Miguel Ángel Granados Chapa
Hace tres años, en una aparatosa ceremonia efectuada en el Palacio Nacional, el empresario Alejandro Martí lanzó la excitativa que le dio celebridad: “Si no pueden, váyanse”. Nadie hizo caso a su indignada petición. Ninguno de los destinatarios renunció a su cargo. Todos disimularon, como si la exigencia se dirigiera a otros. Ha transcurrido tanto tiempo desde aquel aplaudido reclamo -lo aplaudieron aun sus destinatarios, a sabiendas de que lo ignorarían y nadie más exigiría su cumplimiento- que un buen número de los firmantes del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad ya no están en sus cargos, pero no por pudor ante su ineficacia, sino porque vencieron los plazos para los que habían sido elegidos o nombrados.
De los funcionarios suscriptores del Acuerdo sólo se fue Eduardo Medina Mora, entonces procurador general de la República. Pero no lo hizo como resultado de una sanción impuesta por su jefe el Presidente de la República. De haber sido así, su cese no se hubiera traducido en un exilio dorado. Es el embajador ante la Corona británica, con las comodidades y aun los lujos que se deparan a algunos representantes diplomáticos, no a todos los miembros del Servicio Exterior Mexicano.
Tres años después, los ardores de Martí han menguado. No me refiero (no tengo derecho alguno a hacerlo), a su dolor por la pérdida de su hijo Fernando. Ésa es una sensación imperecedera, inextirpable. Lo digo porque al parecer la exigencia del dueño de la afamada cadena de tiendas de ropa y equipo deportivo, y de centros de acondicionamiento físico no insiste en que los inútiles se marchen. Ahora se limita a descalificar a algunos de los protagonistas. Se hacen tontos, dijo de los gobernadores que eluden el cumplimiento de sus responsabilidades, por cuya causa ha crecido descomunalmente la cuantía de los delitos del fuero común. Parece no considerar que no se ha hecho cabal justicia en el secuestro y asesinato de su hijo, enredadas como están la Procuraduría del DF y la Secretaría Federal de Seguridad Pública en señalar los procesados que cada una de dependencias sostiene que cometieron tal crimen.
Al contrario, Martí participó junto con otros dirigentes de organizaciones civiles, en una reunión concentrada en señalar la negligencia, omisiones y complicidades de los aparatos estatales de Gobierno. Nadie objeta el contenido de esa denuncia, sostenida en la contundencia de las cifras aportadas por México evalúa, una oficina encargada por propia decisión del examen numérico de diversos fenómenos sociales, incluida la criminalidad. Es justo, y útil, el reproche a los gobernadores indolentes. Pero de allí no debería desprenderse una exculpación de las autoridades federales, tan semejantes a las estatales en su falta de respuesta a esenciales necesidades colectivas.
Allí tiene usted, por ejemplo, el caso de los 72 migrantes cuyos cadáveres fueron desenterrados de una fosa clandestina en el municipio tamaulipeco hace un año, el 23 de agosto de 2010. No fueron los primeros ni los últimos hallazgos. En ese mismo punto del noreste mexicano aparecieron decenas más de personas en semejantes circunstancias. El Gobierno federal se ha ufanado, en material de propaganda engañosa, en sugerir que el asunto está resuelto. Han sido detenidos 81 miembros de la banda asesina, algunos de los cuales, dicen las autoridades, han producido información que identifican al jefe de esa pandilla, como el autor intelectual de esos homicidios. En su carácter de líder de la banda habría dado la orden de privar de la vida y esconder bajo tierra los cadáveres de las infortunadas personas que cayeron en sus manos.
Pero el caso dista de estar cerrado. Es obvio que el principal responsable no ha sido capturado, y las decenas de sus subalternos que han sido llevados a juicio o permanecen arraigados no han recibido sentencia. Formalmente, podrían ser exculpados por los jueces, si las acusaciones del Ministerio Público Federal son endebles. Hay una desgraciada rutina en tal sentido. No es preciso enumerar la multitud de casos relevantes en que la Procuraduría General de la República no sólo queda en ridículo al no probar sus imputaciones, sino que agrava la indefensión de la sociedad: La impunidad que viene de la ineptitud ministerial es un nutritivo caldo de cultivo para la delincuencia organizada.
De cualquier modo, es una aportación digna de aprecio la que México evalúa, con el acompañamiento de organizaciones civiles atendidas por los medios de información, presente las terribles cifras en que se condensa la inseguridad pública. Los delitos del fuero común (homicidio, secuestro, robo con violencia, extorsión) han crecido de modo abrumador. Casi todos quedan sin castigo. La inseguridad ciudadana crece por ello día con día. Ni vidas ni bienes están protegidos, sino expuestos a la codicia y la audacia de bandas organizadas, distintas de las dedicadas preferiblemente al narcotráfico, al trasiego de armas, a la trata de personas.
Imputar responsabilidades a un nivel de gobierno no ha de servir para exculpar a otro. Todos los funcionarios involucrados, sean del ámbito federal o estatal incumplen de tal modo sus obligaciones, que habría que dirigirles de nuevo el exhorto de Martí hace tres años. Si no pueden, que se vayan. Y si no se van, que los ciudadanos presionen para hacerles cumplir sus responsabilidades. Que no queden exentos de sanción, formal o dictada por la opinión pública.
Hace tres años, en una aparatosa ceremonia efectuada en el Palacio Nacional, el empresario Alejandro Martí lanzó la excitativa que le dio celebridad: “Si no pueden, váyanse”. Nadie hizo caso a su indignada petición. Ninguno de los destinatarios renunció a su cargo. Todos disimularon, como si la exigencia se dirigiera a otros. Ha transcurrido tanto tiempo desde aquel aplaudido reclamo -lo aplaudieron aun sus destinatarios, a sabiendas de que lo ignorarían y nadie más exigiría su cumplimiento- que un buen número de los firmantes del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad ya no están en sus cargos, pero no por pudor ante su ineficacia, sino porque vencieron los plazos para los que habían sido elegidos o nombrados.
De los funcionarios suscriptores del Acuerdo sólo se fue Eduardo Medina Mora, entonces procurador general de la República. Pero no lo hizo como resultado de una sanción impuesta por su jefe el Presidente de la República. De haber sido así, su cese no se hubiera traducido en un exilio dorado. Es el embajador ante la Corona británica, con las comodidades y aun los lujos que se deparan a algunos representantes diplomáticos, no a todos los miembros del Servicio Exterior Mexicano.
Tres años después, los ardores de Martí han menguado. No me refiero (no tengo derecho alguno a hacerlo), a su dolor por la pérdida de su hijo Fernando. Ésa es una sensación imperecedera, inextirpable. Lo digo porque al parecer la exigencia del dueño de la afamada cadena de tiendas de ropa y equipo deportivo, y de centros de acondicionamiento físico no insiste en que los inútiles se marchen. Ahora se limita a descalificar a algunos de los protagonistas. Se hacen tontos, dijo de los gobernadores que eluden el cumplimiento de sus responsabilidades, por cuya causa ha crecido descomunalmente la cuantía de los delitos del fuero común. Parece no considerar que no se ha hecho cabal justicia en el secuestro y asesinato de su hijo, enredadas como están la Procuraduría del DF y la Secretaría Federal de Seguridad Pública en señalar los procesados que cada una de dependencias sostiene que cometieron tal crimen.
Al contrario, Martí participó junto con otros dirigentes de organizaciones civiles, en una reunión concentrada en señalar la negligencia, omisiones y complicidades de los aparatos estatales de Gobierno. Nadie objeta el contenido de esa denuncia, sostenida en la contundencia de las cifras aportadas por México evalúa, una oficina encargada por propia decisión del examen numérico de diversos fenómenos sociales, incluida la criminalidad. Es justo, y útil, el reproche a los gobernadores indolentes. Pero de allí no debería desprenderse una exculpación de las autoridades federales, tan semejantes a las estatales en su falta de respuesta a esenciales necesidades colectivas.
Allí tiene usted, por ejemplo, el caso de los 72 migrantes cuyos cadáveres fueron desenterrados de una fosa clandestina en el municipio tamaulipeco hace un año, el 23 de agosto de 2010. No fueron los primeros ni los últimos hallazgos. En ese mismo punto del noreste mexicano aparecieron decenas más de personas en semejantes circunstancias. El Gobierno federal se ha ufanado, en material de propaganda engañosa, en sugerir que el asunto está resuelto. Han sido detenidos 81 miembros de la banda asesina, algunos de los cuales, dicen las autoridades, han producido información que identifican al jefe de esa pandilla, como el autor intelectual de esos homicidios. En su carácter de líder de la banda habría dado la orden de privar de la vida y esconder bajo tierra los cadáveres de las infortunadas personas que cayeron en sus manos.
Pero el caso dista de estar cerrado. Es obvio que el principal responsable no ha sido capturado, y las decenas de sus subalternos que han sido llevados a juicio o permanecen arraigados no han recibido sentencia. Formalmente, podrían ser exculpados por los jueces, si las acusaciones del Ministerio Público Federal son endebles. Hay una desgraciada rutina en tal sentido. No es preciso enumerar la multitud de casos relevantes en que la Procuraduría General de la República no sólo queda en ridículo al no probar sus imputaciones, sino que agrava la indefensión de la sociedad: La impunidad que viene de la ineptitud ministerial es un nutritivo caldo de cultivo para la delincuencia organizada.
De cualquier modo, es una aportación digna de aprecio la que México evalúa, con el acompañamiento de organizaciones civiles atendidas por los medios de información, presente las terribles cifras en que se condensa la inseguridad pública. Los delitos del fuero común (homicidio, secuestro, robo con violencia, extorsión) han crecido de modo abrumador. Casi todos quedan sin castigo. La inseguridad ciudadana crece por ello día con día. Ni vidas ni bienes están protegidos, sino expuestos a la codicia y la audacia de bandas organizadas, distintas de las dedicadas preferiblemente al narcotráfico, al trasiego de armas, a la trata de personas.
Imputar responsabilidades a un nivel de gobierno no ha de servir para exculpar a otro. Todos los funcionarios involucrados, sean del ámbito federal o estatal incumplen de tal modo sus obligaciones, que habría que dirigirles de nuevo el exhorto de Martí hace tres años. Si no pueden, que se vayan. Y si no se van, que los ciudadanos presionen para hacerles cumplir sus responsabilidades. Que no queden exentos de sanción, formal o dictada por la opinión pública.
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