Simonía y poder

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

La Iglesia vaticana -no es el catolicismo- posee una insuperable experiencia y maña política, desde que decidieron asentar al cristianismo en Roma, hacer del obispo de esa ciudad su líder espiritual. Para quienes no deseen invertir tiempo en la lectura de Historia de los papas, de Leopold Von Ranke, o en Breve historia del papado, escrita por Gregorio Ortega Hernández, publicada en El Universal entre el 15 de enero y el 17 de febrero de 1979, recomiendo la película La misión, protagonizada por Robert de Niro y Jeremy Irons, en la que los lectores podrán percibir de qué son capaces los prelados, cuando de la simonía y el poder terrenal se trata.

José Garibi Rivera, quien murió como cardenal y arzobispo primado de México, fue un connotado y violento cristero, incluso asesino, mató al grito de ¡Viva Cristo Rey! Y fue tan hábil, que su alias trascendió: Pepe dinamita; Concepción Acevedo de la Llata, José de León Toral, Francisco Orozco y Jiménez, Miguel de la Mora y Mora, José Reyes Vega y José Aurelio Jiménez Palacios, entre otros, no dudaron en mancharse las manos con sangre, bajo el argumento de hacerlo en nombre de Dios; fue más sutil y perverso Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, quien para obtener del caudillo oaxaqueño que no se aplicara la Constitución de 1857, se limitó a cumplir con su obligación de administrar el sacramento del matrimonio a Delfina y Porfirio.

Hoy, los representantes de El Vaticano no necesitan mancharse las manos con sangre, para incursionar en los poderes terrenales e incidir en la toma de decisiones políticas. Tampoco les tiembla la mano para gastar el dinero de los pobres, disfrazarse con ostentosos atuendos, verse inmiscuidos en fraudes o robos, porque aprendieron a proceder como los políticos para conservar impunidad; aunque no lo hacen con los billetes por delante, sí con las indulgencias y el perdón como condición. La simonía, como la corrupción política, dejó de ser exclusivamente pecuniaria. La prevaricación espiritual, como la judicial, es peor y más perjudicial que la material.

Desde hace dos años, quizá un poco más, el obispo de Ecatepec, Estado de México, estuvo involucrado en fraude procesal y lavado de dinero, debido a la disputa de la herencia de Olga Azcárraga, benefactora de la Iglesia Católica.

Según el abogado Xavier Olea Peláez, dentro del pleito legal existente entre dos particulares, fue presentado un pagaré por 130 millones de dólares, los cuales supuestamente Cepeda prestó en efectivo a Azcárraga; por ello, se presentó la denuncia por lavado de dinero ante la Procuraduría General de la República (PGR), a fin de que Cepeda aclare de dónde obtuvo esa cantidad, y cómo se lo entregó a su feligresa en efectivo.

¿Estuvo arraigado el prelado? Se trataba de un delito federal que debió ser investigado. Todo concluyó cuando el Octavo Tribunal Colegiado en Materia Penal revocó un amparo concedido a la empresa Arthinia Internacional, con el cual se obligaba a la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) a retomar la investigación contra Onésimo Cepeda. De esta forma, queda cancelada toda posibilidad de que el obispo de Ecatepec pueda ser acusado penalmente por el citado caso.

Esos delitos pudieran ser considerados menores, porque prevalecen y continúan, de manera contumaz, las prevaricaciones carnales y espirituales debido a la incomprensión vaticana de las características y debilidades que hoy definen al ser humano en el entorno actual, y porque insisten en el celibato, perdidos en argumentos que intentan ocultar la única razón por la cual se propuso: evitar la dispersión, por herencia o por ambición, de los bienes terrenales de la Iglesia, cuando lo trascendente, lo importante, debieran ser los espirituales.

El paradigma del pecado -cometido en lo oscurito, como se emprende toda falta en contra de la norma, sea ésta secular o eclesiástica- de la carne es, por el momento, Marcial Maciel, quien probó de todo, quizá en la torpe idea de que saciar los apetitos humanos era el camino idóneo para acceder a la experiencia espiritual, al arrebato de la luz, como contrapunto a la ascesis experimentada por Juan de la Cruz, por ejemplo.

El dilema entre optar por una buena o mala elección, es más simple de lo que los políticos y teóricos del poder -eclesial o político- necesitan hacer creer a la sociedad. Rüdiger Safranski, en un extraordinario ensayo El mal o El drama de la libertad, expone: “… Más allá de la actualidad, hay inquietudes que remueven la memoria colectiva y sus viejos traumas. Se trata de la angustia a partir de las cuales surgieron antaño las religiones, entendidas como grandes promesas de un desenlace feliz. Después del diluvio, Dios hizo esta promesa:

“Por amor a los hombres, en adelante ya no quiero volver a maldecir la tierra, pues las maquinaciones del pensamiento humano son malas desde la juventud. Y en adelante no quiero volver a golpear todo lo que vive, tal como he hecho. Mientras exista la tierra, no han de cesar la siembra y la cosecha, la helada y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche”.

Sólo la codicia de los seres humanos impide el cumplimiento de dicha promesa. No se trata de imprecar a Dios porque no hace lo que debiera hacer, sino de cuestionar la salud mental de los gobernantes, todos, que se comportan de manera insensata y conducen al mundo al cambio climático que modifica, sustancialmente, lo ofertado por la divinidad después del diluvio, pero también propician el saqueo de los países que gobiernan, los enfrentamientos bélicos entre naciones y entre razas, como recién ocurrió en los Balcanes, o como sucede hoy en territorio mexicano y con aval de una parte de la Iglesia Vaticana que no se solidariza con Raúl Vera, como no lo hizo con Samuel Ruiz, ni con Alejandro Solalinde, a quien hoy se esfuerzan en descalificar porque las autoridades tienen la obligación de no encontrar 80 migrantes desaparecidos.

Pepe Dinamita está de regreso. Obviamente no para armarse como antaño, sino para conducirse como Onésimo Cepeda, Juan Sandoval Iñiguez o Norberto Rivera Carrera, dedicados al sarao y a disfrutar del puesto, como monseñor Enrique Glennie, actual abad de la Basílica de Guadalupe, quien cuando llegó a hacerse cargo de la parroquia de la Inmaculada Concepción decidió, para sí y ante sí, que él no podría vivir en la modesta casa parroquial ya construida en el atrio de la iglesia, y adquirió un nuevo e innecesario domicilio, que puso de cabeza las finanzas parroquiales.

Estos son los que aspiran a guiar al ser humano hacia la espiritualidad. No puede ser.

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