Víctor Flores Olea
A estas alturas se discute a fondo lo que parecía una verdad indudable: que el proletariado era el sujeto por excelencia de la revolución, sin desconocer que la clase obrera sigue siendo (entre otros) uno de los motores fundamentales del cambio revolucionario.
Pero en los últimos años (hace un par de décadas) ha surgido un hecho nuevo que se sitúa en buena medida en las antípodas de la tesis anterior y que es la aparición de los movimientos sociales que incluso se afirman hoy, potencialmente, como la amenaza más grave al sistema capitalista. Los movimientos sociales involucran directamente a la comunidad general en los procesos políticos, insistiendo en que la democracia efectiva sólo existe donde la sociedad está presente, es decir, cuando el gobierno está realmente en manos del pueblo, es por el pueblo y para el pueblo. Los movimientos hacen ver públicamente que los poderosos transgreden con demasiada frecuencia los valores, las tradiciones e intereses de la comunidad, lo cual revela la distancia entre los discursos oficiales (la publicidad y la propaganda) y los reales intereses del pueblo.
De ahí que un aspecto esencial de los movimientos sociales sea denunciar las mentiras y mitologías del poder. Cuando eso ocurre, y se hace posible la movilización de la opinión pública (como en el caso de Javier Sicilia), disminuye la resistencia de quienes sostienen el orden establecido, que con frecuencia se sitúan en la fila de las concesiones (el orden de la represión en México hoy llevaría a situaciones inconcebibles). En realidad, los movimientos sociales aparecen cuando los miembros de una comunidad deciden que es indispensable cambiar ciertos aspectos de la misma y convocan al resto de la sociedad a lograr solidariamente tales cambios. Tal fue el caso de la lucha feminista, por ejemplo. Todos los movimientos sociales se proponen lograr un cambio en la sociedad, una modificación en sus relaciones de fuerza y una alteración del destino del grupo. Ningún movimiento social es políticamente ingenuo.
También es importante recordar que en los últimos 15 o 20 años, sobre todo en América Latina, los movimientos sociales democráticos y antisistema ayudaron definitivamente a derrotar a las tiranías militares implantadas y a sus sostenedores económicos y políticos (incluso Estados Unidos). Al tiempo que han aparecido nuevas fuerzas sociales en favor de la democracia que profundizan los cambios (movimientos de los barrios pobres, de las mujeres, de los campesinos sin tierra, de los desempleados y, desde luego, los movimientos indígenas).
Aquí surge una pregunta central: ¿los movimientos sociales pueden cambiar las sociedades sin la toma del poder, como sostiene John Holloway en su libro Change de world without taking power (2002), quien afirma que los movimientos sociales pueden significar cambios profundos en el sistema y condicionar el uso y dirección del poder? Algunos opinan que esta idea de cambiar el mundo sin tomar el poder sería sobre todo una versión libertaria del marxismo autoritario.
En su libro, Holloway examina las características y efectos sobresalientes de los movimientos sociales de los años noventa y primeros del nuevo milenio, tomando la rebelión zapatista de 1994 y la movilización de Seattle de 1999 como puntos de referencia. Comienza por reconocer que tales movimientos lucharon por un cambio radical, pero en términos y por vías diferentes a los de las luchas revolucionarias anteriores que se proponían inmediatamente la toma del poder. Cita, por ejemplo, Holloway a los zapatistas, diciendo que la gran cuestión para los revolucionarios del EZLN ha sido la transformación continua del mundo que los rodea, y en cierta forma haber perdido la certeza de que el camino está predeterminado. Lo que significa, en otros términos, que la revolución es un cuestionamiento sin fin y no una respuesta. Repensar la revolución significa cuestionar durante la marcha misma, durante el proceso, acerca del significado y pertinencia de nuestros actos, sin pretender contar de antemano con respuestas ya acabadas.
Nunca fue tan obvio, agrega Holloway, “que el capitalismo es un desastre y que no es disparatado pensar que podría llevarnos a la aniquilación humana. Todos los intentos de cambiar la sociedad mediante el Estado o de la toma del poder han fracasado hasta hoy… Entonces piensa que la única opción para replantear el cambio social radical de otra manera es por conducto de una forma que no vincule la revolución con la toma del aparato estatal, sino que plantee, precisamente, cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Y esto implica replantear el significado del poder, el significado del pensamiento revolucionario y de la tradición marxista”.
Lo anterior, naturalmente, a propósito del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por Javier Sicilia, que ya en dos ocasiones ha abierto el Castillo de Chapultepec, primero para hablar con el Presidente y después con los jefes de los sectores partidarios del Congreso. Y que ha logrado que lo escuchen sectores importantes de la ciudadanía. Pero ahora la pregunta es: ¿se propone realmente su movimiento cambiar, o modificar de manera importante, la estructura de los poderes en México? ¿O se limita simplemente a que la nación reciba un nuevo trato en el terreno de la confrontación antinarco y anexos? Conste que esto sería ya extraordinariamente importante, pero ¿el prestigio logrado no conduce necesariamente a ese movimiento, en alianza con lo mejor de la sociedad mexicana y de los partidos, a ensanchar sus miras hasta considerar un cambio mexicano profundo y de verdad histórico?
A estas alturas se discute a fondo lo que parecía una verdad indudable: que el proletariado era el sujeto por excelencia de la revolución, sin desconocer que la clase obrera sigue siendo (entre otros) uno de los motores fundamentales del cambio revolucionario.
Pero en los últimos años (hace un par de décadas) ha surgido un hecho nuevo que se sitúa en buena medida en las antípodas de la tesis anterior y que es la aparición de los movimientos sociales que incluso se afirman hoy, potencialmente, como la amenaza más grave al sistema capitalista. Los movimientos sociales involucran directamente a la comunidad general en los procesos políticos, insistiendo en que la democracia efectiva sólo existe donde la sociedad está presente, es decir, cuando el gobierno está realmente en manos del pueblo, es por el pueblo y para el pueblo. Los movimientos hacen ver públicamente que los poderosos transgreden con demasiada frecuencia los valores, las tradiciones e intereses de la comunidad, lo cual revela la distancia entre los discursos oficiales (la publicidad y la propaganda) y los reales intereses del pueblo.
De ahí que un aspecto esencial de los movimientos sociales sea denunciar las mentiras y mitologías del poder. Cuando eso ocurre, y se hace posible la movilización de la opinión pública (como en el caso de Javier Sicilia), disminuye la resistencia de quienes sostienen el orden establecido, que con frecuencia se sitúan en la fila de las concesiones (el orden de la represión en México hoy llevaría a situaciones inconcebibles). En realidad, los movimientos sociales aparecen cuando los miembros de una comunidad deciden que es indispensable cambiar ciertos aspectos de la misma y convocan al resto de la sociedad a lograr solidariamente tales cambios. Tal fue el caso de la lucha feminista, por ejemplo. Todos los movimientos sociales se proponen lograr un cambio en la sociedad, una modificación en sus relaciones de fuerza y una alteración del destino del grupo. Ningún movimiento social es políticamente ingenuo.
También es importante recordar que en los últimos 15 o 20 años, sobre todo en América Latina, los movimientos sociales democráticos y antisistema ayudaron definitivamente a derrotar a las tiranías militares implantadas y a sus sostenedores económicos y políticos (incluso Estados Unidos). Al tiempo que han aparecido nuevas fuerzas sociales en favor de la democracia que profundizan los cambios (movimientos de los barrios pobres, de las mujeres, de los campesinos sin tierra, de los desempleados y, desde luego, los movimientos indígenas).
Aquí surge una pregunta central: ¿los movimientos sociales pueden cambiar las sociedades sin la toma del poder, como sostiene John Holloway en su libro Change de world without taking power (2002), quien afirma que los movimientos sociales pueden significar cambios profundos en el sistema y condicionar el uso y dirección del poder? Algunos opinan que esta idea de cambiar el mundo sin tomar el poder sería sobre todo una versión libertaria del marxismo autoritario.
En su libro, Holloway examina las características y efectos sobresalientes de los movimientos sociales de los años noventa y primeros del nuevo milenio, tomando la rebelión zapatista de 1994 y la movilización de Seattle de 1999 como puntos de referencia. Comienza por reconocer que tales movimientos lucharon por un cambio radical, pero en términos y por vías diferentes a los de las luchas revolucionarias anteriores que se proponían inmediatamente la toma del poder. Cita, por ejemplo, Holloway a los zapatistas, diciendo que la gran cuestión para los revolucionarios del EZLN ha sido la transformación continua del mundo que los rodea, y en cierta forma haber perdido la certeza de que el camino está predeterminado. Lo que significa, en otros términos, que la revolución es un cuestionamiento sin fin y no una respuesta. Repensar la revolución significa cuestionar durante la marcha misma, durante el proceso, acerca del significado y pertinencia de nuestros actos, sin pretender contar de antemano con respuestas ya acabadas.
Nunca fue tan obvio, agrega Holloway, “que el capitalismo es un desastre y que no es disparatado pensar que podría llevarnos a la aniquilación humana. Todos los intentos de cambiar la sociedad mediante el Estado o de la toma del poder han fracasado hasta hoy… Entonces piensa que la única opción para replantear el cambio social radical de otra manera es por conducto de una forma que no vincule la revolución con la toma del aparato estatal, sino que plantee, precisamente, cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Y esto implica replantear el significado del poder, el significado del pensamiento revolucionario y de la tradición marxista”.
Lo anterior, naturalmente, a propósito del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por Javier Sicilia, que ya en dos ocasiones ha abierto el Castillo de Chapultepec, primero para hablar con el Presidente y después con los jefes de los sectores partidarios del Congreso. Y que ha logrado que lo escuchen sectores importantes de la ciudadanía. Pero ahora la pregunta es: ¿se propone realmente su movimiento cambiar, o modificar de manera importante, la estructura de los poderes en México? ¿O se limita simplemente a que la nación reciba un nuevo trato en el terreno de la confrontación antinarco y anexos? Conste que esto sería ya extraordinariamente importante, pero ¿el prestigio logrado no conduce necesariamente a ese movimiento, en alianza con lo mejor de la sociedad mexicana y de los partidos, a ensanchar sus miras hasta considerar un cambio mexicano profundo y de verdad histórico?
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