sentido, un crimen semejante al que privó de la vida a Rodolfo Torre en Tamaulipas. Aunque en el caso de Chavarría se cortaron de cuajo sus expectativas, mientras que a Torre se le permitió llegar a las vísperas de la elección, en ambos casos se temía que gobernaran y se les hizo blanco del fuego que cortó su existencia.
En Tamaulipas pasó ya un año, cumplido en junio pasado, sin que la investigación ministerial rinda frutos. Y eso que es gobernador el hermano de la víctima, interesado genuinamente en que los asesinos sean identificados y castigados. Lo contrario ha sucedido en Guerrero. Fue manifiesta la negligencia con que Torreblanca emprendió, o dijo emprender la averiguación sobre la muerte de Chavarría. Y no es menor la que en los hechos ha mostrado su sucesor. Ángel Heladio Aguirre Rivero tiene menor interés en llegar al desenlace de ese caso del que formalmente cabía atribuirle a su antecesor. Torreblanca y Chavarría eran miembros del mismo partido y si bien disputaron, Chavarría fue secretario de gobierno con Torreblanca. A Aguirre, el destino del dirigente político asesinado no le va ni le viene, puesto que como priísta que es, y como gobernador interino, estuvo situado en posiciones abiertamente antagónicas a las de Chavarría. Pero no es el caso del procurador, que era afín políticamente a la víctima. Su conciencia ética, la que lo lleva a recomendar buena conducta a delincuentes, debe forzarlo a cumplir su deber.
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